J. Á. González Sainz
La vida pequeña. El arte de la fuga
Anagrama
pp. 208 - € 18
Este diario o cuaderno de observaciones ofrece una mirada sobre la realidad que permite descubrir la profundidad de las cosas sin necesidad de escapar de nada. Cada capítulo, escrito a partir de lo que se ve y se cavila, es un ejemplo de un uso pleno de la razón y de acercamiento a la realidad con la “sospecha” de que existe otra cosa.
El escritor revive, a sus 65 años, el momento en que por primera vez tuvo conciencia asombrada del mundo. Fue en una tarde lluviosa, sintió el asombro desde el cobijo de una leñera. El asombro por las cosas le hace decir yo y esperar algo que venga, algo que dé el sentido: «En aquel momento, al abrigo del aguacero bajo la tejavana y entre los troncos apilados contra los muros de piedra, quieto sobre el suelo de tierra de la leñera, todavía sin pero ya con, es decir, en el siempre de los ahoras, yo era el que está aquí con las cosas de ahí ensanchando el mundo con su asombro. El asombro del ahora. Va creciendo el mundo, va creándose, mientras somos capaces de mirarlo con asombro, y decreciendo -descreándose- en la medida en que perdemos esa capacidad de la mirada. Y el asombro es, por encima o por debajo de todo, asombro de existir ante lo que existe, comunión de existencia. Allí dentro, guarecido, aparte, ya no me mojo, pero veo caer el agua por el vano abierto de la puerta y sobre todo la oigo repiquetear contra la tejavana del techo y su visión -su escucha- me imantan lo mismo que me imanta el olor y el tacto de la madera, su incomprensible materialidad y su disposición y sus formas. Ese imán, aunque no pudiera saberlo ni se sepa quizá nunca lo suficiente, era ya una plegaria del lenguaje, la plegaria de que algo venga a nosotros desde otro reino y se haga una voluntad de sentido».
Sobre la memoria y esa sospecha que suscitan todas las cosas dice González Sáinz en estas páginas que «durante mucho tiempo me ha gustado especular con la idea de ir a vivir a un sitio donde -por seguir la triada de Camus- se trabajara, se amara y se muriera de otra manera. ¿De qué otra manera? “Con la sospecha de que existe otra cosa”, de que además de ganarse uno la vida como pueda, como adquirir hábitos, entre ellos el de envejecer, o tratar de divertirse de los modos que a uno le divierten, existe también otra cosa y esa otra cosa, que nunca se sabe muy bien qué es ni falta a lo mejor que hace, puede tener el poder de transformarlo todo, de hacerlo bueno o verdadero o embellecerlo todo, los hábitos y la vejez, el trabajo y el amor y el dolor y la alegría. Tal vez incluso la muerte. Pero Camus se deja decir que las ciudades “enteramente modernas” son las que han anulado esa sospecha. En ellas, “por falta de tiempo y reflexión”, dice, uno se ve “obligado a amar sin darse cuenta”. Amar sin darse cuenta, pienso, trabajar y morir sin darse cuenta, sin tiempo ni reflexión. Vivir sin darse cuenta, transcurrir un instante tras otro de nuestra vida sin caer en la cuenta de que cada uno de ellos es toda la vida mientras es y transcurre».
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