«Una experiencia particular es lo que ordena la realidad». Desde Beethoven hasta el campesino armenio de Grossman, ¿cómo se da el conocimiento humano?
En junio de 2019, cuando el campus de Harvard ya estaba casi desierto porque los alumnos de grado habían terminado sus exámenes, un grupo de expertos en tecnología y musicólogos subió las escaleras de la Loeb Music Library, la biblioteca de música. Tenían una reunión en una de sus salas. Su objetivo era ambicioso: terminar la Décima de Beethoven. El compositor, al morir en 1827, había dejado solo algunos bocetos de una nueva sinfonía. En los últimos meses historiadores de la música y desarrolladores de Inteligencia Artificial creativa la han “completado”.
¿Podemos saber lo que el alemán iba a crear? ¿Conocemos el secreto de un compositor gracias al procesamiento de datos de toda su obra? Las dos preguntas nos llevan a una tercera que se ha hecho acuciante: ¿sabemos realmente qué es el conocimiento humano y qué distingue nuestra inteligencia de la “inteligencia” de las máquinas? Es la pregunta que planteaba hace unos meses James Lin, un directivo senior experto en digitalización, en un artículo para el World Economic Forum, Knowledge is power: why the future is not just about the tech. Según Lin, el éxito de la Cuarta Revolución Industrial y de la Inteligencia Artificial hace necesario que «los líderes del mundo de los negocios entiendan cómo se desarrolla el conocimiento» humano. Habría que distinguir, según este experto, entre el conocimiento fácilmente articulable, cuantificable, codificable, y el más propio de los hombres. La primera forma de saber se le puede asignar a las máquinas. Pero el «conocimiento intangible, ganado a través de la experiencia personal que acumula pericia e instintos básicos» no puede trasladarse a los algoritmos.
El rechazo a las vacunas entre cierta parte de la población occidental nos ha hecho entender cómo se adquiere ese conocimiento intangible que nos distingue de la Inteligencia Artificial. Antes de que estallara la pandemia, cuando el movimiento antivacunas ya se había extendido, la Organización Mundial de la Salud publicó el informe Vaccination and trust en el que explicaba cómo se toma la decisión de aceptar o rechazar la inmunización. Un caso práctico muy ilustrativo que echa por tierra la vieja idea de que decidimos después de haber adquirido datos universales sobre un problema. El estudio asegura que «los humanos no son perfectos procesadores de la información disponible». De hecho, «las emociones individuales pueden tener mayor impacto en la conducta» que los datos. Los juicios se formulan y las decisiones se toman no por haber realizado un exhaustivo procesamiento analítico de informes sino por otros factores. Por ejemplo, por los «hechos y ejemplos que de un modo inmediato se vienen a la mente», o por las «conclusiones que confirman la inclinación previa» de «emociones» (como el miedo, el enfado o la incertidumbre) –habría que añadir la sorpresa o el agradecimiento– o por aquello que considera familiar. «Si (alguien) ha oído recientemente a una fuente que considera creíble expresar una cierta opinión sobre la vacunación, evaluará la futura información a partir de esa fuente».
Es la relación de confianza con una fuente, una experiencia particular, la que ordena la realidad. Lo decía de forma mucho más poética James Baldwin en su Nothing personal (1964). «Supongamos, por ejemplo, que has nacido en Chicago y que no has sentido nunca el menor deseo de visitar Hong Kong, que solo es para ti un nombre en el mapa –señala el escritor norteamericano–. Supongamos que algo imprevisto te hace enamorarte de un hombre o de una mujer que vive en Hong Kong. Hong Kong dejará de ser instantáneamente un nombre y se convertirá en el centro de tu existencia.(...) Sabrás que allí vive un hombre o una mujer, sin el que no puedes vivir. (…) Te aseguro que descubrirás, mientras el espacio y el tiempo te separen de la persona que amas, una enormidad de cosas acerca de las vías marítimas, las líneas aéreas, las enfermedades y la guerra. Y sabrás minuto por minuto qué hora es en Hong Kong (siete horas más) porque alguien que amas vive allí».
Vasili Grossman, el autor de Vida y destino, no se enamoró de una vecina de Hong Kong, pero en los últimos meses de su vida viajó a Armenia y, sentado en una isba, quedó impresionado por un campesino en el que su fe «se había fundido con el borsch que cocinaba, con la ropa que lavaba, con las brazadas de leña que traía del bosque. (...) Ya no se trataba de Armenia, ni de Rusia, no había reflexiones sobre el carácter nacional o el genio, sino del alma de un hombre, aquella que se preocupó y atormentó en medio de las piedras y de las viñas de Palestina (…) y ese alma, esta fe, vivía en un viejo iletrado y mis ojos se llenaron de lágrimas porque esa fe me tocó, porque de repente comprendí su fuerza».
Comprendió Grossman a través del rostro y de los gestos de un campesino. Le tocó y comprendió. «Sentí una emoción en mi corazón que pocas veces he conocido», añade el ruso en Que el bien os acompañe.
En el homenaje al antropólogo Mikel Azurmendi, celebrado en el mes de octubre en Madrid, una de las personas que valoró su trayectoria subrayó precisamente el valor de esta forma de conocer, «basada en secundar lo que la vida pone delante», reflexionando sobre lo que se ha vivido (Ensayo y error es el título de la autobiografía del vasco), tomando conciencia de todos los factores implicados en la experiencia. Azurmendi llegó a usar este método de conocimiento después de un fatigoso camino: «mi búsqueda de la vida buena, al no hallar referencia empírica alguna, se había ido agotando entre argumentos de los diferentes autores ilustrados», señaló hace algunos meses. Este cansancio en el conocer solo fue superado por una admiración. «Solo puedes mirar algo –explicaba– cuando lo admiras». Esa admiración despierta el deseo de entender cuál es su origen, «las razones temporales y causales» del asombro.
Un método bien diferente del proceso propio de la Inteligencia Artificial y de la búsqueda de leyes universales de un modo frío y distante, a través de una supuesta deducción o inducción pretendidamente neutral. Se trata de una racionalidad dependiente de lo que sucede. Precisamente Azurmendi, en su último libro El otro es un bien, asegura que conocer, que «ser racional es ser dependiente de otros» y añade que «hay un trecho entre tener razones y ser capaz de evaluarlas como buenas o malas. Para ese aprendizaje el niño depende siempre de la presencia de otras personas». El niño y el adulto dependen de lo que les sucede.
El procesamiento de todos los datos sobre las obras de Beethoven, sin duda necesario y conveniente, siempre aportará menos «conocimiento intangible» que la emoción inteligente que suscita la catedral de notas de la Novena. El deseo y la nostalgia de poder hablar y vivir con la potencia expresiva, con la belleza que el compositor despliega desde el primer susurro, desde el primer arpegio descendente en “re menor” de su última sinfonía, son la respuesta a la pregunta a la que James Lin se hace sobre qué es lo específico del entendimiento humano. Cierta supuesta neutralidad, convertida en asepsia informativa, hace imposible conocer el mundo.
Lo saben bien los periodistas que viajan a un país en guerra o que quieren contar lo que realmente sucede donde viven: solo cierta vibración despertada por un suceso o por un acontecimiento permite asomarse a la complejidad y la riqueza de lo que está ocurriendo.
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