Mensaje de Juan Pablo II en la XVII Jornada mundial por la paz
Después de haber recordado la inmensa red de tensiones (entre el Este y el Oeste, el Norte y Sur, violencia, injusticia, violación de derechos humanos, falta de diálogo, acaparación de recursos) que convierten la paz en precaria hoy, el Mensaje sigue:
Ante estos enormes problemas propongo el tema de la renovación del "corazón". Se podría pensar que tal propuesta es demasiado simple y el medio desproporcionado. Sin embargo, pensándolo bien, el análisis delineado aquí nos permite llegar hasta el fondo de la cuestión, y es tal que pone en crisis los presupuestos mismos que amenazan la paz. La impotencia que tiene la humanidad para resolver las tensiones revela que los bloqueos o, por el contrario, las esperanzas provienen de algo más profundo que los mismos sistemas.
2. La guerra nace en el espíritu del hombre
Es mi profunda convicción, es una constante de la Biblia y del pensamiento cristiano, es, así lo espero, una intuición de muchos hombres de buena voluntad, que la guerra nace en el corazón del hombre. Es el hombre quien mata y no su espada o, como diríamos hoy, sus misiles.
El "corazón" en el lenguaje bíblico es lo más profundo de la persona humana, en su relación con el bien y el mal, con los otros, con Dios. No se trata tanto de su afectividad, cuanto más bien de su conciencia, de sus convicciones, del sistema de pensamiento en que se inspiran, así como de las pasiones que implican. Mediante el corazón, el hombre se hace sensible a los valores absolutos del bien, a la justicia, a la fraternidad, a la paz.
El desorden del corazón equivale al de la conciencia, cuando ésta llama bien o mal a lo que ella desea escoger según sus intereses materiales o su voluntad de poder. La misma complejidad del ejercicio del poder no impide que haya siempre una responsabilidad de la conciencia individual en la preparación, desencadenamiento o extensión de un conflicto; el hecho de que la responsabilidad sea compartida por un grupo no cambia nada el principio.
Pero esta conciencia se ve con frecuencia solicitada, por no decir esclavizada, por sistemas socio-pollticos e ideológicos que son también obra del espíritu humano. En la medida en que los hombres se dejan seducir por sistemas que ofrecen una visión global exclusiva y casi maniquea de la humanidad y hacen de la lucha contra los otros, de su eliminación o de su dominio la condición del progreso, quedan encerrados en una mentalidad de guerra que endurece las tensiones, haciéndose casi incapaces de dialogar. La adhesión incondicional a estos sistemas se convierte, a veces, en una especie de idolatría del poder, de la fuerza, de la riqueza; una forma de esclavitud que quita la libertad a los mismos gobernantes.
Más allá de los sistemas ideológicos propiamente dichos, son múltiples las pasiones que desvían el corazón humano, inclinándolo a la guerra. Por esta razón los hombres pueden dejarse arrastrar por un sentido de superioridad racial y un odio hacia los demás, también por la envidia, por la codicia de la tierra y de los recursos de los demás, o, en general; por el afán de poder, por el orgullo, o por el deseo de extender el propio dominio sobre otros pueblos a quienes menosprecian.
Es cierto que las pasiones nacen muchas veces de frustraciones reales de individuos y pueblos, cuando ven que otros se han negado a garantizarles la existencia, o cuando los sistemas sociales están atrasados con relación al buen funcionamiento de la democracia y de la participación en los bienes. La injusticia es ciertamente un gran vicio en el corazón del hombre explotador. Pero las pasiones se cultivan, a veces, intencionadamente. La guerra difícilmente se desencadena si las poblaciones, de una parte y otra, no sienten fuertes sentimientos de hostilidad recíproca, o si no se persuaden de que sus pretensiones antagónicas afectan a sus intereses vitales. Esto es precisamente lo que explica las manipulaciones ideológicas provocadas por una voluntad agresiva. Una vez que se desencadenan las luchas, la hostilidad no deja de crecer, porque se alimenta de los sufrimientos y atrocidades que se acumulan por ambas partes. Puede nacer de ahí una psicosis de odio.
Por tanto, le hecho de recurrir a la violencia y a la guerra proviene, en definitiva, del pecado del hombre, de la ceguera de su espíritu, o del desorden de su corazón, que invocan la injusticia como motivo para desarrollar o endurecer la tensión o el conflicto.
