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Huellas N.06, Junio 2021

PRIMER PLANO

Lecturas. El resto de aquel plan

Franco Nembrini

El amor que precede a la culpa mediante los ojos de Manzoni, Milosz, Dante… «Cuando se perdona de verdad, ya no queda nada que perdonar»

A veces pensamos que el perdón nace de la bondad: te perdono porque soy bueno y por eso, cuando te equivocas, cuando haces daño, soy capaz de “cerrar un ojo” y dejarlo pasar.
Pero no funciona así, no se trata de eso. Porque el perdón es un amor, no una condonación.
Hace años, varios amigos, fumadores empedernidos como yo, durante la Cuaresma hacíamos la promesa de no fumar. Mucha gente me decía: «¡Pero mira que eres tonto! No has fumado durante 46 días, ¿por qué no sigues?». Yo trataba de explicar que si puedo dejar de fumar ese tiempo solo es porque espero el día en que pueda retomarlo. Si el perdón naciera de nuestra bondad, sería algo parecido. Nos esforzamos con la esperanza de que luego suceda algo que premie nuestro esfuerzo. Cerramos un ojo, pero mientras tanto vamos acumulando resentimiento hacia el otro, que nos hace daño, y llega un momento en que ya no podemos más. Hemos perdonado setenta veces siete, pero a la 491ª ya nos vengamos.
Sin embargo, el perdón nace de la gratitud, de la conciencia de ser queridos, sacados de la nada y destinados a la eternidad por un amor sin límites ni cálculos.
En este sentido, el perdón precede a la culpa, es una manera de percibir y abrazar al otro justo en el momento en que se equivoca, peca, traiciona.
Durante el tiempo de pandemia he vuelto a leer Los novios para volver a saborear sus páginas más hermosas, las que hablan de la peste, y para aprender a afrontar las dificultades actuales. Y he redescubierto esta obra de Manzoni como novela del perdón.
Lodovico ha cometido un delito nada desdeñable, ha matado, ha huido a un convento, donde se ha convertido y ahora es fray Cristóforo. Cuando sale del convento, vestido de fraile, le espera la familia de su víctima para darle una lección, para humillarlo públicamente, pero en cuanto Cristóforo toma la palabra todos comprenden que se ha arrepentido y convertido de verdad. Los papeles se invierten y el hermano de su víctima abraza y perdona al fraile, dándole un pan que Cristóforo llevará consigo toda la vida para no olvidar el perdón recibido. Del mismo modo, si no vamos por las calles del mundo llevando el pan del perdón, es decir, el signo de una misericordia que abraza a pesar del delito cometido, a pesar de nuestros pecados, del mal que habita en nosotros, no podremos afrontar la realidad con amor y gratuidad, no podremos abrazar al otro.
Cuando Renzo entra en el lazareto buscando a Lucía, se encuentra con fray Cristóforo, que le lleva al lecho de Don Rodrigo, el malhechor que le había arruinado la vida, y le dice algo que me parece terrible: ¿lo ves? No logra morir, lleva cuatro días de agonía pero no muere. ¿Y si el Señor estuviera esperando para recibirle lleno de tu perdón? «Quizá el Señor esté dispuesto a concederle una hora de arrepentimiento; pero quería que tú se lo pidieses: quizá desee que tú se lo pidas con esa inocente; quizá reserva la gracia solo para tu plegaria». Solo entonces Renzo comprende qué es el perdón de verdad y cómo se lo reconoce: cuando se perdona de verdad, ya no queda nada que perdonar.
Acude a mi mente otro gran texto que ha acompañado mi vida, el Miguel Mañara de Milosz, cuando el autor hace decir al protagonista, a punto de morir: «Yo soy Mañara. Y aquel a quien amo me dice: estas cosas no han sucedido. Si has robado, si has matado, ¡esas cosas no han existido! Solo Él es».
Y qué decir de Dante, que ya en su Vida nueva escribe: «Cuando la encontraba [a Beatriz], dondequiera que fuese, con la esperanza de su magnífico saludo, no solo me olvidaba de todos mis enemigos, sino que una llama de caridad hacíame perdonar a todo el que me hubiese ofendido». En la Divina comedia, en el Purgatorio, presenta las espectaculares figuras de Manfredi y Buonconte. Ambos, a punto de morir, se encomiendan a la misericordia de Dios: «arrepentido / volvíme en llanto al que sin fin perdona. / Mi pecar en el mundo horrible ha sido / mas los brazos de Dios son de manera / que cuanto a ellos se lanza es acogido», Manfredi (Purg III, 119-123); «y un ¡María! mi voz postrera alienta», Bonconte (Purg V, 101).

El camino de Dante se abre con el gran Miserere del primer Canto y se cierra con la oración a María en el último: «… en ti misericordia, en ti piedad…».
En este sentido, el hombre no realiza la misericordia, solo puede dejarse investir por la Misericordia de Dios, por Su ser caridad, generador de vida.
A medida que envejezco, creo entender mejor lo que dice el Evangelio, que los más ancianos son los más necesitados de perdón, porque el peso que ellos soportan es mayor que el de los jóvenes, el peso de sus pecados y el de su incapacidad para ser dignos de la grandeza a la que están destinados. Como el viejo Nicodemo, que querría dar por zanjado el pasado y volver a empezar de nuevo, o los ancianos que son los primeros que se retiran ante el desafío que lanza Jesús: «El que esté libre de pecado que tire la primera piedra».
Tal vez sea así como funciona. Es de una gratitud infinita a Aquel que nos ha sacado de la nada al ser, de la muerte a la vida, de donde nace la capacidad de un perdón verdadero. Ese perdón que hace decir a Cristóforo en el momento de bendecir a Renzo y Lucía, su unión y los hijos que vendrán: «Aquí dentro está el resto de aquel pan... el primero que pedí por caridad; ¡ese pan del que habéis oído hablar! Os lo dejo a vosotros: conservadlo; enseñádselo a vuestros hijos. Vendrán a un triste mundo, y en tristes tiempos, en medio de los soberbios y los provocadores: decidles que perdonen siempre, ¡siempre!, todo, ¡todo!».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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