Carta a Mikel Azurmendi
Amado mío, Miguel, lo que daría por que me discutieras cualquier cosa, lo que daría por oír un ronquido tuyo, lo de un abrazo, lo pido grande, grande. Te paso mi carta a los Reyes Magos, tiene tres peticiones.
Lo primero, pedir al Señor y a todo el paraíso que te cuiden, que te mimen, que tengan paciencia contigo, que te abracen mucho porque seguro que me echas mucho de menos. No llores amor mío, no llores, sigo amándote, sigo agradeciendo el camino recorrido juntos de la mano, volveremos a encontrarnos.
Lo segundo, tú que me ves, no me dejes, sigue haciéndote notar, que te sienta intensamente, acompáñame en el camino. Cuida de todos nosotros, de nuestros hijos Jaume y Nahiko, que están portándose maravillosamente. De nuestras familias, de tantos amigos que te necesitan y tantos desconocidos que sufren. Especialmente de Alejandra, de A, de W, de L, de F y M, de M y P, de P y M, de M.
Y lo tercero, le pido al Señor ser más de Él. Sabe de mi queja por haberme hecho tan imperfecta, sé que es una queja vana, pero ya sabes, es imposible esconderle nada. Que me convierta en una que le lleve por el mundo y actúe a través de mí.
Te amo con la locura de siempre.
¡Hasta mañana, amor mío!
Irene, tu paz
¿Por qué te cuento esto?
Llevo años desayunando cada 15 días con una amiga para charlar de vez en cuando, pero nada significativo. Empecé a quedar con ella cuando llegué aquí y no conocía a nadie. La semana pasada teníamos pendiente nuestro desayuno y la verdad es que yo tenía muy pocas ganas porque sabía que me esperaba una hora hablando del Covid o de los niños y poco más. Pero antes de salir recé el Ángelus para ofrecer mi tiempo, pues no me sentía libre para decirle que no. Tomamos café y empezamos a hablar. Me dijo de pasada que no estaba pasando por un buen momento, aunque sin darle mayor atención, pero yo sí, le pregunté por qué. Entonces, con bastante dificultad, reconoció que estaba preocupada por su hijo.
Empezó a contarme que notaba en él algo raro que le hacía pensar en el autismo, porque con diez años aún no agarraba bien el tenedor, que estaba muchas veces en su mundo, que tardaba en contestar o no se daba cuenta de lo que pasaba alrededor. Yo le dije que no debía tener miedo de esta circunstancia, que seguramente era una oportunidad tanto para él como para ella, que era mejor que llevase al niño a un médico y que un diagnóstico temprano podía cambiar la situación, que su hijo era muy querido y que su felicidad tampoco dependía de que fuese capaz de sostener un tenedor o ser igual a los demás. Nada excepcional.
Ella se puso a llorar y me agarró la mano pidiéndome disculpas porque estaba llorando y arruinándome el desayuno. Yo le dije que al revés, que había sido el desayuno más interesante desde que la conocía porque por fin me había dejado ver su herida, que yo no quedo con ella solo para pasarlo bien, sino que me interesaba conocerla así, entera y no solo en lo que me quiera mostrar. Que no me interesaba una máscara sino acompañarla, yo con mis heridas y ella con las suyas.
Después me contó lo duro que había sido el verano intentando ocultar todo el rato a sus padres y hermana la dificultad del niño. «No sé por qué –me decía– no quería que lo viesen, me agobiaba que se diesen cuenta de que no es normal y he pasado un verano tensa sin disfrutar de estar con mi familia. Y no sé por qué te lo estoy contando», me dijo de repente. «He salido de casa sin planearlo y nunca habría imaginado que llegaría a hablar de esto contigo después de todo el tiempo que paso ocultándoselo a mis seres queridos».
Llegué a casa agradecida y sorprendida de cómo el Misterio me utilizaba. Y al entrar me encontré a mi vecina Carmen, que lleva tiempo interesada por lo que nosotros vivimos y me preguntó directamente si mi entrega continua a los demás no me dejaba a veces vacía. En respuesta le conté lo que acababa de pasar y que antes de salir no tenía ninguna gana, pero el Misterio me había sorprendido otra vez esa mañana. Mientras le contaba cómo mi amiga me había pedido disculpas por echarse a llorar, Carmen me paró. «Tú estás tan acostumbrada a vivir contigo misma y a vivir toda unida con lo que has encontrado que no te das cuenta de la excepcionalidad que llevas. No es extraño que te haya pedido disculpas porque la gente realmente queda para pasarlo bien y para olvidar, para huir de la realidad. Tú tienes algo –añadió– que hace que la gente se quite el chubasquero y la máscara y se muestre como es. Y ese algo no pienses que es para convertirte en psicóloga porque no es eso, no es algo para hacer una consulta, es algo para el mundo, para que el mundo lo pueda disfrutar, en los desayunos, en las comidas, tomando copas».
