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Huellas N.02, Febrero 2022

RUTAS

La promesa de Dvorák

Enrico Raggi

Un corazón de niño, unos ojos enormes que saltan hacia la realidad, las horas pasadas en las estaciones de tren… Nos acercamos al músico checo de la mano de Alessandro Solbiati, compositor y pianista, que se confronta con la mirada de don Giussani

«Al fondo de la música de Antonin Dvorák habita la frescura más amada. Esas notas nos atraen, tiran de nosotros como la mano de una madre con su niño». Así une un verso del poeta Gerard Manley Hopkins y una reflexión de Luigi Giussani el compositor Alessandro Solbiati, pianista, profesor en el conservatorio Giuseppe Verdi de Milán y miembro de la Sociedad Italiana de Autores y Editores. Hace poco dedicó un ciclo al compositor checo en Radio3 (RAI), donde se hacía eco de algunas afirmaciones de Giussani recogidas en Spirto Gentil.

«La música de Dvorák da cuerpo y voz a una belleza que ensancha el corazón. Nosotros estamos acostumbrados a un tipo de belleza que más bien encoge el corazón, que nos hace sentir una ausencia, una nostalgia, el anhelo de algo que falta», escribe Giussani. ¿En qué consiste esta belleza?
En primer lugar, quiero destacar la maravilla que son las melodías de Dvorák, su lirismo evocador y memorable. Sus temas se graban de manera indeleble en la memoria, la dulzura y la fuerza de ese canto te cautivan de inmediato, la alegría de su creación contagia al oyente. En segundo lugar, me parece una «música llena de promesas».

¿Qué quiere decir?
Siempre «tiende hacia adelante», nunca queda replegada sobre sí misma. Vibra y suspira como un deseo insaciable. Quiere decir que no «encoge el corazón», sino que dilata su latido. Dvorák parece abrir los brazos para acoger su inspiración. No para apoderarse de ella, sino para devolvérnosla inalterada. En este sentido su melos «se extiende con amplitud», nos sale al encuentro y nos atrae de manera irresistible. Por último, Dvorák siempre es generoso en su entrega. No administra sino que prodiga. Deja que la partitura «se le escape entre las manos». Una vez que ha encontrado un tema, podría conformarse con ello y trabajarlo en profundidad, variando sus diversos parámetros (tímbrico, armónico, rítmico). Sin embargo, es como si cada vez volviera a empezar de cero, volcando en el oyente un aluvión de ideas. La belleza de su melodía tiene los rasgos de un ofrecimiento.

¿En qué sentido?
Llega como un don inesperado. Un regalo imprevisto, no calculado, benéfico. Uso palabras de Beethoven: «Las ideas llegan como un día hermoso, si Dios quiere», una experiencia que yo mismo he vivido muchas veces en mi composición. Quiero señalar que esta maravilla melódica suele ser patrimonio de corazones cándidos: Dvorák, Schubert, Mozart.

Como niños, podríamos decir. En este sentido Giussani afirma que la música del compositor checo está «impregnada de una ligereza que es propia del hombre sencillo (…) expresión de un corazón de niño, que no tiene nada que defender y que lo espera todo». ¿Dónde se reconoce este ser niño?
Podría poner muchos ejemplos, empezando quizá por los ojos del compositor: enormes, saltones, que se lanzan a la realidad. Durante toda su vida, igual que los niños, Dvorák se pasa muchas horas en las estaciones de ferrocarril observando trenes y locomotoras. Cuando a los 51 años pasa a ser director del conservatorio de Nueva York, queda impactado por la música afro–americana. Empieza a estudiar los espirituales, los llamados work songs, los cantos de las plantaciones. A menudo asiste con asombro a veladas de danzas al aire libre con los indios iroqueses y transcribe sus ritmos y entonaciones. También frecuenta la comunidad escocesa para aprender su repertorio. Toma nota de los himnos, marchas y piezas musicales de la Iglesia protestante. Todo despierta su curiosidad. La historia de su primera sinfonía nos muestra su corazón incontenible.

