El padre Ignazio Lastrico, que lleva más de veinte años en Brasil, describe sus borrascas y sus estrellas. «Es Cristo quien te sale al encuentro. Te quedas con la boca abierta y guardas dentro de ti ese estupor que ha llenado tu corazón»
«Padre Ignazio, me han enviado su solicitud para ir a urgencias a acompañar a los enfermos de Covid. Tendrá que firmar un documento en el que asuma toda su responsabilidad», explica la administradora del hospital de Santana, municipio situado junto al río Amazonas en Brasil. Y añade: «¿Pero usted sabe lo que se va a encontrar? Estamos en una situación de confusión total». El sacerdote conoce a esta mujer, es madre de una niña de su parroquia, así que le suelta de golpe: «¿Y si su hija fuera uno de ellos?». Al cabo de un segundo piensa: «Estoy diciendo que se trata de mis hijos. ¿Quién me da un afecto tan grande?».
Ha pasado año y medio desde aquel día. «Lo digo con pudor, sobre todo pensando en los que más han sufrido, pero fue uno de los periodos más hermosos y fascinantes de mi vida. He experimentado que ser cristiano, dentro de la experiencia del movimiento, es algo que me conviene porque adquiero un afecto y una inteligencia ante la realidad que no nacen de mí», nos cuenta el padre Ignazio Lastrico. «Hay tres palabras que definen ese lapso de tiempo tan intenso: aparte de “afecto” e “inteligencia de la fe” añado “silencio”». Y las describe así.
Misionero del PIME (Pontificio Instituto de Misiones en el Extranjero), el padre Ignazio lleva 23 años en Brasil, donde ha sido párroco de casi 70.000 fieles diseminados por catorce iglesias. Precisamente en su parroquia de Santana, en 1960, el padre Angelo Biraghi, también del PIME, alojó a don Giussani en su primer viaje a Sudamérica. Aquel misionero tenía que caminar a veces hasta ocho horas atravesando un pantano para ir a ver a los seringueiros, que extraían el caucho de los árboles, adentrándose en la selva amazónica. Recordando esos días, Giussani decía: «¡Fíjate lo que es el cristianismo! Este hombre se juega la piel por uno, para ir a ver a uno que no conoce de nada y que nunca habría conocido en su vida, para llevarle una palabra y un gesto de amistad. El cristianismo nace precisamente como amor al hombre».
Hoy el padre Lastrico va a visitar a sus fieles en bicicleta. Hasta que estalló la pandemia y se suspendieron todos los desplazamientos. Todos encerrados en casa. Luego, el 12 de marzo de 2020, llegó la carta de Carrón a la Fraternidad. Para el padre Ignazio fue como la estrella que indica la ruta a los marineros. «Fue la primera luz, lo que yo necesitaba. Como dice Carrón citando a Ratzinger en ¿Hay esperanza? en la página 192». Lo repite de memoria casi al pie de la letra: «La vida es como un viaje por el mar, a menudo oscuro y borrascoso. Las verdaderas estrellas son las personas que han sabido vivir rectamente. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas». El 6 de mayo, en plena pandemia, durante una Escuela de comunidad por Zoom, Ignacio Carbajosa contaba desde Madrid que había dejado las clases para dedicarse a los enfermos. Más que una luz, era un faro deslumbrando sus ojos. «Me dije: ¿me quedo encerrado o empiezo a moverme? Seguí lo que pasó», cuenta el padre Ignazio. Así que contactó con Adriana, amiga y psicóloga del hospital, para ofrecer su disponibilidad para ir a la planta Covid. «De acuerdo, puede ser de gran ayuda», le respondió.
