El 29 de junio de 1971 nacía el monasterio benedictino de la Cascinazza, a las puertas de Milán. Su prior describe el objetivo y la experiencia de este lugar, una historia donde «el origen es ahora»
Si el grano de trigo no muere
El silencioso transcurso de las jornadas nos lleva este año a una fecha importante en nuestro monasterio. El próximo 29 de junio, fiesta de los santos Pedro y Pablo, se cumplen cincuenta años de su nacimiento. Un aniversario que nos llena de asombro y gratitud por la fidelidad que Dios ha tenido con cada uno de nosotros y con este lugar. La chispa del inicio de este monasterio prendió a finales de los años sesenta en un abad de la Congregación Benedictina Sublacense, el padre Bernardo Cignitti, que haciendo suyas las palabras del papa Pablo VI invitando a una renovación de la vida monástica, convocó a todos aquellos que estuvieran dispuestos a participar en esta obra, y dedicó su vida al nacimiento de este monasterio. El suyo fue un verdadero sacrificio. De hecho, murió a los dos meses de la inauguración del monasterio, ofreciendo «su vida como abono para el nacimiento de esta nueva comunidad monástica».
Una cita providencial
Sobre este terreno fértil arraigaron enseguida las primeras vocaciones monásticas procedentes del movimiento de Comunión y Liberación, que luego crecieron con el tiempo.
Don Giussani siempre sintió la historia benedictina muy cercana a la del movimiento, por las implicaciones orgánicas del acontecimiento cristiano que destacan en ambas. De hecho, aquí la humanidad entera está empapada del anuncio de que Dios se ha hecho uno de nosotros, que está presente y nos reúne en un solo Cuerpo.
Por tanto, no estamos en el monasterio para vivir las consecuencias del encuentro inicial que tuvimos en el movimiento, sino para explicitar ahora, en unas condiciones bien distintas, lo que nos sucedió al comienzo. ¡El origen es ahora! Viviendo con sinceridad y pasión el seguimiento de Cristo, tras encontrarlo en el movimiento, es imposible dejar de verse atraídos por una plenitud de vida que procede de estar con Cristo y que reviste todos los instantes y circunstancias de la vida cotidiana, donando un significado nuevo a todas las cosas.
Existir para decir que solo Cristo salva, que Cristo basta, es una exaltación de lo humano. La vida monástica está llamada a testimoniar solo esto, a comprobar que todo es verdad ahora, que es posible una vida nueva ahora, como anticipo de una vida definitiva que ya empezó con la Resurrección de Cristo.
“¿Quieres venir conmigo?”. Esta fue la invitación con que el Señor entró en nuestra vida. Es una pregunta que no te deja escapatoria, una cita que no te puedes perder, donde todo nuestro yo se ve aferrado y llevado de la mano por Él, dentro del gran Misterio del Ser.
Nuestro “sí” se apoya desde entonces por completo en esta iniciativa Suya que nos guía y, con el tiempo, nos enseña a abandonarnos a Cristo y a amar como Él nos ha amado. Es un ofrecimiento total de nosotros mismos, para que Él disponga de nosotros como mejor le parezca. Superados por todas partes por Su venida, se trata de sumergir nuestro corazón en el Misterio con los ojos cerrados, con la máxima confianza y sencillez, tal como somos, pobres y pecadores, alegres por la utilidad que tiene incluso nuestra nada cuando está en manos de Dios. Y todo esto expresado en el silencio, si necesidad de palabras ni explicaciones, porque ya está todo preñado de respuesta, colmado por un don que solo debe ser acogido. El que ha sido llamado sabe hasta qué punto Su ofrecimiento supera al nuestro.
En el corazón de la Iglesia
La vida monástica no es por tanto un método particular para seguir a Cristo, sino que en el cuerpo de la Iglesia representa un signo paradigmático de esa entrega total a Cristo que es propia de todo bautizado. La comunidad cristiana –nos decía don Giussani– no siente nostalgia de “esta vida”, siente nostalgia de la manifestación de Cristo (cf. L. Giussani, Una dimora per l’uomo). Por ello, en el monasterio, la conversión a Cristo se convierte en un proyecto radical y totalizador. Eso significa que la oración, el trabajo y cualquier aspecto de la realidad expresan y dilatan la conciencia de que todo cobre vida dentro del cuerpo de Cristo. Este trabajo de asunción de la realidad según su verdadero significado exige una educación continua en la comunidad, que san Benito llama «escuela donde se aprende a servir al Señor». De hecho, a medida que nos adentramos en la fe y en la conversión, nos asociamos al sufrimiento de la pasión de Cristo, y el corazón se dilata dentro de un designio positivo para la existencia.
