Del «sí» de Pedro nace una conciencia nueva y un pueblo generado por el perdón. Franco Manzi, teólogo y biblista, se confronta con el perdón y con las palabras de Luigi Giussani en Crear huellas en la historia del mundo
«Es el núcleo incandescente del cristianismo: el primado de la Gracia de Dios, a través de Jesús». Franco Manzi lo llama así: el «núcleo incandescente». Cincuenta y cinco años, biblista y teólogo en el seminario de Venegono, hace unos meses predicó los Ejercicios espirituales de los sacerdotes de CL en Italia, que se han publicado recientemente bajo el título Il pensiero di Cristo, i segni dello Spirito e il desiderio di vita (El pensamiento de Cristo, los signos del Espíritu y el deseo de vivir, ndt), hablando precisamente de ese punto ardiente que da vida a la fe: el encuentro entre la mirada de Cristo –«incondicionalmente bueno», siempre y solo misericordioso– y nuestra libertad.
No es casual que muchas de esas páginas estén dedicadas a Pedro y a su «sí» ante la pregunta de Jesús: «¿Me amas?». Para don Giussani, como dice en Crear huellas de experiencia cristiana, ese es un momento crucial. De aquel perdón nacen «una moralidad» y «un pueblo» nuevos, brota una «relación nueva de cada persona con toda la realidad». Dialogar con Manzi y con su capacidad para identificarse con el Evangelio ayuda mucho a entender por qué.
Mirando el «sí» de Pedro, ¿qué podemos ver de nosotros mismos?
El pecado de Pedro es odioso: reniega del amor de su vida, Jesucristo. Sin embargo, Jesús usa con él una pedagogía amorosa desmedida, con la que aflora el primado de la Gracia justamente. Cualquiera le podría decir a Pedro: ¿pero cómo haces eso? Has vivido tres años, día y noche, con Jesús, has visto sus signos, te ha fascinado hasta el punto de dejar la vida de antes, ¿y lo niegas? Pero ahí es donde se ve cómo actúa la Gracia reparadora, que lo sana desde dentro. En la conversación hay dos verbos distintos: agapáo y philéo. Agapáo quiere decir «amar»: amar como Dios, a su manera, incondicional. Philéo designa la amistad, un amor de amigo. Pues bien, Jesús pregunta a Pedro: «¿Me amas más que estos?». Y Pedro, que ya ha pasado por el arrepentimiento, empezando por aquel llanto tras la mirada de Jesús, negado por él –¡siempre el primado de la Gracia!–, no se ve capaz, no logra responder: «Te amo». Le dice: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Es decir, te quiero como un amigo. Pero Jesús no se rinde: «Pedro, ¿me amas?». Pedro se sigue viendo incapaz: «Te quiero». La tercera vez, Jesús le pregunta: «Pedro, ¿me quieres?». Aquí usa el verbo philéo. Y Pedro, por un lado, no puede dejar de pensar en su triple negación, pero sobre todo ha madurado y acoge la Gracia. Cede: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero».
Se deja amar…
Sí. Esta colaboración entre la gracia de Cristo, que siempre precede, y la libertad de Pedro, que se deja hacer por él, es lo que recupera a Pedro. Como hombre, como discípulo y también como primero de los apóstoles: «Pastorea mis ovejas», es decir, «cuida del rebaño». ¿Pero qué es lo que Pedro debe «cuidar»? ¿En qué sentido debe confirmar al rebaño, es decir, a los cristianos? Debe confirmarlos en este hecho: el amor del Dios de Jesucristo es incondicional. Tú puedes hasta negar a Cristo, que él vuelve a buscarte, a curarte del daño que has hecho y del daño que te has hecho. Por tanto, el «sí» de Pedro genera un pueblo porque de ahí nace un pueblo confirmado por la gracia de Jesucristo. Ya no se funda en un “hacer”. Hacer sin acoger es muy arriesgado en el cristianismo. Se acaba deslizando hacia el moralismo. En cambio, ahí Pedro se deja hacer por la gracia de Cristo. Efectivamente, ahí aflora una nueva moralidad.
¿Por qué, tantas veces, nos vemos absorbidos de nuevo por el moralismo y volvemos a medirnos según nuestras capacidades? ¿Perdemos de vista esa mirada?
Mire, este es el núcleo incandescente del cristianismo: el primado de la gracia de Dios en Jesús. Me viene a la mente un pasaje de la Deus caritas est. En un momento dado, Benedicto XVI se pregunta: «¿Se puede mandar el amor?». Naturalmente se está refiriendo al mandamiento del amor que nos dio Jesús como síntesis de la vida cristiana: «Amaos como yo os he amado». ¿Se puede mandar el amor? Respuesta de Ratzinger: «Sí, pero en la medida en que primero ese amor es donado». Es interesante porque refleja exactamente la síntesis del mandamiento del Evangelio de Juan. Normalmente se traduce así: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». Y en esencia está bien. Pero en griego, cuando el adverbio kathós, «como», va al principio, significa principalmente «puesto que». Entonces es mucho más significativo. «Puesto que yo os he amado, podéis amaros como yo os he amado». Ese «como» permanece: es el ejemplo, la meta hacia la que caminar. Pero el fundamento es el «puesto que». Eso se ve muy bien en el camino de Pedro.