La primera vez que entra en urgencias, la doctora de guardia acude a su encuentro y le dice: «Justo le necesitábamos a usted». En una hora murieron tres personas. «Estoy en el lugar adecuado», pensaba. Aquella visita le sirvió para darse cuenta del caos al que se abocaba el hospital. Empezaban a faltar las medicinas, pero sobre todo el personal sanitario tenía grandes dificultades. De vuelta a la parroquia, llama a Raffaele Pugliese, gran amigo de su familia que había sido médico en el hospital Niguarda de Milán. Le cuenta la situación y su primera respuesta es: «No debes ir, es demasiado peligroso. Aquí tampoco sabemos mucho de este virus aún». Pero luego le devuelve la llamada: «Lo he estado pensando. Ponte en contacto con Amedeo Capetti, que se dedica a enfermedades infecciosas. Él podrá ayudarte». Durante los primeros meses de pandemia, el hospital Sacco de Milán, donde trabaja Capetti, es uno de los más expuestos pero, al recibir la llamada del padre Ignazio, Amedeo responde: «Ok. Organiza una videoconferencia y vemos cómo puedo echar una mano». «Ni siquiera sabía quiénes éramos, estaba hasta arriba de trabajo, pero enseguida se mostró disponible. Eso es lo que yo llamo inteligencia de la fe, que permite hacer cosas aparentemente imposibles. Para mí y para él». Se vieron durante una hora por Zoom, en la que la doctora de urgencias planteó mil preguntas. Los términos técnicos los traducía un amigo médico conectado desde Río de Janeiro. Fue una bocanada de aire fresco, una ayuda para ordenar ideas y entender el camino a seguir. Al cabo de unos días, Amedeo llamó al padre Ignazio: «Oye, he pensado hacer con mis amigos una recogida de fondos para ayudaros a comprar las medicinas y equipos que os empiezan a faltar». El misionero se quedó sin palabras. El mundo estaba en medio del caos, ¿quién se iba a complicar la vida por ayudar a un pequeño hospital perdido en la selva amazónica? «Para los médicos fue un gran signo», recuerda el misionero.
Todos los miércoles, el padre Ignazio va a la planta Covid. Enfundado, se acerca a los enfermos, recita una oración o una bendición. Nada más. No puede hacer más. «Estar con ellos. Estaba». Un enfermo de su parroquia le dice al verle: «Padre, hoy la jornada era hermosa, pero con su visita se ha vuelto maravillosa». Serán sus últimas palabras, pues al cabo de unas horas murió entubado. Una mujer encinta que cuida de su marido enfermo le llama: «Bendígame, padre». «Allí comprendí lo que significa ser presencia. No podía dar discursos, a veces solo podía mirarlos».
Todos los días se conectaba con sus fieles para rezar el rosario. Una noche el padre Ignazio les cuenta que en Italia hay una pastelería que ofrece gratuitamente brioches al personal sanitario. Y lanza la propuesta: «¿Por qué no hacemos algo parecido?». Durante tres meses preparan meriendas y desayunos para enfermeros y médicos. Cada uno da lo que puede, un zumo de fruta, un bocadillo. Todo bien envuelto y desinfectado. Tras las primeras entregas, médicos y enfermeros encuentran con la comida trocitos de papel donde leen: «Dios está con vosotros», «Sois nuestra esperanza». «Parece muy poco, pero estaban entregando a esa gente su corazón». A finales de julio, durante la fiesta patronal de santa Ana, el padre Ignazio celebró una misa de acción de gracias por aquel gesto tan sencillo.
Durante una visita al hospital, el misionero se encontró con María, una enfermera a la que muchas veces había pedido ayuda para los más pobres de su parroquia. Ella también había contraído el Covid y estaba aislada. Le pregunta: «¿Cómo está, doña María?». «Mi marido ha muerto hace una hora y a mi hijo le acaban de poner oxígeno. ¿Pero sabe una cosa, padre? En la vida todo pasa, este virus también pasará. Solo hay algo que no pasa: el amor con que Dios me ama». «Solo Cristo presente podía hacerle decir algo así. Y yo solo podía estar en silencio y contemplar Su obra», afirma.
Esta es la última palabra, la que menos te esperas: “silencio”. «Hace falta vivirlo para poder vivir», afirma. ¿Qué quiere decir? «Hacer memoria de mi relación con Cristo y dejarlo entrar en mi vida. No es automático, hace falta una educación. Todas las mañanas hago un rato de silencio. Antes del Covid me pasaba media jornada con las clarisas. Pero luego es Él quien te sale al encuentro: doña María, Amedeo, son los milagros de Jesús hoy. Te quedas con la boca abierta y guardas dentro de ti ese estupor que ha llenado tu corazón. Esto también es importante para mi vocación como párroco y misionero. Es más que ir al hospital: ser padre, es decir, interceder ante Dios por estas personas que se me encomiendan». De modo que el padre Ignazio reza todas las noches por las madres que vagan por las calles de Santana buscando a sus hijos delincuentes, o por un padre que no encuentra trabajo. «Por supuesto, hago todo lo que puedo por encontrarle un trabajo, pero pido a Dios que le dé una ocasión. Esa es mi primera misión».
A primeros de octubre, después de pasar una temporada en Italia, el padre Ignazio volvió a Brasil con un nuevo destino: Sao Paulo. «Estoy seguro de que otras estrellas me indicarán el camino».
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