Aquí, entre estas cuatro paredes, donde Cristo ha plantado realmente Su cruz en nosotros, en este lugar que es Suyo, existe realmente la posibilidad, a través de este camino de obediencia, de morir para nosotros mismos y renacer a un amor verdadero. Hay que aceptar la muerte de nuestra propia medida para que la medida más grande de Otro se afirme en nosotros. Este es un renacer que nos permite descubrirnos hermanos, más allá de la carne y de la sangre. Por eso estamos llamados a dejarnos moldear por el Padre, a conformarnos a Su voluntad para expresar los rasgos auténticos del Hijo. De hecho, el nuevo “yo” germina en la cruz de Cristo cuando esta es abrazada y acogida. Aquí es donde tiene lugar el nuevo nacimiento: Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí (Gal 2,20).
La edificación del signo de la comunión
El 1° de mayo de 1990, cuando el arzobispo de Milán, Carlo Maria Martini –con el consentimiento de la Santa Sede– erigió nuestro monasterio en Priorato sui iuris de derecho diocesano, la Comunidad asumió su personalidad jurídica definitiva. Este hecho, en lugar de ser un punto de llegada, fue la ocasión de que cada uno pusiera en juego su propia libertad ante la vocación recibida, cada uno estaba llamado personalmente a ser responsable del incremento o extinción del carisma recibido gratuitamente. El objetivo por el que nació este monasterio, el sentido de su renovación, y por tanto la responsabilidad de cada uno, podemos hallarlos en las palabras de quien dio comienzo a esa experiencia monástica, el abad Bernardo Cignitti, cuando decía: Pensemos en una familia monástica benedictina sencillamente, donde sea evidente y visible en primer plano la comunidad como “signo de Cristo”, donde todos los hermanos estén al servicio de la caridad, donde la comunión fraterna sea una realidad que se vive, se sufre y se rehace nuevamente cada día.
Lo que se propone es la comunión como acontecimiento de Cristo, ya presente, en acto entre nosotros. Ciertamente, no es el fruto de una capacidad nuestra, lo que somos no es el resultado de lo que construimos, sino el reconocimiento de Alguien que nos ha sucedido y nos ha puesto juntos. La fe en Él es lo que nos re-construye continuamente mediante Su fidelidad y Su misericordia. Se trata por tanto de permanecer dentro de este método original de Otro que nos hace y nos genera para revivir hoy la misma experiencia del inicio. Por eso miramos al carisma del movimiento de CL, para vivir hoy con más potencia el carisma de san Benito. Esto sucederá en la medida en que estemos disponibles a sumergir todo nuestro rostro en el de Cristo, dentro de lo que Él nos indica, dentro de las circunstancias a través de las cuales nos pide que lo amemos ahora. Vivir el presente como designio de Dios significa no saber qué pasará mañana, pero saber que el mañana vendrá de nuestra obediencia de hoy. En este trabajo, el de ser leales con el signo de la vocación, es donde se nos permite descubrir una familiaridad impensable con el Misterio, una amistad y una unidad entre nosotros humanamente imposibles.
Lo que buscaba cada uno de nosotros es un Hecho presente que nos ha encontrado y reunido en este lugar para ser su Cuerpo visible en el mundo. Desde hace cincuenta años, cada mañana al despertar, esta compañía, con su mera existencia, nos trae el anuncio del Destino presente, dispuesto a entregarse a nosotros a pesar de todos nuestros errores. Una vez me dijo don Giussani: «Si no apuestas, no ganas nada». Entonces comprendí que nuestra pertenencia a Cristo nace del sacrificio de uno mismo que hace nacer al otro. Dentro de ese perdón que se acoge, caen las barreras entre nosotros. Surge así el milagro de un afecto capaz de abrazar al otro y de construir una casa que llega hasta los confines del mundo, eliminando toda extrañeza.
Testimonios desde el monasterio
Quien vive, encuentra
Si la obediencia a la historia que me cautivó me llevó a decir: «Si no entro en el monasterio, pierdo todo lo que he encontrado», ahora puedo decir que no solo no he perdido nada, sino que ha habido un salto cualitativo, por el que la autoridad y preferencia que me hicieron empezar (es decir, el encuentro inicial con el movimiento) se han ido incrementando con el tiempo, lo que me hace estar cada vez más agradecido por el encuentro que he tenido, experimentando una “identificación” cada vez mayor con aquella preferencia original, y comprenderla cada vez mejor. En el monasterio he podido redescubrir más claramente esta potencia totalizadora del inicio. Lo que me pasó al principio vuelve a suceder en el monasterio. Ahora el movimiento ya no es el conjunto de todos esos gestos en los que antes podía participar, sino una vida que se comunica, el Acontecimiento de Cristo en mí. Estoy aquí, en el monasterio, porque aquí el inicio se reaviva continuamente. De hecho, decía don Giussani, «cuando un carisma se encuentra con otro carisma, no lo excluye, sino que lo abraza, lo potencia, lo reaviva». Esa humanidad que encontré al principio empieza a coincidir conmigo. Giovanni
Oración y testimonio
Cuando a las cinco de la mañana, algo somnoliento, bajo al oficio de lectura, suele resonar en mí un verso de Dante que me acompaña desde hace muchos años y que vuelve a recordarme la tarea: La esposa de Dios surge al madrugar al esposo para que le ame. La Iglesia, es decir nosotros, va a “despertar” al Señor cantando sus alabanzas para poder recibir esa Mirada amorosa que le da vida. En realidad, a los pocos salmos, te das cuenta de que Él ya estaba allí esperándote. Esas palabras milenarias que se te ponen en los labios, las mismas que rezó Jesús, te desplazan más que cualquier intento tuyo, porque leen toda tu humanidad en toda su profundidad. Y, aunque te distraigas, ahí está el cauce de la comunidad que prosigue en la oración y –como en la vida cotidiana– espera tu regreso.
