Los versos del poeta de Calcuta nos dicen que en cada gesto, en cada encuentro, resuena «un eco profundo». Podemos fingir que no existe, podemos no escucharlo, pero existe. Retrato de un hombre «que cae en la cuenta de que está frente a su Creador»
Hay hombres que saben abrir puertas de par en par, son capaces de crear puentes entre nuestra vida y todo lo grandioso y misterioso que nos rodea.
Rabindranath Tagore, nacido en 1861 en Calcuta, donde murió en 1941, fue un artista en todos los ámbitos. Renacentista en su curiosidad hacia todas las disciplinas; político al concebir el gesto artístico como una ofrenda que no puede dejar de tener en cuenta ciertas instancias sociales ineludibles; religioso, profundamente religioso al adentrarse en la vida con ese asombro enamorado que transforma la poesía en gesto de puro agradecimiento.
Algunos lo definirían como un gran poeta místico, pero cualquier adjetivo resulta inútil, pleonástico, cuando se trata de poesía. Sobre todo cuando tiene que ver con la búsqueda del sentido.
De familia muy rica, su padre, y primero su abuelo, abrieron comercios con Europa relativos sobre todo a grandes yacimientos mineros repartidos por toda la India, pero no solo obtuvieron prestigio por sus posesiones. Ambos eran muy activos en el ámbito cultural y religioso. Su abuelo fue uno de los fundadores de un movimiento espiritual, de sello sincrético, que fusionaba elementos del monoteísmo occidental con la tradición hindú. Su padre, en cambio, aparte de sus notables actividades empresariales, fue un reconocido intelectual y filósofo.
Tagore representa un cruce de culturas contrapuestas, empezó escribiendo en bengalí para abrazar luego el inglés, que le permitiría llegar a ser uno de los poetas más valorados en todo el mundo. Amado por Pound y Eliot, Premio Nobel en 1913 por «hacer de su pensamiento poético, expresado con sus propias palabras en inglés, una parte de la literatura occidental». El más occidental de los poetas orientales, por tanto, pero mucho más que eso.
En la mirada de Tagore, que también fue dramaturgo y músico, pintor y filósofo, conviven cristianismo e islamismo, panteísmo e hinduismo, su producción es ilimitada, de la tradición oral a los relatos, las novelas y los ensayos filosóficos. Sin olvidar las artes visuales.
Pero por encima de todos sus lenguajes, superior a cualquier otra lengua, la poesía, su compañera predilecta.
Poesía de compasión y de asombro, donde el dolor de los últimos y la melodía del cosmos se funden en un canto de amor a la creación.
Como en este texto paradigmático, extraído de la selección Gitanjali, que don Luigi Giussani cita en El sentido religioso. Aquí, visión e ímpetu lírico se aúnan.
«En este mundo aquellos que me aman
buscan por todos los medios
tenerme atado a ellos.
Tu amor es más grande que el suyo,
y, sin embargo, me dejas libre.
Por temor a que yo les olvide,
no se atreven a dejarme solo.
Pero los días pasan
el uno detrás del otro
y Tú no te dejas ver nunca.
No te llamo en mis oraciones,
no te tengo en mi corazón,
y, sin embargo, tu amor por mí
espera todavía el amor mío»
Un amor que todavía espera mi amor. Un amor que es campeón en libertad. Tan grande que no teme ser olvidado, negado, repudiado. Tagore intuye un amor horizontal, entre semejantes, una obediencia que corre el riesgo de traducirse en constricción, posesión, disminución de la libertad.
Luego está el amor que vive al término de una libertad totalmente vivida, experimentada, con una forma de obediencia que es la meta natural de la propia libertad.
Porque la obediencia enamorada a quien nos ama profundamente es un gesto definitivo de libertad. Se convierte en gesto de salvación.
Tagore es un depredador que busca en cada escondrijo de la existencia una obediencia que ofrecer libremente, no quiere vagabundear sin meta, sin destino. Eso no tiene nada que ver con la libertad, es más propio de los animales callejeros, que vagan fuera del camino, sin meta alguna. Él busca un amor humanísimo y al mismo tiempo sobrehumano. Que no requiere cadenas ni ataduras, sino que se nutre de una experiencia humana vivida totalmente, una búsqueda de sentido definitivo.
Sentirse llamados por este amor sobrehumano, reconocer en cada gesto o encuentro un eco profundo, que invita a seguirlo, a remontar, como un río hacia la fuente.
Este amor sobrehumano no podemos olvidarlo, podemos fingir que no existe, podemos no escucharlo, pero existe, va dentro de cada gesto de gratuidad y de amor. Como una invitación a convertir ese gesto en el principio del viaje.
En las dos adversativas, en los dos sin embargo, reside todo el aturdimiento de un hombre que cae en la cuenta de que está frente a su Creador, está frente al Padre de toda grandeza. Es el mismo asombro del hijo pródigo que se reencuentra con el abrazo de su progenitor, nuevamente acogido. Esperado. Tal cual. La vigilia del padre es un gesto clamoroso en un silencio absoluto. Sabe que cualquier palabra, cualquier intento, sería inútil. El hijo, ese hijo, solo volverá después de vivir su vida, después de cruzar el umbral del placer y toparse con la nada. Volverá siendo hombre. O bien nunca más volverá. Pero nada le hará interrumpir su vigilia.
«Y, sin embargo, tu amor por mí / espera todavía el amor mío».
Los dos últimos versos no resuelven la escena, más bien la dejan en suspenso. Porque el abrazo entre Padre e hijo no llega a consumarse, de por medio está el horizonte de este mundo, una distancia insalvable para los vivos. Pero padre e hijo pueden mirarse, prometerse.
El último verso contiene un adverbio temporal que niega el propio tiempo, pues ese todavía lleva dentro la grandeza del infinito. Tu amor por mí esperará siempre mi amor.
Tagore nos lleva de la mano para adentrarnos en un viaje, como un amigo que nos describe el lugar que nos espera al final del camino. El lugar donde libertad y salvación, esperanza y verdad, no podrán distinguirse, nuestro mundo, el definitivo, el que poblamos una generación tras otra.
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