Un joven profesor cuenta cómo ha vivido el equipe con los educadores de CL en vísperas de la vuelta a clase
Pocos días antes de que empezara el curso, me fui a La Thuile para participar en el Equipe del CLE (siglas que se refieren a los educadores de Comunión y Liberación). Iba cargado con la experiencia de mi primer año de docencia, con la memoria llena de descubrimientos, y con todas las preguntas que la vuelta a clase generaba y sigue generando en mí.
¿Dedicarme a la educación será mi camino? ¿Por qué vale la pena compartir la vida con mis alumnos? Los primeros años de trabajo, me digo, deberían ser los años de la ambición. Luego uno también podrá donar su tiempo y energía a los demás, cuando ya esté situado. Pero a veces me siento dividido entre el deseo de implicarme con la vida de los que me encuentro y el miedo, ¿no me perderé a mí mismo?
Al principio, estar con los educadores de CL agudizó mi sensación de desproporción. Estaba rodeado de hombres y mujeres que han decidido dedicar su vida a otros, son “santos”, mientras yo –pensaba– no siento ese ímpetu heroico que imagino que hay que tener. Si se implican con los bachilleres es porque ya deben estar “situados” y por eso pueden dedicarse al prójimo. Ellos sí, yo no. Presa de todas mis cuestiones sin resolver, aquí, en medio de tantos “expertos” en educación, me siento un intruso. Al terminar esos días juntos, me daría cuenta de que, según mi perspectiva, para educar haría falta un hombre que ya tuviera su deseo apagado, resuelto y aplacado, para poder dedicarse entonces a los demás. Mi hipótesis se iba a ver desmentida.
Durante las primeras horas, estas ideas me pesaban de manera punzante y difícil de ocultar, hasta que empecé a prestar atención a lo que iba sucediendo. Escuché las palabras de Francesco Barberis, responsable de Gioventù Studentesca, las de don Andrea, las de Carrón, que participó en un momento de la asamblea por videoconferencia. Me impactó ver cuántas cosas que se decían estaban a la altura de mi herida, resultaban muy pertinentes para el drama que estaba viviendo. «No se puede educar sin experimentar algo que simplifique la vida. Solo si yo soy aferrado hasta las entrañas en primer lugar, podré comunicar luego esta conmoción, la única capaz de remover el fondo del yo del que tengo delante», decía Francesco la primera noche. Y lo repitió en una conversación durante la comida. «Nuestro estar juntos, o nace del alma, de la plenitud que experimentamos, o acabaremos viéndonos exclusivamente para organizar cosas. En serio, ¿a quién le interesa eso?». Luego añadió Andrea: «El moralismo que nos caracteriza es para tapar el vacío que hay en nuestro corazón. Pero la realidad no nos desafía para que nos pongamos a hacer cosas inmediatamente. La primera cuestión es reconocer qué hay dentro de este corazón». ¿Y qué es este corazón? Es mi grito de salvación, de unidad en la vida, de plenitud total. Enseguida me di cuenta de que los profesores del equipe no habíamos sido invitados a un curso de reciclaje sobre los jóvenes de hoy, sino que se nos brindaba una ocasión para darnos cuenta de la existencia de este corazón como el punto más verdadero de uno mismo.
Hubo un momento que nos devolvió a todos especialmente la persistencia, obstinada e irreductible, del grito que brama dentro de nosotros pidiendo cumplimiento, en nuestros alumnos y en todos nuestros contemporáneos. César y Alfonso presentaron un recorrido por voces de periodistas españoles y escenas de series televisivas, algunas procedentes de la exposición del Meeting de Rímini “Una pregunta que quema”. El título del encuentro era una cita de la canción de Leonard Cohen, Anthem: «Hay una grieta en cada cosa, así es como entra la luz».
Bajo la mirada de estos dos amigos –allí donde algunos podrían leer desorientación, decadencia de los valores, nihilismo– las voces de los periodistas y los personajes de las series se convertían en un tesoro de valor incalculable: voces de hombres y mujeres gritando su necesidad de infinito, sin taponar su sufrimiento con discursos. Dejando al desnudo su vulnerabilidad desarmada, mostrándose, nos desvelan a nosotros mismos. La intervención de César culminó con las imágenes de Jules, la joven protagonista transexual de la serie Euphoria. Tras la angustia de una complicada búsqueda de identidad, lo que permanece intacto en ella es el deseo de ser amada. «¿Cómo he podido pasarme la vida construyendo esto, mi cuerpo, mi personalidad, mi alma, en función de lo que yo creía que los hombres desean?». Lo único que Jules querría es alguien que la ame incondicionalmente, «como te ve una madre antes de que tú llegues a ser cualquier cosa, te ama por lo que eres. No tienes que hacer más que estar ahí y existir», afirma el personaje en un momento dado.
Yo pensaba: al final, ¿acaso nosotros no somos también como Jules? Altivos, agotados por nuestros intentos de construirnos un rostro, sabemos reconocer cuándo alguien nos afirma por fin con una preferencia única. Qué deseable es mirarse uno mismo y los propios intentos con la ternura con que César y Alfonso miraban a estos periodistas y a estos personajes. Leyendo o mirando, no podemos dar por descontado cómo han llegado a captar con esta inmediatez ese punto de unidad que les une a todos ellos y a nosotros, en todo lo que vivimos: ese grito necesitado de la humanidad. Es evidente que pueden leer con esta profundidad los testimonios que nos muestran no en virtud de un cierto talento sociológico, sino por la familiaridad que tienen con lo humano. Si dejamos a un lado las banderas ideológicas, los que están lejos enseguida se vuelven cercanos.
La necesidad –la “grieta”– de los otros también es nuestra necesidad: de una satisfacción total, desbordante e ilimitada. Una necesidad en primer lugar nuestra, de los adultos, no un patrimonio solo juvenil. Sin embargo, en la experiencia cotidiana, cuando emerge este grito tendemos a expulsarlo. Porque cuando aparece –en forma de tristeza, insatisfacción, crujido– obstaculiza nuestros planes, no nos permite mantenernos a la altura de nuestra imagen. Nos da miedo que esa necesidad, al salir a la luz, nos invalide. Por eso se me ha quedado grabado cómo respondió Carrón a la intervención de una amiga en la asamblea. Ella, profesora veterana, compartió con todos la experiencia de un dolor que la acompaña desde hace años, una “herida” que al mismo tiempo agradece, porque es «el único lugar donde no soy presuntuosa, porque me lleva a pedir», dijo. En la respuesta de Carrón, la “grieta” –de cada uno de nosotros– era abrazada, tutelada, porque es la condición para relacionarnos con el único que puede sanar esta herida: Cristo. «Mi humanidad es el mayor recurso que tengo para este diálogo cada vez más profundo con Cristo. Solo quien recorra este camino será capaz de abrazar las heridas de otros». Es un vuelco respecto a mi manera habitual de mirar mi humanidad.
Hace un mes que empezó el curso, y con él todas las dificultades que conlleva volver a empezar (carreras, falta de tiempo…). Sin embargo, después del equipe, me sorprendo a mí mismo lleno de curiosidad y más libre cuando cruzo el umbral del aula, con unas ganas inesperadas de estar ahí. Tal vez, de algún modo, los chavales puedan notar que ahora al profe le cae más simpática su “grieta”.
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