Visitas juntos, invitaciones a casa y mucha provocación sobre el tema religioso. Bernardo narra su amistad con su compañero Dominik. Con una “confesión” inesperada…
Más de sesenta mil kilómetros al año recorriendo Alemania de arriba abajo. Bernardo, responsable comercial de una empresa italiana en Colonia, viaja mucho por motivos laborales. Kilómetros que a menudo recorre con sus compañeros. Son muchas horas de coche, codo con codo, hablando de los clientes, del oficio, cenas en los gastoff y desayunos de hotel. Es casi imposible no acabar sintiéndose un poco más amigos. Pero, entre un viaje y otro, lo que ha pasado entre Bernardo y Dominik es mucho más que eso. Tienen más o menos la misma edad, pero son muy diferentes. Dominik tiene toda la dureza típica de un comecuras teutónico, mientras que Bernardo es de una mansedumbre que no es solo cuestión de temperamento.
«Como hago con todos los compañeros que vienen de otras ciudades, siempre he invitado a Dominik a cenar a casa la noche antes de su marcha», cuenta Bernardo, que lleva un año viviendo en Colonia con su mujer y un hijo pequeño. «Él siempre ha venido, siempre cordial, aunque no perdía ninguna ocasión para pincharme sobre cuestiones referidas a la Iglesia y a la religión. Tengo que admitir que con él siempre he evitado hacer grandes discursos apologéticos. De vez en cuando le contaba lo que hacía con mis amigos del movimiento, pero sin la más mínima intención de convencerle de nada. Me parecía un hueso muy duro de roer».
En abril partieron para un viaje de cinco días. Tenían una serie de citas y una intensa hoja de ruta. Los descansos les sirven para conocerse mejor. «Dominik me contó que tenía pareja desde hacía mucho tiempo y yo hice el clásico comentario: “Bueno, pues ya estoy esperando la noticia, os toca ir a por el niño…”». De vuelta a Colonia, se despidieron: «Da muchos recuerdos a tu mujer y al pequeño». Luego Dominik, retomando el comentario de unos días antes, se puso serio y añadió: «Nosotros también tuvimos un hijo». Bernardo le deja hablar. Le cuenta que hace tres años su novia se enteró de que estaba embarazada y abortó. Él le dejó libertad para decidir, aunque desde el principio percibió la presencia de aquel hijo. Mientras habla, rompe a llorar, buscando con los ojos la mirada de Bernardo. «Me quedé en silencio delante de aquella herida, delante de ese corazón que misteriosamente se abría ante mí. En sus ojos veía la necesidad de alguien que le dijera que la esperanza no había muerto entonces, tres años atrás, con su niño». Bernardo lo abrazó, sorprendido por la libertad de su compañero. ¿Por qué le había querido confiar ese peso precisamente a él, con el que habría podido sentirse juzgado? Al separarse después de aquel abrazo, Dominik le dijo: «Me gusta mucho estar contigo, espero que podamos pasar más tiempo juntos».
Al cabo de unas semanas, los dos amigos volvieron a verse. Dominik estaba distinto, parecía haber abandonado un poco su pose más descarada. Le consulta sobre la oportunidad de pedir un aumento de sueldo a su jefe y, un poco turbado, le cuenta que ha empezado a sentir un “extraño malestar”. «Cuanto más intento poner en orden mi vida, cuadrarlo todo, incluso la perspectiva de tener un hijo, más me asaltan miles de preguntas. ¿Qué es lo que me pasa?». Bernardo le sonríe: «Mira, lo que me contaste en nuestro último viaje lo llevo desde entonces en mi corazón. También se ha convertido en una herida para mí. Ahora todas tus preguntas son lo más importante, también para mí. La fe que tengo es lo que me permite no dejar pasar las cosas que me pasan». Dominik le interrumpe: «Lo sé, por eso las quiero compartir contigo».
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