Las fake news,Nietzsche, enamorarse... Nuestra relación con la verdad: historia de un concepto “demasiado incómodo” que vuelve a escena por una necesidad inextirpable de libertad
Hubo un tiempo, en la historia del nihilismo moderno, en que la “verdad” se convirtió, casi sin darnos cuenta, en una palabra embarazosa en el lenguaje público y sin duda molesta en el lenguaje privado. El propio concepto de verdad en el imaginario común se cargó de una pretensión difícilmente soportable, por lo incómodo que resultaba referirse a una perspectiva absoluta, vinculante e inmutable de las cosas. Apelar a una verdad constitutiva de la naturaleza humana o a la verdad ideal de un valor político choca casi siempre frente a la objeción de que, en realidad, se trata de una postura o de una opción particular que se despacha de manera ilegítima como algo universal.
Claro que el motor oculto de este tipo de objeción suele ir dictado por las circunstancias políticas y las perspectivas ideológicas, por lo que un mismo factor puede considerarse en algunos casos como una falsa “verdad” construida sobre la base de ciertos intereses de una parte de la población o de los gobiernos, y en otros casos se presenta como una verdad incontestable. No faltan ejemplos en el panorama europeo: el flujo de migrantes clandestinos procedentes del norte de África, la posibilidad del matrimonio homosexual, la licitud de disponer del fin de la propia vida o la de nuestros seres queridos cuando no se den determinadas condiciones de “calidad”, la obligatoriedad o arbitrariedad de las vacunaciones, o el reconocimiento de la identidad de “género” y no meramente “biológica” de la persona. Por no hablar de la postura negacionista de los que ponen en duda la verdad de la situación de emergencia creada por la pandemia de Covid-19, reducida a mera herramienta de control político-sanitario de la población por parte de los gobiernos y de ciertos lobbies.
Pero en las últimas décadas hemos visto un gran proyecto para librarse del peso individual y social de la verdad, abriendo paso a un sistema de interpretaciones múltiples del mundo pero no yuxtapuestas, lo que conlleva un arriesgado efecto retorno que contradice las expectativas iniciales de dicha liberación. Se trata del riesgo de liquidar la realidad o reducirla a lo que la cultura dominante decida que sea en cada ocasión. En efecto, la verdad siempre tiene un enorme peso social, pero no diría tanto en negativo (un riesgo “totalitario” que de hecho se ha verificado varias veces a lo largo de nuestra historia, cuando alguien decide lo que es real y lo que no, en función de sus esquemas ideológicos), sino sobre todo en sentido positivo, como salvaguarda y defensa de las libertades de la persona frente a la violencia de los prejuicios. El punto de inflexión está hoy a la vista de todos mediante la turbia cuestión de las fake news y su capacidad para orientar sutilmente el consenso y la propia percepción del mundo. En nombre del dominio planetario de la técnica, por el que ya nada viene “dado” en último término, sino que tendencialmente toda la realidad puede ser creada y controlada por parte de quien detenta el monopolio de la información digital –normalmente ligado a los intereses de las potencias políticas y económicas mundiales–, hablar de verdad ya no supone un deber sino una necesidad irrenunciable de la libertad.
En realidad, la preparación de esta especie de embargo lingüístico y conceptual del término “verdad” viene de lejos y, como suele suceder, el nihilismo tan difundido en nuestro tiempo es el resultado de un proceso que se ha desarrollado lentamente a lo largo de la historia del pensamiento. Pero nunca había sucedido en la filosofía occidental algo así, que podemos identificar en nuestra propia mente, como si usáramos un pantógrafo y pudiéramos detectar las grandes líneas trazadas por la cultura de los últimos siglos en nuestra manera cotidiana de vivir en el mundo.
Hay una experiencia que marca especialmente el pensamiento moderno respecto al problema de la verdad, descrita por Descartes en su Discurso del método (1637), cuando cuenta que, profundamente insatisfecho por la enseñanza recibida en el colegio jesuita de La Fle`che, basado en las disciplinas de la tradición “escolástica”, precisamente por no proporcionarle un criterio seguro para reconocer la verdad, decidió emprender un viaje para descubrir «el gran libro del mundo». Y apunta: «Siempre sentía un deseo extremado de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso para ver claro en mis actos y andar seguro por esta vida». Es significativo que para Descartes el motor de la búsqueda sea un deseo que no en vano califica de «extremado», porque es como la tensión de cualquier otro problema de la filosofía y de la vida: el deseo de la verdad, de llegar a entender, a tocar la realidad con toda su verdad.
Al principio de la modernidad, la verdad vuelve a ser un problema, más allá de las soluciones tradicionales, porque se reafirma como un acto deseante por parte de los seres humanos. Ese es el rasgo de la verdad: que es deseable y emerge en el yo como una necesidad irrenunciable para poder existir y realizarse uno mismo. En definitiva, la verdad es un problema de la vida. Solo poseemos la verdad en la medida en que la buscamos, la deseamos, tendemos hacia ella. Partiendo de este punto inicial, Descartes hizo luego su camino y desarrolló un método que asegurara una posesión lo más controlada y férrea posible del conocimiento del mundo, como el que es propio de un análisis matemático. Pero ese ímpetu inicial nunca ha dejado de fascinarme e interpelarme, y paradójicamente me ha permitido señalar una cuestión nunca resuelta en el propio pensamiento de Descartes: su identificación de la verdad del mundo como una gran máquina que se puede explicar geométricamente como una serie de relaciones cuantitativas entre magnitudes, sin otros fines posibles, ¿lograba satisfacer toda la amplitud de su deseo de verdad? ¿Agotaba toda la espera de verdad que estaba en juego en aquella inquietud del yo?
