En Rochester, Minnesota, el verano llega más tarde de lo que dice el calendario. En junio las temperaturas siguen siendo bajas. Giacomo, sentado en el coche al lado de su madre, mira por la ventanilla el recorrido habitual del colegio a casa. Cuando pasan por el restaurante chino de comida rápida, Giacomo se fija en el gran aparcamiento. «¡Míralo, siempre está ahí!», exclama, señalando un coche viejo cubierto de carteles. En el más grande pone: “Soy un veterano de guerra. ¿Puedes ayudarme con la comida y la gasolina?”.
«¿Podemos llevarle algo?», pregunta Giacomo. Raffaella le mira asombrada, deben haber visto ese coche miles de veces durante cinco años, pero nunca le había pedido algo así. «Está bien, le preparamos en casa unos panini y volvemos».
A la media hora, Raffaella vuelve a circular por la avenida del restaurante. Pone el intermitente, entra en el aparcamiento y se para al lado del viejo coche. «Hola, le traemos algo». Sale un hombre, alto, con el pelo blanco y pocos dientes. Agarra la bolsa y mira dentro. Les da las gracias. Se llama Kevin, eso es todo lo que puede decirles. «Si me dices qué es lo que te gusta, te lo traigo el próximo día», le suelta el niño. «Me gusta todo. Que Dios te bendiga».
Raffaella y Giacomo emprenden el camino de vuelta a casa. «¿Pero cómo se te ha ocurrido parar?», le pregunta ella. «¿Te acuerdas de cuando estuvimos cocinando y trabajando para recoger dinero para los niños de Kenia? Luego el padre José nos dijo que a nuestro lado también había personas necesitadas, que tuviéramos siempre los ojos abiertos… Y hoy he visto a Kevin».
Al día siguiente es sábado y no hay clase. Giacomo invita a sus amigos a jugar en casa. Torneo de ping-pong y merienda. Mientras vacían los boles de patatas fritas, Giacomo les habla de Kevin. A todos les pica la curiosidad. «Yo también quiero ir, ¿no podemos ir ahora?», pregunta Emma, buscando con la mirada a la madre de Giacomo. Raffaella hace un cálculo rápido. Son ocho, si se aprietan caben todos en el coche. Abre la nevera y se pone a preparar algo. Emma mira el ramo de flores que hay en la mesa y dice: «¡Tengo una idea! También podemos llevarle unas flores».
Nada más llegar al aparcamiento, los niños saltan del coche. Antes de salir del suyo, Kevin ya está rodeado. «Kevin, estos son mis amigos, te hemos traído queso, tarta, fruta, y Emma también quiere darte estas margaritas».
Kevin, mudo, deja la bolsa en el asiento del copiloto y toma las flores. Las mira mientras intenta contener las lágrimas en sus ojos azules.
Se despiden de él con la promesa de volver todas las semanas. Mientras Raffaella se aleja con el coche, los niños no pierden de vista a Kevin, que sigue inmóvil con las margaritas en la mano. «¿Qué le pasa?», pregunta Giacomo a la tripulación. Maggie responde enseguida, antes de que a los demás les dé tiempo a abrir la boca: «Que esas flores, por encima de todo lo demás, le dicen que le queremos».
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