Te invito a cenar
Conocimos a Soraya hace unos años cuando le pedimos a Guadalupe hacer caritativa con ella. Queríamos aprender a vivir esta propuesta del movimiento y sacar todo el jugo posible. La primera vez que fuimos a verla me llamó la atención la relación que tenía con Guadalupe, cómo compartía la vida con ella. Las dos habían sido compañeras de habitación en el hospital durante un periodo de enfermedad difícil para ambas. Nada de eso explica necesariamente la naturalidad con la que se hablaban. Un día, cuando fuimos a dar un paseo con Soraya, viendo el atardecer fui a sacar una foto y exclamé: «Qué pena, no puede captar toda su belleza», y Soraya me dijo: «Y nunca podrá, porque la belleza la percibe y la vive cada uno de nosotros estando delante de ella, somos insustituibles». Ante una conversación a ese nivel, yo respiro y quiero pasar mi tiempo con alguien así.
El año pasado fuimos a su casa a llevarle la caja de alimentos de "Te invito a cenar". Qué alegría tenía en la cara, vino su hermano y su madre, y juntos vimos una parte del vídeo de retransmisión. Durante esta época ha sido difícil verse entre la pandemia y sus dificultades clínicas recurrentes. No obstante, una ocasión como la de "Te invito a cenar" ayuda muchísimo a tener un punto de referencia al que somos fieles.
Jota y Lourdes, Madrid
A fuego lento
Nos casamos hace seis meses después de 18 años viviendo nuestra relación “al baño María”, como nos propuso Julián Carrón allá por el año 2004. Por fin, en medio de este tiempo de pandemia y oscuridad, se abrió un punto de luz y de alegría: el Señor permitía que recuperásemos nuestra libertad para poder elegirnos el uno al otro y decirle sí, con la conciencia de dar este paso al matrimonio solo para seguir construyendo su Reino. Nos casamos el 5 de junio, rodeados de nuestros hijos –de uniones anteriores–, familia y amigos.
Evidentemente, estamos disfrutando mucho de la vida de casados, nos resulta increíble y la descubrimos cada día como un inmenso regalo. Este año estamos hablando mucho de esperanza. Para nosotros sería fácil e inmediato, ahora que por fin se ha resuelto, decir que hay esperanza porque el Señor responde a los deseos de nuestro corazón... y es verdad que Él ha estado grande con nosotros pero, ¿hubiéramos hablado de esta misma esperanza si no hubiera sido así?
La respuesta es: ¡rotundamente sí! Porque durante tanto tiempo de espera, y gracias a estar “cociendo esta relación a fuego lento”, lo que verdaderamente ha crecido es nuestra relación con el Señor. Hemos podido ver cómo nos acariciaba en muchas ocasiones de dura prueba, una y otra vez. Ha puesto en nuestro camino una compañía de amigos que han sido evidentes signos del Señor. Hemos sido testigos de hechos concretos que nos obligaban a levantar la mirada y a descubrirle en nuestro camino. Un camino no de espera, sino de maduración en la fe; donde poder mirar cada circunstancia con la esperanza y la alegría de quien dice sí al Señor, que le llama.
En estos meses, ya juntos en casa, van surgiendo otras pruebas grandes como la enfermedad grave de una hermana, pero la posición es la misma porque tenemos razones para la esperanza: la experiencia de que el Señor cumple nuestra vida. También en el dolor y la prueba. Estamos ciertos de que el Señor va a seguir acompañándonos en cada paso del camino, igual que lo ha hecho hasta ahora. El Señor siempre es fiel y se muestra, ¡por eso merece la pena esperar!
Mati y Tito, Madrid
Carrón y las columnas de Hércules
Probablemente, una de las páginas más memorables de don Giussani sea aquella en la que retoma la narración del viaje de Ulises hecha por Dante, para explicar cómo lo desconocido, el misterio que subyace a la apariencia, pone en movimiento toda la energía de la razón. Las columnas de Hércules eran para aquellos antiguos el límite de lo conocido, de lo frecuentado. A partir de ellas, empezaba el “más allá”. Entonces, dice don Giussani, «sintió que aquello no era el fin, que más bien era como si su verdadera naturaleza se desplegara a partir de aquel momento». Y don Giussani también habla de vértigo. Es cierto: estas son las cosas que siento cuando me encuentro frente a las columnas tan imponentes que son la carta de dimisión de Julián Carrón; esto, junto a un dolor que cala hondo.
