Este deseo inspira el tema de mi discurso. Efectivamente, problema real de la vida es el de verificar ante todo, cuál es el puesto de la juventud en el mundo presente. Pero prefiero, en vez de hablar en abstracto, dirigirme directamente a vosotros y dialogar con vosotros: hablaré, pues, de vuestro puesto, y diré sin vacilaciones que está garantizado, os está "reservado", es vuestro con todo derecho por la sencilla y elemental razón del recambio generacional. Donde están hoy los adultos, o los ancianos, ahí estaréis un día vosotros mismos y, por añadidura, en un porvenir que el desarrollo tecnológico y la legislación social, que nadie puede detener, hacen más cercano de lo que se cree. Es una afirmación casi banal decir que el futuro es de los jóvenes, aun cuando también se da por descontado de la misma manera que no podrán construir este futuro sin asumir la heredad de las generaciones precedentes, sin "honrar al padre y a la madre" (cf. Dt 5, 16), que les han transmitido el don de la vida con los valores y los ideales más entrañables para ellos.
Pero la pregunta se vuelve más sutil e insidiosa, desde el momento en que de una meta que no está lejana, o cada vez menos lejana, ("tendréis un día el puesto que os corresponde") se pasa a la actualidad: ¿cuál es el puesto que tenéis ahora, en cuanto jóvenes? Efectivamente, aquí puede surgir alguna duda ante la evidencia de ciertos hechos: ¿cómo negar, por ejemplo, que a veces el mundo de los adultos tiende a excluir a los más jóvenes? ¿Cómo negar que hay en el mundo moderno muchas amenazas y peligros que los jóvenes advierten con mayor lucidez e inmediación, y como por instinto? Ante tales amenazas, ¿cómo desentenderse del interrogante crucial de nuestros días acerca del sentido general de la vida hoy: a dónde va el mundo?, y ¿a dónde llegará el progreso técnico científico con los innegables peligros que comporta?, ¿y cómo excluir la locura que lo trastorna todo en un conflicto nuclear?
Queremos que el progreso sea positivo, y no mortífero; que sea de todos y para todos, no solo para algunos; que sirva a la causa de la paz, y no a la de la guerra; que promueva hacia lo alto la autenticidad de la humanitas, y no rebaje ni degrade -nunca jamás- el divino destello en el hombre. Algunos de nosotros se sienten ignorados y marginados; no aceptamos soluciones que sean trámite y factor de decadencia; queremos ofreceros la fuerza de nuestra esperanza. La carga vital que hay en nosotros y es don de Dios, está disponible para una utilización que esté siempre en favor del hombre y nunca contra el hombre.
Actuar trabajando en la construcción de un mundo humano propio de los hijos de Dios
¿Y qué os corresponde a vosotros, queridos jóvenes? Yo diría, de acuerdo con todo lo que acabo de insinuar, que os corresponde una especie de función profética: podéis desarrollar una acción de denuncia contra los males de hoy, hablando ante todo contra esa difundida "cultura de muerte" que al menos en ciertos contextos étnico-sociales (afortunadamente, no en todas partes), se manifiesta como un peligroso piano inclinado de resbalamiento y de ruina. Mirad, es un derecho-deber vuestro reaccionar contra dicha cultura: vosotros debéis apreciar siempre y esforzaros por hacer apreciar la vida, rechazando las violaciones sistemáticas que comienzan con la supresión del que va a nacer.
Os lo repito de nuevo, queridísimos jóvenes: no cedáis a la "cultura de muerte". Elegid la vida. Alineaos con cuantos no aceptan rebajar su cuerpo al rango de objeto. Respetad vuestro cuerpo. Forma parte de vuestra condición humana: es templo del Espíritu Santo. Os pertenece porque os lo ha donado Dios. No se os ha donado como un objeto del que podéis usar y abusar. Forma parte de vuestra persona como expresión de vosotros mismos, como un lenguaje para entrar en comunicación con los otros en un diálogo de verdad, de respeto, de amor. Con vuestro cuerpo podéis expresar la parte más secreta de vuestra alma, el sentido más personal de vuestra vida: vuestra libertad, vuestra vocación. "¡Glorificad a Dios en vuestro cuerpo!" (1 Cor 6, 20).
La verdadera juventud
Si sabéis mirar el mundo con los ojos nuevos, que os da la fe, entonces sabréis salir a su encuentro con las manos tendidas en un gesto de amor. Sabréis descubrir en él, en medio de tanta miseria y tanta injusticia, presencias insospechadas de bondad, fascinadoras perspectivas de belleza, motivos fundados de esperanza en un mañana mejor. Si dejáis que la Palabra de Dios entre en vuestro corazón y lo renueve, comprenderéis que no es necesario rechazar todo lo que los adultos, y en particular vuestros padres, os han transmitido. Solo hay que discernir con sabiduría cada cosa, para descartar lo que es caduco y conservar lo que es válido y duradero. Más aún, descubriréis cuánta gratitud debéis a los que os han precedido, porque también ellos han esperado, luchado, sufrido. Y todo esto lo han hecho por vosotros. Esta es, en efecto, la verdad: las jóvenes generaciones de ayer, las de vuestros padres y vuestros abuelos, afrontaron fatigas, dolores, renuncias por vosotros, con la esperanza de que se os ahorrasen las pruebas que se abatieron sobre ellos. Quizá no han conseguido transmitiros la mejor parte de sí. Pero, si abrís los ojos, descubriréis el amor que ha inspirado sus intentos y lograreis reconocer en el pasado una fuerza más que un peso, una propuesta y una posibilidad más que un condicionamiento.