Sí, la guerra nace verdaderamente en el corazón del hombre que peca, desde que la envidia y la violencia invadieron el corazón de Caín contra su hermano Abel, según la antigua narración bíblica. ¿No se produce en realidad una ruptura aún más profunda, cuando los hombres se hacen incapaces de ponerse de acuerdo sobre la distinción entre el bien y el mal, y sobre los valores de la vida de los que Dios es autor y garante? ¿No explica esto quizá que el "corazón" del hombre vaya a la deriva sin llegar a hacer la paz con sus semejantes sobre la base de la verdad, con genuina rectitud y benevolencia? El restablecimiento de la paz sería también de corta duración y totalmente ilusorio si no se diera un auténtico cambio del corazón. La historia nos enseña que las mismas "liberaciones" por las que se había suspirado cuando un país se encontraba ocupado o con sus libertades conculcadas, decepcionaron en la medida en que los responsables y los ciudadanos mantuvieron su estrechez de espíritu, sus intolerancias, durezas y antagonismos. También en la Biblia, los Profetas denunciaron estas liberaciones efímeras sin que el corazón hubiera cambiado verdaderamente, sin que se hubiera "convertido".
3. La paz brota de un corazón nuevo
Si los sistemas actuales, engendrados por el "'corazón" del hombre, se revelan incapaces de asegurar la paz, es preciso renovar el "corazón" del hombre, para renovar los sistemas, las instituciones y los métodos. La fe cristiana posee una palabra para designar ese cambio fundamental del corazón: "conversión". En general, se trata de encontrar de nuevo la clarividencia y la imparcialidad junto con la libertad de espíritu, el sentido de la justicia junto con el respeto a los derechos humanos, el sentido de la equidad con la solidaridad mundial entre ricos y pobres, la confianza mutua y el amor fraterno. Es preciso, ante todo, que las personas y los pueblos adquieran una real libertad de espíritu para tomar conciencia de las actitudes estériles del pasado, del carácter cerrado y parcial de los sistemas filosóficos y sociales que parten de presupuestos discutibles y reducen el hombre y la historia a un campo restringido por fuerzas materialistas que se apoyan solo en el poder de las armas o de la economía, que encierran a los hombres en categorías totalmente opuestas las unas a las otras, que propugnan soluciones en una sola dirección, que ignoran las realidades complejas en la vida de las naciones, impidiéndoles tratar de ellas libremente. Es preciso por consiguiente replantear aquellos sistemas que conducen manifiestamente a un callejón sin salida, congelan el diálogo y el entendimiento, desarrollan la desconfianza, acrecientan la amenaza y el peligro, sin resolver los problemas reales, sin ofrecer verdadera seguridad, sin hacer a los pueblos realmente felices, pacíficos y libres. Esta profunda transformación del espíritu y del corazón exige ciertamente un gran coraje de la humildad y de la lucidez; debe llegar a la mentalidad colectiva partiendo de la conciencia de las personas. ¿Es utópico esperarlo? La impotencia y el peligro en que se encuentran nuestros contemporáneos les empujan a no retrasar más esta vuelta a la verdad, la única que les hará libres y capaces de crear sistemas mejores. Esta es la primera condición de un "corazón nuevo".
Son bien conocidos los demás elementos positivos y bastará recordarlos. La paz no es auténtica si no es fruto de la justicia, "opus iustitiae pax", como decía ya el Profeta Isaías (cf. ls 32, 17): justicia entre las partes sociales, justicia entre los pueblos. Y una sociedad no es justa ni humana si no respeta los derechos fundamentales de la persona humana. Por lo demás, el espíritu de guerra surge y madura allí donde se violan los derechos inalienables del hombre. Incluso cuando la dictadura y el totalitarismo sofocan por un tiempo el lamento de los explotados y oprimidos, el hombre justo está convencido de que nada puede justificar esta violación de los derechos del hombre; tiene el coraje de defender a los demás en sus sufrimientos y se niega a capitular ante la injusticia a comprometerse con ella; y, por muy paradójico que parezca, el que desea profundamente la paz rechaza toda forma de pacifismo que se reduzca a cobardía o simple mantenimiento de la tranquilidad. Efectivamente, los que están tentados de imponer su dominio encontrarán siempre la resistencia de hombres y mujeres inteligentes y valientes, dispuestos a defender la libertad para promover la justicia.
La equidad exige también que se refuercen las relaciones de justicia y solidaridad con los países pobres, y más en concreto con los países de la miseria y del hambre. La frase de Pablo VI: "El desarrollo es el nuevo nombre de la paz", se ha convertido en convicción de muchos. Que los países ricos salgan, pues, de su egoísmo colectivo para plantear en términos nuevos los intercambios y la ayuda mutua, abriéndose a un horizonte planetario.
Más aún, un corazón nuevo se entrega al compromiso de hacer desaparecer el miedo y la psicosis de guerra. Al axioma que pretende que la paz sea el resultado del equilibrio de las armas, opone el principio de que la verdadera paz no puede edificarse sin la confianza mutua (cf. Encíclica Pacem in terris, 113). Ciertamente se mantiene vigilante y lúcido para detectar las mentiras y las manipulaciones y avanzar con prudencia. Pero se atreve a emprender y reemprender infatigablemente el diálogo que fue objeto de mi mensaje del año pasado.
En definitiva, un corazón nuevo es el que se deja inspirar por el amor. Ya afirmó Pío XI que no puede haber "verdadera paz externa entre los hombres y entre los pueblos donde no hay paz interna, o sea, donde el espíritu de paz no se ha posesionado de las inteligencias y de los corazones...; las inteligencias, para reconocer y respetar las razones de la justicia; los corazones, para que la caridad se asocie a la justicia y prevalezca sobre ella: ya que si la paz... ha de ser obra y fruto de la justicia..., ésta pertenece más bien a la caridad que a la justicia" (Discurso del 24 de diciembre, 1930: AAS 1930, pág. 535). Se trata de renunciar a la violencia, a la mentira, al odio; se trata de convertirse -en las intenciones, en los sentimientos y en todo el comportamiento- en un ser fraterno, que reconoce la dignidad y las necesidades del otro, buscando la colaboración con él para crear un mundo de paz.
5. Llamada a los cristianos
La Iglesia vive el Año Santo de la Redención. Está invitada a abandonarse al Salvador que dice a los hombres, en el momento de realizar el supremo acto de amor: "Os doy mi paz" (cf. Jn 14, 27). En ella cada uno debe compartir con todos sus hermanos el anuncio de la salvación y la fuerza de la esperanza.
El Sínodo de los Obispos sobre la reconciliación y la penitencia ha recordado recientemente las primeras palabras de Cristo: "Convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1, 15). El mensaje de los padres sinodales nos muestra por qué camino debemos avanzar para ser de verdad artífices de paz: "La Palabra de Dios nos urge al arrepentimiento y al cambio de corazón, a buscar el perdón y reconciliarnos así con el Padre'. El designio del Padre sobre nuestra sociedad es que vivamos como una familia en justicia y en verdad, en libertad y en amor". Esta familia no estará unida en una paz profunda si no es a condición de que escuchemos la llamada de volver al Padre, y a reconciliarnos con el mismo Dios.
"Responder a esta llamada, cooperar con el plan de Dios es dejar que el Señor nos convierta. No contamos solo con nuestras propias fuerzas, ni solo con nuestra voluntad, que tantas veces nos falla. Que nuestra vida se deje transformar, porque "todo viene de Dios, que por Cristo nos ha reconciliado consigo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación" (2 Cor 5,18)
Descubramos de nuevo la fuerza de la oración: rezar es conformarnos con Aquel a quien invocamos, a quien encontramos, y que nos da la vida. Hacer la experiencia de la oración es acoger la gracia que nos cambia. El Espíritu, junto con nuestro espíritu, nos compromete a conformar nuestra vida según la Palabra de Dios. Orar es entrar en la acción de Dios en la historia; Él, que es su protagonista soberano, ha querido hacer de los hombres sus colaboradores.
Pablo nos dice de Cristo: "Él es nuestra paz, Él, que hizo de los dos pueblos uno, derribando el muro de la separación, la enemistad" (Ef 2, 14). Sabemos qué fuerza misericordiosa nos transforma en el sacramento de la reconciliación. Este don nos llena totalmente. Por tanto, si somos leales, no podemos resignamos a las divisiones y enfrentamientos que nos oponen, unos a otros, puesto que compartimos la misma fe: no podemos aceptar sin reaccionar, que se prolonguen los conflictos que rompen la unidad de la humanidad llamada a ser un solo cuerpo. Si celebramos el perdón, ¿podemos combatirnos sin cesar? ¿Podemos ser adversarios, invocando al mismo Dios vivo? Si la ley del amor de Cristo es nuestra ley, ¿podemos quedamos sin hablar y sin actuar cuando un mundo herido espera que vayamos al frente de los que construyen la paz?
Humildes y conscientes de nuestra debilidad, acerquémonos a la mesa eucarística, en la que Aquel que entrega su vida por la multitud de sus hermanos nos da un corazón nuevo, y donde Él pone en nosotros un nuevo espíritu (cf. Ez 36,26). Desde lo más profundo de nuestra pobreza y de nuestra confusión demos gracias por Él, porque nos une con su presencia y con el don de Sí mismo: Él "que ha venido a anunciar la paz a los de lejos, y la paz a los de cerca" (Ef 2, 17). Y si se nos concede acogerle, es deber nuestro ser testigos suyos, a través de nuestro trabajo fraterno, en todas las empresas de paz.
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