Cuente…
Tiene unas dimensiones enormes, la escribe a los veinte años y manda el manuscrito a un concurso (nunca se lo devolvieron). Dándola por perdida, en vez de desesperarse, en solo dos meses compone una segunda versión, de igual amplitud, energía, ímpetu creativo y exuberancia. De ahí mana la urgencia, el derroche y el ardor propios de un adolescente que se lanza hacia delante sin hacer cálculos. Tampoco carece de ciertos elementos descompensados, desatinados, prolijos o congestionados. Es la divina imperfección del ser. Pero dentro de ella arde la espera, quemando así cualquier resto de lamentación o queja.

¿Hombre sencillo o ingenuo?
Hay que acabar con ese equívoco. La ligereza de su música puede confundirse con superficialidad. Sin embargo, es transparencia, un faro que atrapa nuestra atención y ya no la suelta. Su sencillez suele confundirse con ingenuidad, pero es desmesura, locura, un salto hacia cosas nuevas e inauditas. Cuando don Giussani habla del «hombre sencillo», aunando intuición y profundidad, capta el núcleo de la cuestión. Quiero recordar que hasta los treinta años Dvorák es ignorado y sus obras no se interpretan. Pero esta falta de reconocimiento no logra restar ni un ápice a su apertura positiva hacia el mundo. Su biografía parece llena de límites, aislamientos, periferias, pero él no deja de amar esta finitud. No busca el éxito y cuando lo alcanza, en torno a 1875 (gracias a la ayuda de Brahms), sigue manteniendo un espíritu límpido y apasionado. La felicidad creativa de su producción demuestra gratitud, tenacidad, estima de sí mismo y del mundo. Dvorák me recuerda al príncipe Myshkin que describe Dostoievski: alguien puro, que dice “sí” a la vida.

El vínculo con el pueblo es otro factor que señala Giussani: «En la música de Dvorák revive la riqueza del pueblo».
Exacto. Dvorák siempre pone en evidencia sus raíces eslavas. Sus colores sinfónicos tan especiales, su típica indecisión rítmica, las constantes danzas moravo–bohemias (tetka, danza en doble tempo, kvapik, galope, skocna y vrtak, danzas binarias rápidas, la famosa dumka), sus tesituras orquestales tan particulares, en tonos medio-graves, sus continuos claroscuros y su insistente melancolía armónica. Su catálogo tiende hacia una dimensión colectiva. Nunca citaba un tema popular, sino que se “inventaba” melodías populares. Vivía tan inmerso en el espíritu del pueblo que su voz resulta auténtica, no reminiscente, como mero folclore o recuerdo. En el Stabat Mater, cuando invoca personalmente a la Virgen (Virgo virginum praeclara), usa un coro a cappella (la única voz en toda la pieza), como si fuera un humilde coro parroquial. No teme poner a danzar las voces al ritmo de una mazurca eslava o arrullarlas con una antigua pastoral navideña. Pone su dolor en manos de su gente. Dvorák no “pertenece” al pueblo checo; “es” ese pueblo. Giussani habla a este respecto de «música generada por una filiación que nos llena de gratitud». Miro todo eso con nostalgia porque me siento como un compositor desarraigado, sin un pueblo a mis espaldas.

¿Por qué?
Nací en Busto Arsizio, en una época y en un lugar arrastrados por la globalización sonora. No sé si mi voz expresa a una colectividad, me cuesta reconocer en ella raíces o descendencias directas. Cuando me encuentro con estudiantes sardos y sicilianos, o con compositores de Japón, China, México o Irán, sobre todo, vuelvo a percibir esos rasgos populares. Ellos casi se avergüenzan de su pasado. Yo, en cambio, les animo a no temerlo, a que hundan sus pies en la tierra de la que proceden, a sumergirse allí donde laten su alma y su sangre. Esta pertenencia da al arte un aire distinto.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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