Virgen Madre, hija de tu Hijo,
la más humilde y alta de las criaturas,
término fijo del consejo eterno.
Tú eres quien ennobleció tanto
la naturaleza humana, que su hacedor
no desdeñó hacerse su hechura.
En tu vientre prendió el amor,
por cuyo calor, en la paz eterna
así germinó esta flor.
Aquí eres llama meridiana de caridad
y abajo, entre los mortales,
eres fuente viva de esperanza.
Mujer, eres tan grande y tanto vales,
que quien desea una gracia y no recurre a ti
quiere que su deseo vuele sin alas.
Mas tu benignidad no solo socorre
a quien lo pide, sino que muchas veces,
liberalmente, a ese pedir precede.
En ti misericordia, en ti piedad,
en ti magnificencia, en ti se aúna
cuanto es bondad en la criatura.
Dante, Himno a la Virgen (Paraíso, XXXIII, vv. 1-21)
Luigi Giussani
El cristianismo es el anuncio del acontecimiento de Cristo, de Dios que ha entrado en el mundo como hombre.
El misterio ya no es «el incognoscible». En sentido cristiano, «misterio» es la fuente del ser, Dios, en cuanto se comunica y se vuelve experimentable a través de una realidad humana. Esta modalidad concreta ya no puede eliminarse, y sigue siendo decisiva para todos y para siempre. La Iglesia es la continuidad del acontecimiento de la Encarnación en la historia, lo que permite al hombre de hoy estar en relación con Cristo. Pero no se puede hablar de la Iglesia sin mirar a la mujer de la que nació y nace continuamente, María, Madre de Cristo. La Virgen fue elegida para ser y crear la primera morada, el primer templo de Dios en el mundo, del Dios vivo y verdadero. Fue elegida para ser la primera casa de Dios, el primer contexto, el primer ámbito, el primer lugar en el que todo era de Dios, del Dios que venía a vivir entre nosotros.
Cuando estuve en Palestina, en Nazaret, y vi los restos de la pequeña casa-gruta en la que vivía la Virgen, y leí una placa sin ningún valor en la que estaba escrito: Verbum caro hic factum est, el Verbo se hizo carne aquí, me quedé sobrecogido y como petrificado por la evindencia repentina del método de Dios, que ha tomado la nada, realmente la nada, para entrar en la historia. El verbo se hizo carne en las entrañas de una muchacha de entre quince y diecisiete años, como cada uno de nosotros ha sido carne en el seno de su madre.
A través de la maternidad de la Virgen, Dios se ha hecho parte de la experiencia humana, de la experiencia del yo humano y de cada acción que realiza. A través de María pasa toda la renovación del mundo. Igual que la elección del pueblo elegido pasó por Abrahán, el nuevo y definitivo pueblo de Dios, en el que Cristo nos ha llamado a participar, pasa por el vientre de una muchacha, por la carne de una mujer. Por eso María es la madre de los vivientes, y la felicidad de todos los hombres pasa y pasará a través de su carne y, antes aún, de su corazón, de su sí, de su fiat.
El fiat de María es abandono al Misterio, sella la justicia perfecta de una criatura frente a su Creador, el reconocimiento de una Presencia más grande que ella misma: esto es la fe. En María la fe se expresó con el fiat, que es como un soplo, como una nada, como nada era aquella pequeña muchacha. ¡Este enorme gesto, sin el cual toda la historia del universo habría sido distinta, era como un soplo! Fiat, el soplo de la libertad. Y la libertad es capacidad de adhesión al ser, al Misterio que invade nuestra vida. Fiat, «sí».
En la intimidad impenetrable de este gesto de libre aceptación está la clave del misterioso encuentro entre Dios y María, y la medida gigantesca de esta Mujer «bendita entre todas», de esta viandante victoriosa del camino humano, ut gigas ad currendam viam. Fiat: me adhiero a Ti, Señor. ¡Qué libertad tuvo María ante lo absolutamente «fuera de los esque-mas» que le estaba sucediendo, de lo que dependía el destino de todo el mundo!
El momento más impresionante de la lectura del relato de la Anunciación en el Evangelio es cuando el Ángel termina de hablar y la Virgen dice: «Sí, hágase en mí según tu palabra». «Y el Ángel la dejó». Pensemos en qué soledad, incluso psicológica, se encontró aquella muchacha en las nuevas condiciones en las que el Señor la había puesto, sin nadie más que lo supiera y sin nada en que apoyarse, en que apoyar una evidencia comúnmente humana. No había aparentemente ningún otro motivo, excepto la lealtad con su recuerdo. Podría haber dicho: «Habrá sido una ilusión, ha sido solo mi imaginación».
«Y el Ángel la dejó». La fe es precisamente esa fuerza llena de atención con la que el alma se adhiere al signo que Dios ha utilizado y permanece fiel a este signo, a pesar de todo. En esta fidelidad se alcanza el culmen de la fe: hecho de verdad de la razón, de lealtad con su propia historia (con lo que le acababa de suceder) y de fidelidad a la grandeza de Dios, que le había alcanzado con evidencia en un gesto.
La grandeza del hombre está en la fe, en reconocer la gran Presencia dentro de una realidad humana. Por haber dicho sí a la modalidad con la que el Misterio conducía las cosas, su vida es una luz de alba para todos nosotros y para todos los hombres hasta el final, como sintetiza admirablemente Dante en su Himno a la Virgen: «Aquí eres faz meridiana / de caridad; y abajo, entre los mortales, / fuente viva de esperanza».
Porque ella dijo sí, el Verbo se hizo carne, se hizo Presencia.
La Virgen nos introduce en el Misterio, es decir, en el sentido de nuestras jornadas, en el significado del tiempo que pasa; su mirada nos guía en el camino, su ejemplo nos educa, su figura constituye la imagen de nuestras tentativas. Madre generosa, genera para nosotros la gran Presencia de Cristo. Esa Presencia que renace continuamente de la carne de la Virgen nos consuela, nos perdona, nos conforta, nos alimenta, nos enriquece, nos regocija. Por eso a ella le pedimos todos los días que nos haga partícipes de su libertad, de su disponibilidad y de su camino.
La fórmula más sintética y sugestiva que expresa la autoconciencia de la Iglesia como permanencia de Cristo en la historia es: Veni Sancte Spiritus, veni per Mariam. Esta invocación afirma el método que Dios ha elegido y expresa el deseo arrollador de que coincidan la relación con Cristo, que es engendrado en el Espíritu, y la realidad, que es el seno de aquella mujer. Veni Sancte Spiritus, veni per Mariam: lo que sucedió hace dos mil años se recompone y se repite en todas las relaciones que marcan la trama de la vida de los hombres y la trama que está dentro de la historia, es decir, la historia de Dios dentro de la historia del mundo.
(de Por qué la Iglesia, Encuentro 2014, pp. 325-328)
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