O bien, durante la jornada, el toque de la campana cuando te llama al coro y te interrumpe cuando estás inmerso en un trabajo o en una lectura apasionante, pero precisamente por esa interrupción llega mi salvación, porque me recuerda dónde poner mi consistencia, mi esperanza, y me permite recuperar el Significado de lo que estaba haciendo, devolviéndome un gusto más pleno.
Además, justo en este año de pandemia, desde que nadie puede participar en nuestros momentos de oración, cuando el mundo entero se ha suspendido, ha ahondado en mí –paradójicamente– la conciencia del alcance universal que tiene este gesto. Estamos aquí por todos, en representación del grito, la pregunta y la alabanza de toda la Iglesia, de toda la humanidad, aunque nadie nos vea. Matteo
La misericordia es un lugar
En un momento histórico como este, marcado por la crisis del Covid19, me pregunto: ¿qué es lo que mantiene hoy en pie esta Casa? ¿Y qué me mantiene en pie a mí ahora? Este monasterio existe porque hay Uno que está presente, que ha querido y quiere esta Casa para poder encontrarme, para poder construirme, para hacerme ser yo mismo. Para que yo pueda ser feliz. Para mí, esta es una cuestión decisiva porque solo tengo esta compañía, estos hermanos –que no he elegido yo, que me han sido dados– para poder caminar. Llevo siete años en la Cascinazza y siempre tengo la sensación de hundirme en mis límites, pero con el tiempo cada vez me veo más acogido precisamente en mis límites. Cada vez me descubro más hombre. Te descubres haciendo cosas que nunca te habrías imaginado, por ejemplo cortando la hierba de las zanjas, y luego empiezas a trabajar de otra manera diferente a como tú habrías pensado, siguiendo el criterio de otro. Y vives una alegría que no es fruto de un esfuerzo especial por tu parte. Giorgio
Nacidos el mismo año
Nací en 1971, justo igual que la Cascinazza, hace 50 años. Desde los 27 estoy en este monasterio. Hace poco, Matteo, un joven campesino, vino a sembrar maíz en nuestros campos. Durante la pausa para comer me preguntó un poco sobre nuestra vida. Impresionado por lo que le conté, no lograba entender cómo una vida como la nuestra, “encerrada en un agujero”, podía tener sentido. Luego, de repente, durante un descanso, me dijo: «Tú estás con el Señor el día entero, 24 horas, yo en cambio solo estoy con mi mujer dos horas al día». Yo también me quedé impresionado por esta afirmación suya, y reconozco en él esa misma Presencia que Matteo ha visto en mí. Esa Presencia que me hizo dar mis primeros pasos en mi familia, en el movimiento, en la llamada del monasterio… y luego el descubrimiento de este lugar, creado por el Señor para mí, para amarme, para cumplir mi humanidad dentro de esta misteriosa continuidad con el primer encuentro. Fabio
La obediencia como método para vivir
El método más importante para vivir en el monasterio es la obediencia, como Cristo obedecía al Padre. La obediencia tiene dos características: debe ser total y libre. “Total” porque si yo decido hasta dónde obedecer, o dónde es importante y dónde no, eso quiere decir que no estoy obedeciendo a otro, me estoy siguiendo a mí mismo. “Libre”, y también alegre, porque en el fondo reconozco que yo solo no puedo hacerme feliz. Entonces, por esa pasión por que mi vida se cumpla, decido entregarme a quien va por delante en el camino y sé que puede conducirme hacia la meta. Stefano
El mensaje
Queridísimo padre Sergio y amigos monjes de la Cascinazza:
Agradecido por el bien que hacéis a mi vida, celebro con vosotros el inicio de una nueva etapa en vuestro camino, convencido de que lo mejor aún está por llegar.
El Espíritu de Cristo ha tomado el «sí» de cada uno de vosotros y ha generado el milagro de una unidad, en vuestro yo y entre vosotros, que de otro modo sería imposible. Vosotros dais carne y sangre a lo que os decía don Giussani: «El monasterio es como la vida del hombre en el umbral de la eternidad, es decir, es el momento en que la humanidad empieza a ser ella misma porque toma conciencia de su origen, de su consistencia y de su destino, de su fin».
Os deseo que estéis cada vez más disponibles para secundar la manera en que el Misterio se ha hecho y se hace presencia atractiva en la vida de cada uno de vosotros, de tal modo que –a imitación de la Virgen– siempre podáis ser, para toda la gente que se os acerca, «fuente viva de esperanza».
Vuestro hermano en Cristo, Julián Carrón
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón