Un hombre frente a otro hombre. La mano del ofendido tendida a recibir la del que había atentado. Alrededor el espacio vacío de una cárcel y entre ellos dos solo el perdón.
Era la tarde del 27 de Diciembre pasado, en la cárcel romana de Rebibbia, cuando el Papa encontró y abrazó a su agresor, el turco Alí Agca.
Existen imágenes, hechos, rostros que pasan tranquilos por la conciencia de los hombres, entran y salen sin dejar huella ninguna. Pero hay otros hechos, otras imágenes, otros rostros que sin embargo se fijan, permanecen y piden asilo en la vida de todos los días. El encuentro de Juan Pablo II con su agresor es uno de estos hechos. Lo vimos en los periódicos y en la televisión. Difícil de olvidar. Difícil no escuchar y no dejarse interrogar. Aquella tarde el perdón, y no otra cosa, ha llevado a los operadores de los mass-media al trabajo, ha tenido ciudadanía pública en la sociedad de los hombres. ¿Existe un espacio para el perdón en esta sociedad? ¿Existe un espacio en el corazón de los hombres para relacionarse con los demás? Y, sobre todo, ¿qué es el perdón?
¿Qué significado tiene ese gesto del Papa?
El perdón por esencia es el descubrimiento de la auténtica imagen del otro hombre, que permanece más allá de todo el mal que el haya podido realizar. Pues el hombre no coincide con sus actos, sino que es siempre algo más de lo que cumple. Existe un núcleo sagrado de la persona en que Dios mismo, a lo largo de toda la vida de un hombre, sigue poniendo a la vez Su propia imagen y Su propia esperanza. Perdonar es aceptar la manifestación de ese rostro interior del hombre. Por esto, para comprender en su raíz el gesto de Juan Pablo II, tenemos que enmarcarlo en la visión del hombre, imagen de Dios y camino principal de la Iglesia, que resalta en las encíclicas "Redemptor Hominis" y "Dives in Misericordia", y que el Año Santo de la Redención nos recuerda. En la "Redemtor Hominis" el Papa recuerda que Cristo es el rostro interior del hombre, la inocencia original se renueva en Cristo y solo en el encuentro con Él el hombre puede volver a sí mismo, puede volver a descubrir el fondo último de su propia persona, donde está su misterio y su dignidad de hombre. El perdón que un hombre ofrece a otro hombre, es pues, un acto de fe y de esperanza en el misterio que está en él; un acto que quiere llevarle a contemplar su profunda vocación a dejarse juzgar y perdonar por ella. En efecto cuando el hombre se da cuenta de la grandeza que lleva en sí, entonces experimenta a la vez el dolor, por la infidelidad que ha manchado su inocencia original, y la gratitud porque, a pesar de eso, su humanidad no ha acabado destruyéndose y su dignidad permanece.
Existe una justicia de este mundo que se apoya en el intercambio de los equivalentes: a cada uno se le da la exacta correspondencia del bien y del mal que haya hecho. Sin embargo esta justicia puede ser profundamente inhumana. En efecto, hay algo que le corresponde al hombre en cuanto hombre, independientemente del bien o del mal que ha cometido. Este algo es el respeto de su dignidad, de la imagen de Dios que hay en él: el hombre pertenece a Dios. Por esta pertenencia el hombre nunca puede perderse, nunca puede venderse totalmente a sí mismo, sea lo que sea, la suma del mal que haya realizado en el mundo. Siempre existe un último espacio sagrado que no es lícito quitarle, para resarcir las ofensas sufridas por parte de la sociedad y de los demás hombres. Este respeto y veneración última por cada hombre se convierte también en criterio que juzga la manera con que la sociedad procede, ejerce su justicia y establece las penas en su propia legislación.
Pero volvamos al gesto del Papa, para una segunda consideración. En su trayectoria personal Juan Pablo II ha tenido un don particular. El don de experimentar personalmente una terrible ofensa y de vivir en su propia carne el dolor de una herida mortal. Por esto el perdón que él vino a traer a la cárcel romana, siguiendo en esto el ejemplo de sus predecesores, adquiere una asombrosa elocuencia existencial ante los ojos del hombre moderno, se convierte en un auténtico testimonio. El hombre de hoy, que probablemente habría dejado pasar las palabras de la Iglesia sobre el perdón sin tomarlas demasiado en consideración, se para asombrado a mirar la imagen del Papa que perdona a aquél que intentó asesinarle. La palabra de la Iglesia sobre el perdón se ha convertido en algo que afecta e lo humano, porque se ha expresado en un hecho que ha invitado a cada hombre a descubrir aquella propiedad del corazón humano de donde ha brotado aquel gesto.
En esto consiste: la auténtica y original liberación del hombre. Nuestras cárceles están llenas de hombres, muchos de ellos jóvenes, que han pensado que otra liberación pudo ser más urgente que esta, y han empleado su existencia en la violencia y en el terrorismo. Y también nuestras ciudades están llenas de hombres que piensan que el hombre pueda ser liberado del hambre, de la miseria, del miedo, de la violencia a través solo de una técnica exterior, del progreso de la economía y de la ciencia, de una mejor administración y eficacia del gobierno. Para ellos, igual que para todos nosotros, mueva profundamente la advertencia del Papa en la cárcel de Ribbia: "No hay hombre que no tenga necesidad de ser liberado por Cristo; pues no hay hombre que no esté, de manera más o menos grave, preso de sí mismo y de sus pasiones (...) La auténtica novedad en la historia de cada uno de nosotros, así como en la historia del mundo, puede brotar solo de aquí, desde un amor como en la historia del mundo, puede brotar solo de aquí, desde un amor acogido y ofrecido, en humilde actitud de gratitud hacia un Dios que "por nosotros y por nuestra salvación" ha tomado carne (...) en una noche de hace muchos años, en Belén.
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