Decía usted en los Ejercicios de los sacerdotes que en ese instante «comienzan muchas cosas en la vida de Pedro», habla de «un salto cualitativo». ¿En qué sentido?
El primer Pedro quiere a Jesús, es sincero. Pero le quiere en el sentido de «hago las cosas por ti». Con la salvedad de que puede entrar en crisis, especialmente cuando las cosas se tuercen, porque es un amor que todavía se funda en sí mismo. Se ve en el momento en que Jesús, en Cesarea di Filippo, pregunta a los suyos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro tiene un instante de gracia: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». Por un momento se abre al influjo del Espíritu sobre él. Pero después vuelve a ser impermeable: «No, no puedes ir a Jerusalén». Se preocupa por Jesús, pero es él quien se preocupa, es él quien se aparta del grupo, se acerca a Cristo y le muestra el camino de Dios: «¡Lejos de ti tal cosa!». Todavía se apoya en el “hacer”, en el “dar”. Pero llegado a cierto punto –justo en el momento en que peca–, se da cuenta de que en el cristianismo lo importante no es dar. El primer paso es acoger. No es amar, sino ser amado. Cuando uno se siente amado, entonces ama. Este es el punto de inflexión en Pedro. Tras ese salto cualitativo, lo vemos en los Hechos haciendo las mismas cosas que Jesús, y las hace con los sentimientos que había en el corazón de Cristo. Una vez que ha acogido su amor, se convierte en memoria viva de ese amor que es Jesús.
¿Es exagerado decir que sin perdón no solo no podemos amar, sino que ni siquiera podemos conocer la realidad de verdad?
No, no es exagerado. Hay varios niveles de conocimiento, pero el conocimiento que constituye el núcleo duro de nuestra persona, a base de cosas que hemos saboreado y no solo conocido intelectualmente, nace de una experiencia de perdón. Porque el perdón toca lo que somos. Nosotros estamos enfermos. Cuando Jesús dice: «no he venido para los sanos, sino para los enfermos», quiere decir «para todos». Pero cuando uno se siente perdonado es cuando se da cuenta realmente de lo enfermo que está. Entonces nos conocemos a nosotros mismos.
¿Y por qué nos cuesta tanto acogerlo? Dice don Giussani que «aceptar el perdón es quizá lo más difícil que hay».
Porque tenemos heridas. Y cuando alguien toca sus heridas, sangran. Piense en el encuentro con la samaritana. Ahí vemos a una mujer en una situación matrimonial que podríamos llamar irregular. En toda la primera parte de ese pasaje, vemos a Cristo, como decían los padres, «con sed por saciarla del verdadero amor». Ella se resiste, le pregunta para defenderse: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí?», etcétera. Jesús llega a un punto en que, para ayudarla, hace sangrar a esta mujer: «Anda, llama a tu marido». Toca la herida más profunda. Pero no puede sanarla sin llegar hasta ahí. Ella retira su enésima barrera: «No tengo marido». En ese punto cualquier de nosotros se habría dado por vencido. Jesús no. Para sanarla, es como si descendiera dentro de su herida, pero lo hace llevándola de la mano, mezclando caridad y verdad. «Tienes razón, que no tienes marido (caridad): has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido (verdad). En eso has dicho la verdad (caridad)». Ahí está el salto de calidad espiritual: y esa mujer se siente comprendida. Experimenta el perdón. Tanto que a partir de ahí cambia. El primado de la gracia de Cristo resplandece por el hecho de que él aborda a una persona que iba al pozo casi a escondidas para que nadie la viera, y la transforma en un testigo. «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho». Una vez más, el perdón nos muestra la identidad.
Hoy hay una gran tentación de mirarnos, a nosotros mismos y a los demás, desde otro punto de vista: no «caridad, verdad, caridad», sino «verdad y punto», insistiendo en unos principios que son justísimos, pero incapaces de tocar al otro. ¿Por qué?
Los más intransigentes no miran a los demás con los ojos de Cristo. Más aún, para empezar ni siquiera se miran así ellos mismos. A propósito de esto, hay una escena evangélica maravillosa. Cuando Jesús va a casa de Simón, el fariseo. En el banquete irrumpe una pecadora que hace gestos que escandalizan a todos: lágrimas, perfume… En un momento dado, Jesús se vuelve al fariseo y le dice: «Simón, ¿ves a esta mujer?». Le hace ver a otra persona con sus propios ojos. Si el fariseo acepta mirar a esa mujer con los ojos de Jesús –y no con los suyos, que le habían llevado a pensar «¡esta mujer es una pecadora!»–, cambia todo. «¿Ves a esta mujer? Si la ves a ella, que ha amado mucho y por eso ha recibido tanta misericordia, si reconoces la dignidad filial aunque herida de su pecado, tú también te curarás. Porque aquí hay dos pecadores: no solo ella, también tú. Pero si llegaras a mirarla como la miro yo, tú también te curarías». Lo que Simón calla, en el fondo, es muy engañoso. Cree que es justo, y cuando uno cree estar sano, no toma la medicina y no se cura. Ahí, Jesús intenta curarle también a él, permitiéndole ver a otra persona con su misma mirada. Cuando uno experimenta el perdón así, se vuelve capaz de una vida nueva. Porque él mismo ve con los ojos de Jesús, y descubre que él también está enfermo, que necesita la misericordia.
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