La mirada aguda de Carmen me devolvió lo que yo vivo con una claridad que yo no tenía. Prácticamente a diario me suceden cosas, pero no siempre reconozco el origen y ella me lo devolvía. Justo por eso mi carrera cotidiana no me deja vacía. Al revés, me deja una gratitud increíble porque es continuamente la oportunidad de conocer la gracia que me ha aferrado y la belleza de una vida así vivida.
Cecilia, Sevilla
«¿Vuelves a elegirme?»
El 4 de agosto murió mi padre, después de estar internado quince días. Fueron días duros, y me daba cuenta de que había cosas que hacía o decía sin entender muy bien por qué. Por ejemplo, durante todo ese tiempo mi oración fue una sola, que aprendí hace tiempo de una gran amiga: «Señor, que todo esto que pasa sea para la conversión de mi padre, de mi familia y de todos nuestros amigos», y cada vez que una imagen de recuperación aparecía en mi mente, la abandonaba y volvía a rezar. Miraba y pedía también por otros. No quería tener imágenes en mi mente para poder decir con mayor seguridad que ante todo, esperaba aceptar Su voluntad.
Sin planificarlo, todos los días hacíamos con mi madre un momento parecido a la Escuela de comunidad para «pararnos y mirar», como dice Julián Carrón, pero sobre todo para no tener miedo a mirar de frente las cosas y las preguntas. ¡Había tanto que mirar! Los amigos que preparaban el rosario todos los días, los que se conectaban, los que volvieron a rezar debido a esta circunstancia… Una amiga que me dijo: «yo me alejé del camino de la fe por un gran dolor y es un gran dolor lo que me hace volver» y yo la veía rezar todos los días, tímidamente, con la cabeza agachada. Algunos amigos, con buenas intenciones, nos decían: «va a recuperarse, tened fe y rezad». Recuerdo a mamá un día que dijo: «¿Y si se muere, deja de ser un milagro todo lo que está pasando?».
Me he dado cuenta de que la fe que tengo es ante todo un don: dado por Él y también por mis padres, pero que también la construyo yo con mi “sí”, a veces tímido, a veces a regañadientes. El viento sopla afuera, el ruido del mundo se escucha afuera, pero a mi alrededor está esta casa de ladrillos que construí haciendo este camino, construyendo certezas; y en esta casa el ruido es menor, para poder escuchar al Señor que me pregunta: «¿Vuelves a elegirme?». Muchos amigos, e incluso nuestra familia, nos miraban asombrados por cómo estábamos viviendo todo esto, pero para mí todo lo que sucedía brotaba como una respuesta natural delante de lo que pasaba: sucedían cosas, había que tomar decisiones y nosotros respondíamos, sin darnos cuenta de que lo hacíamos de un modo que asombraba a los demás. En cambio a mí me sorprendía mucho más la cantidad de amigos que se movía a nuestro alrededor: los que diseñaron las tarjetas, los que las imprimieron, los que cantaron en la misa, los que viajaron, los que armaron todo para transmitir a los que no estaban, los del servicio del orden, los que estaban atentos a nosotros para que no dejáramos de comer… Cuando les daba las gracias me sorprendía diciéndoles que nada es obvio. Decir que sí, donar tiempo a los otros, ¡no es obvio para nada! ¿Cómo va a ser obvio el amor que sentimos el uno por el otro, si es un don?
La semana pasada me descubrí diciendo en la Escuela de comunidad que este “sí” al Señor no soluciona nada: no soluciona los problemas que tenemos por arte de magia, no nos saca la tristeza, ni mucho menos arregla las cosas del modo en que nosotros pensamos que tienen que arreglarse. La ganancia es que nos devuelve la libertad de poder mirar la realidad a la cara con paz. Pienso en esta “dificultad del camino” y miro el mío con cariño, porque amo la libertad que se nos da para ceder y decir que sí cada día. Si quiero, puedo quedarme enojada por cómo suceden las cosas aunque sepa que no me conviene, porque Él no hace nada pisoteando nuestra libertad. No es que haya algo grandioso en mí, no soy más que una pobrecilla; una pobrecilla que es profundamente preferida.
Flor, Santa Fe (Argentina)
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