Función profética: denunciar la "cultura de muerte" y tomar conciencia de los propios límites
Tocamos así el núcleo del problema: vosotros mismos debéis sentiros responsablemente asociados a los adultos, promoviendo con ellos un esfuerzo conjunto para la eliminación del mal, de los excesivos males y colaborando a la instauración de los auténticos valores dentro de la sociedad actual. Precisamente aquí con el esfuerzo concorde de todos, puede hallar solución el problema mismo: más que realizar doctas discusiones sobre la relación entre las diversas generaciones, urge hoy una acción tanto más coordinada y solidaria cuanto mayores se han vuelto los peligros para todos. Así, al lado de los deberes de unos se colocan los deberes de los otros, y con los deberes los respectivos derechos.
Os corresponde a vosotros, en virtud de la innata sensibilidad que tenéis por los valores que Cristo ha anunciado, en virtud de vuestra alergia a los compromisos, afanaros, juntamente con quienes son mayores que vosotros y que no se han resignado a tales compromisos, para que superen las injusticias persistentes y todas sus proteiformes manifestaciones, las cuales, lo mismo que los males antes citados, tienen su raíz en el corazón del hombre.
Por otra parte, todo esto no tendría sentido, si no supieseis afrontar también una valiente autodenuncia, individuando los límites de todo lo que tienen de excesivo ciertas reclamaciones, venciendo la tentación, a veces insistente y siempre irracional, de la contestación total y de la eversión ciega. A vosotros os corresponde verificar si algún bacilo de esa "cultura de muerte" (por ejemplo, la droga, el recurso al terror, el erotismo, las múltiples formas del vicio) anida también dentro de vosotros y está allí contaminando y destruyendo -¡desgraciadamente!- vuestra juventud.
Queridísimos jóvenes, no lo olvidéis: vuestra denuncia respecto a las contradicciones del mundo de los adultos será tanto más eficaz y creíble, cuanto mejor sepáis daros a vosotros mismos, los primeros, el ejemplo de una voluntad templada en la rectitud y en la honestidad de una iniciativa madura, de una coherente fidelidad a las líneas positivas de la vida y a los valores consistentes que se llaman religiosidad, libertad, justicia, laboriosidad, corrección, colaboración, paz.
No basta denunciar: hay que hacer. Hay que comprometerse en primera persona, juntamente con todos los hombres de buena voluntad. en la construcción de un mundo que sea realmente a medida del hombre, más aún, a medida de los hijos de Dios. Con esperanza renovada cada día, debéis luchar, al lado de quienes antes que vosotros emprendieron ya batalla, para reparar el mal, consolar a los afligidos, ofrecer la palabra de la esperanza que puede convertir los corazones y llevar a bendecir en vez de maldecir, a amar en vez de odiar. De este modo, seréis testigos de la luz de Cristo en un mundo, donde las tinieblas del mal continúan insidiando peligrosamente a los corazones humanos.
Vuestro valor y vuestra fuerza serán tanto mayores cuanto mejor comprendáis que, en este combate entre la luz y las tinieblas, no nos corresponde determinar cuáles deben ser sus desarrollos y, mucho menos, cuál ha de ser su conclusión. Solo nos corresponde realizar en él nuestra parte con lealtad y coherencia, contando con la fuerza de Cristo resucitado, hasta que el Padre, que guía la historia hacia su trascendente destino, juzgue que ha llegado la plenitud de los tiempos.
Nuestra fe en Cristo muerto y resucitado
La verdadera fuerza está en Cristo, el Redentor del mundo. Este es el punto central de todo el discurso. Y éste es el momento de plantear la pregunta crucial: Este Jesús que fue joven como vosotros, que vivió ejemplarmente en una familia y conoció a fondo el mundo de los hombres, ¿quién es para vosotros? ¿Es solo un hombre, un gran hombre, un reformador social? ¿Es solo un profeta mal comprendido entre los suyos (cf. Jn 1,11), y, contestando en su tiempo (cf. Lc 2,34), y, por esto, condenado a muerte?
¿Es solo un profeta mal comprendido entre los suyos (cf. Jn 1,11), y contestado en su tiempo (cf. Lc 2,34), y, por esto, condenado a muerte? ¿O no es, más bien, el "Hijo del hombre", esto es, el hombre por excelencia, que en la realidad de la carne asume y resume las vicisitudes, las tribulaciones de los hombres sus hermanos, y a la vez, como "Hijo de Dios", las recata y redime todas? Yo sé que Cristo hombre y Dios es para vosotros el punto supremo de referencia. ¡Lo sé!
Es esencial, pues, creer en Cristo hombre y Dios: en Cristo muerto y resucitado; en Cristo redentor y que recapitula toda la humanidad. Si es viva e inquebrantable vuestra adhesión a Él, os resultará más fácil resolver los problemas -pequeños y grandes- que se presentan en vuestra vida, tanto de individuos, como de representantes de la nueva generación. En toda circunstancia de la vida jamás olvidéis que Dios amó tanto al mundo, que dio su Hijo unigénito por nosotros (cf. Jn 3, 16).
Buscad en vuestra fe las razones de esperar y el modo de reaccionar, que es propio de los discípulos de Cristo. Vigorizad, pues, vuestra fe, reavivadla si es débil. ¡Abrid las puertas a Cristo! Abrid vuestros corazones a Cristo, acogedlo como compañero y guía de vuestro camino.
En su nombre, estaréis en disposición de preparar un porvenir más sereno, más humano para vosotros y para vuestros hermanos. Está en vosotros, sobre todo en vosotros, consagrarle el tercer milenio, que ya se perfila en el horizonte humano.
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