Pero, ¿cómo hace uno para atravesar las columnas de Hércules y no morir en el intento? Otro amigo decía que no hace falta coraje, hace falta una Presencia. Misteriosa, como la que lucha con Jacob en la oscuridad, pero así de presente.
Cuando encontré el movimiento a mis 26 años, ya había tenido muchos naufragios, y en aquel instante entendí –de alguna manera– que el océano del significado que estaba más allá de toda columna había llegado a mí, era una Presencia y se había apiadado de mí. La única correspondencia real que había experimentado en toda mi vida, la imposible correspondencia. Desde entonces no hice más que buscarla, a tientas y a locas, cometiendo muchos errores, “de infarto en infarto”.
Desde el primer día que le escuché, Julián Carrón me ofreció un método, un camino. Yo no podía reproducir aquello, no podía generar en mí el asombro que tanto me había movido y que había marcado mi rumbo para siempre; tenía que esperar a que las grandes catástrofes sucedieran para que el gran Hecho saliera a flote. Carrón me propuso, me mostró y me hizo verificar un camino diario donde el que juzga siempre cada cosa (sin censura alguna) es mi corazón, el mismo que se sintió correspondido y sobrepasado cuando tuvo ese encuentro. Aquel del que yo no podía creer que don Giussani hablara, porque hasta ese entonces había sido para mí una fuente de angustia. Comprobé desde entonces que este corazón, puesto en camino, sopesando cada situación, cada herida, cada freno, cada pregunta, podía –puede cada día– reconocer en el instante, en el seno de la vida, ese origen que le hizo ¡finalmente! vivir.
Paradójicamente, frente a las columnas de su silencio, es el mismo Carrón quien me sigue indicando cómo atravesarlas. Su gesto lleno de libertad y desapego me invita otra vez a confiar absolutamente en mi corazón y en esta Presencia que no deja nunca de ser misteriosa, pero que nos ha salido al paso.
Con esto delante, ya siento más fuerte la urgencia de reconocer los lugares, las personas, los ojos que estén a la altura de la vida o de la muerte («el espectáculo de vuestro testimonio cotidiano, del que he aprendido constantemente y del que quiero seguir aprendiendo»). Hoy, más que nunca, no me interesa otra cosa. Nada que no esté a esta altura logrará conquistarme.
Lola, Buenos Aires
La importancia de un manifiesto
Ayer tuvimos la despedida de Leticia en la azotea de su casa. Mañana agarrará su furgoneta alquilada, todas sus cosas, sus dos perritos y su “mochila vital” cargada de deseos y se irá a otro lugar a seguir la vida. Yo no podré olvidarla nunca.
Hace unos meses me la encontré en el zaguán de mi casa con un gorro de lana, mascarilla, botas militares y dos perritos. Estaba leyendo el manifiesto de Navidad que ponemos desde hace años fuera de nuestra casa para mostrar al pueblo quiénes somos y de qué vivimos.
Me preguntó si aquella casa era una secta o algo parecido y yo le contesté que era nuestra casa, donde vivimos con nuestros hijos y que no era una secta. Le hablé del Movimiento (de vosotros, no de la jerarquía o de la estructura o de cuántos somos sino de las cosas que suceden entre nosotros) y de la Escuela de comunidad. La invité a que si tenía curiosidad viniera un miércoles.
Fue una Escuela excepcional; mis amigos contaron sus conversiones y el camino, no siempre inmediato, de adhesión al carisma y la vida grande que están viviendo sin que se les ahorre nada.
Ella salió diciendo que le había gustado mucho pero que nos jugábamos tanto la vida allí dentro que le daba pudor entrar nueva en el grupo y que probablemente no viniera más. Yo le dije que era al revés, que la sorpresa de los nuevos es lo que hace renacer lo que nos ha sucedido y que tantas veces damos por descontado. «Siéntete libre y muévete por el impacto de tu corazón» fueron mis palabras.
Leticia ha estado viniendo todo este tiempo a Escuela de Comunidad. Me ha retado en todas y ha puesto siempre en juego la verdad de mi fe. ¡Cuánto he aprendido con ella y qué agradecido estoy a su compañía en estos meses!
Ahora que se va, comprendo la importancia de un gesto tan aparentemente banal como es poner el manifiesto en la puerta de nuestra casa; tantos habrán pasado por delante sin ni siquiera mirarlo, otros lo miran dándolo por descontado porque «yo también soy cristiano». Pero ella se paró, lo leyó y esto ha sido ocasión (para mí) de conocer más al Señor.
Lolo, Osuna (Sevilla)
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