Madrid. Una famosa escritora y columnista lanza desde las páginas de El País una provocación radical. Después del estado de alarma, estalla el deseo ardiente de poseer la vida. ¿Pero alguien se va a la cama feliz? ¿Y qué aprendemos de las cosas que nos pasan?
Como vivo en un barrio céntrico de Madrid, pude percibir, desde mi casa, el chupinazo de la salida del estado de alarma, el fragor de maremoto de la muchedumbre por las calles y su hambre insaciable de felicidad. Tantas ansias de quemar la noche, de poseer la vida. Asustaba ver que nos hemos olvidado de nuevo del virus, pero el tema de este artículo no es esta desmemoria irresponsable. Porque, por otra parte, la explosión de alegría me pareció muy comprensible.
Me pregunto, eso sí, cuántos se fueron contentos a la cama esa madrugada, solos o acompañados. Cuántos se sintieron decepcionados, rehenes como eran de sus expectativas. Cuántos volvieron a caer en la consabida insatisfacción del ser humano y en esa fastidiosa incapacidad que parece que tenemos para vivir lo cierto, lo tangible, la simple realidad. «Buscamos la felicidad pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una», decía el gran Voltaire, y es verdad: vamos dando tumbos. La pandemia debería habernos enseñado algo respecto a la vibrante y única verdad del presente, de este instante exacto en que vivimos, pero me temo que no aprenderemos nada. Lo he visto antes muchas veces, por ejemplo en amigos a los que diagnostican un cáncer y que, en la sobrecogedora clarividencia del susto, aseguran que la enfermedad les ha abierto los ojos y que, si salen de esta, nunca más volverán a desperdiciar el tiempo ni a preocuparse por tonterías ni a dejar de apreciar los verdaderos valores de la vida. Amigos que luego se curan (menos mal) y que a los pocos años vuelven a recaer en el mismo atropello mental, en la misma confusión sobre lo que son y lo que desean.
Y a mí me pasa igual. A veces me desespera constatar lo poco que aprendemos las personas, lo muchísimo que nos cuesta introducir una brizna de conocimiento en nuestra cabeza y lo fácilmente que podemos perderla. Verán, yo me sé la teórica. Aún peor: llevo años escribiendo sobre eso y dando doctos consejos sobre la necesidad de aprender a vivir el presente (porque no existe otra cosa, porque la vida es eso), pero son unas recomendaciones que en realidad luego no sé seguir. Y es que hay una diferencia abismal entre lo que uno piensa y la posibilidad de hacer que ese pensamiento te atraviese el cuerpo. Cuesta conseguir vivir conforme a lo que crees.
Así que por ahora aquí estoy, como casi todos, postergando inconscientemente la felicidad a un tiempo que siempre queda a desmano, un poco más lejos. Seré feliz cuando pase ese acto público que no quiero hacer y me incomoda tanto, me digo, por ejemplo, sin pensarlo plenamente, solo con una esquina del cerebro. Pero luego el acto llega y lo sobrevives y pasa y, hale hop, ahí han aparecido en el horizonte otros compromisos personales o laborales que te causan zozobra e incertidumbre y que vuelven a colocar tu meta de la dicha en un futuro al que jamás se llega, porque en la vida siempre habrá una cuota de zozobra y de incertidumbre y hay que saber navegarla asumiendo esto. Por cierto que también conviene aprender a decir que no a los compromisos que no te gustan, pero esa es otra historia.
Seré feliz cuando tenga pareja, seré feliz cuando pueda conseguir más independencia de mi pareja; seré feliz cuando tenga hijos, seré feliz cuando mis hijos crezcan y recupere mi vida; seré feliz cuando tenga trabajo, seré feliz cuando tenga menos trabajo. Sea como sea, siempre conseguimos fastidiarnos la realidad. Empequeñecerla, ensuciarla, llenarla de chirridos discordantes. De agujeros. La felicidad es una liebre artificial que nos lleva corriendo detrás de ella con la lengua fuera, y lo más estúpido es que somos nosotros mismos quienes le damos cuerda.
«Vivimos esta vida como si lleváramos otra en la maleta», decía Hemingway, un señor al que por cierto detesto. Pero tenía toda la razón: malgastamos de manera estúpida nuestros días posponiendo la conciencia plena de vivir a otro momento, como si el presente solo fuera una estación de paso, una etapa tediosa en nuestro agitado camino hacia no sé dónde. Se diría que estamos permanentemente subidos a la cinta transportadora de un aeropuerto, pasajeros en movimiento eterno hacia la nada. Seré feliz cuando llegue a destino. Pues bien, la mala noticia es que jamás se llega. Solo el hoy existe, el aquí y el ahora.
©Rosa Montero/Ediciones EL PAÍS, S.L 2021
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