Cuando dos siglos después Nietzsche responda de manera claramente negativa a esta pregunta, se verá obligado por su radicalidad iconoclasta a demoler el concepto mismo de “verdad”. «Yo soy el primero que ha descubierto la verdad, debido a que he sido el primero en sentir –en oler– la mentira como mentira… Mi genio está en mi nariz» (Ecce homo, «Cómo se llega a ser lo que se es», 1). Esto también puede parecer extraño porque se suele presentar a Nietzsche como el gran deconstructor, el primero en desmantelar el concepto mismo de verdad. Solo que él pudo hacerlo precisamente porque volvió a percibir el problema de la verdad como algo irrenunciable. El comienzo de la crisis del siglo XX, una crisis transversal que afectó a las prácticas y disciplinas más diversas, desde las matemáticas a la literatura, la física, la psicología, el arte o la historiografía, reside en el hecho de que la verdad se convierte en un problema. La fórmula es ambigua porque no afirma tanto que ya no hay verdad, sino que el problema es la verdad, porque ha perdido su evidencia.
Pero la crisis no anula la pregunta inicial, de hecho la reabre: ¿de dónde viene este deseo, un deseo que ahora, al quedar insatisfecho, se carga de violencia? Este es el motivo que Nietzsche pone en boca del caminante protagonista de su pensamiento. «Un día, el caminante cerró con fuerza una puerta tras de sí, y se paró y lloró. Luego dijo: “Esta tendencia e impulso a lo verdadero, lo real, lo no aparente, lo cierto, ¡cómo me irrita! ¿Por qué me persigue precisamente a mí este sombrío y apasionado instigador?”» (La gaya ciencia, 309).
¿Por qué llora el caminante? Porque se siente acosado por el problema de lo real, por la exigencia de verdad que preferiría arrancarse de encima por lo mucho que le incordia, como un estorbo que no le deja “construirse” como le gustaría. Es algo parecido a una fuerza de gravedad, pero que al mismo tiempo le irrita. Siente toda la urgencia que conlleva, sin llegar a darse cuenta. (…)
La verdad no se puede concebir partiendo de un yo separado, desvinculado de la realidad; ni partiendo de una realidad necesaria pero sin la libertad del yo. La verdad reside en la relación. La relación es su problema, pues no se puede pensar solo como la suma de dos elementos ya constituidos cada uno por separado, sino como la manera en que cada uno de ellos es verdadero gracias al otro. Como saben todos aquellos que conciben la verdad como el fruto de un juicio del conocimiento, captar la verdad significa (según el famoso canon de Tomás de Aquino) sorprender la correspondencia o adecuación entre nuestro intelecto y la realidad (adaequatio intellectus et rei). Nosotros somos verdaderos y estamos en la verdad no porque nunca nos equivoquemos o porque nunca caigamos en falsedad, sino porque ya somos, desde siempre, manifestación de la verdad. Estamos en la verdad porque, aunque nos equivoquemos, “somos” relación con la realidad. Y la realidad “espera”, si se me permite la expresión, nuestra apertura para manifestarse en toda su verdad.
Hay un ejemplo sencillo pero eficaz que suelo poner a mis alumnos para reconocer esa verdad de nuestro yo que se abre a la verdad del mundo. Pongamos que te enamoras perdidamente de alguien que al principio no te corresponde, con la evidente consecuencia de una profunda tristeza e insatisfacción por tu parte. Pero luego, con el tiempo, y tal vez con algo de fortuna, la situación cambia y el otro (u otra) también se enamora de ti, correspondiéndote. Cuando te enteras, todo cambia y esa noche no consigues dormir, hasta tal punto te aferra esa novedad amorosa. Por la mañana, nada más despertar, ¿qué será probablemente lo que quieres hacer? Llamar o encontrarte con esa persona y decirle, explícita o tácitamente: “¡dime que es verdad!”, o: “¿entonces es verdad?”. Cada uno de nosotros está hecho para gozar de ese afecto junto –y en ese junto se juega todo– a su verdad.
Pude ver con más claridad el culmen apasionante de este ejemplo tan sencillo cuando me topé con un pasaje del gran teólogo y filósofo suizo Hans Urs von Balthasar, que en una de sus grandes obras, titulada precisamente Verdad del mundo (1985) escribe:
Aquella primera cuestión de si existe la verdad en general pudo parecerle semejante a la primera conversación de tanteo entre un joven y una muchacha cuyo resultado fue esta certeza: ella me ama. Pero sería un extraño enamorado el que se diera por satisfecho con la comprobación de este hecho y no lo convirtiera, como una puerta que de golpe se abre, en el punto de partida de una vida de amor que se inicia. En esa vida, la eterna pregunta entre amantes, la pregunta por su mutuo amor, será cada día nueva y viva; nunca se inquiere lo suficiente al amor porque él nunca se sacia de escuchar la respuesta ratificadora, y tras cada respuesta se abre una nueva pregunta, y tras cada certidumbre una nueva y más amplia perspectiva.
La verdad nunca es propiamente algo absoluto que se posee. Más bien es, sorprendentemente, algo que sucede y por lo que dejarse tocar.
(de C. Esposito, Il nichilismo del nostro tempo. Una cronaca, Carocci, Roma 2021)
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