La vida en Tokio, volver a empezar siempre, en el trabajo, con los hijos, con la niñera… Marco y Elena descubren que el perdón es excepcional. Y cotidiano a la vez
Cuando Marco se marchó a Tokio, su mujer Elena se quedó en Italia siete meses antes de unirse a él. Quería que sus tres hijos acabaran el curso escolar antes de lanzarse con ellos a la gran aventura nipona. Con el traslado en perspectiva, Elena buscó el apoyo de una chica japonesa y conoció a Megumi, 20 años, encantada con la idea de estar con niños y viajar a Italia. Así que en enero de 2015 ambas se conocieron en el aeropuerto de Malpensa. «Al principio todo iba bien. Le entusiasmaba Italia y su inglés era comprensible para mis hijos, que en aquella época tenían 5, 7 y 9 años», cuenta Elena, que le había preparado a Megumi un calendario repleto de excursiones, pequeños viajes, cenas y fiestas para que hiciera amigos. Pero después del primer mes, el encanto inicial empezó a agrietarse. «Yo estaba muy nerviosa por el cansancio de estar sola al frente de la familia y por la tensión del traslado, que estaba cada vez más cerca. Los niños lo notaban y se portaban fatal», recuerda Elena. Cada ocasión servía de pretexto para caprichos y llantos interminables. Los sábados por la mañana consistían en un cuerpo a cuerpo para llevarlos a rastras a clase de inglés. Y por las noches, una lucha para que se lavaran y se fueran a la cama. La pequeña, Caterina, daba el golpe de gracia poniéndose a decorar las paredes de casa con rotuladores y témperas. «Cuando por fin se iban a dormir, reunía las fuerzas que me quedaban para ordenar un poco la casa. Muchas veces tenía ganas de llorar». Pero por las mañanas Elena siempre volvía a empezar. Era como un folio en blanco donde se podía volver a partir de cero. «Cuando los niños se despertaban, los abrazaba, los sentaba en mis rodillas, intentaba hacer cosas que les gustaran para desayunar. Su presencia era más importante que toda la guerra que daban».
Megumi la observaba con sus ojos discretos, le echaba una mano pero nunca decía nada. Hasta que un día estalló. Estaban volviendo a casa en coche después de llevar a los niños al colegio. «¿Cómo puedes estar así después de lo que te hacen pasar? Ellos tienen que darse cuenta, esto no puede ser. Si tú los perdonas siempre, ellos nunca aprenderán». Elena le sonrió, pensando que cuando ella fuera madre lo entendería. Sin embargo, esa objeción tenía unas raíces más profundas. Elena se dio cuenta una noche bastante turbulenta. «Habíamos estado en una pizzería con mis amigos de la Fraternidad. Casi no había logrado hablar con nadie. Continuamente tenía que estar pendiente, decirles que se comportaran, cambiar los pedidos, limpiar la coca-cola de la mesa. Luego, de vuelta a casa, durante la pelea por mandarlos a la cama, Caterina, que había decidido ponerse un poco de esmalte de uñas, derramó todo el bote por el fregadero… Exploté». A la mañana siguiente, Megumi se presentó con las maletas. «He pedido un taxi, me voy», le dijo en la puerta de casa. Elena intentó hacerla entrar en razón, pero era inamovible. «No puedo más, eres demasiado buena, es insoportable ver cómo tratas a tus hijos».
Desde ese día no volvió a haber ninguna posibilidad de comunicación. Cuando se trasladaron a Japón, Elena aprovechó la ocasión para volver a buscarla. Le mandó varios mensajes, pero no recibió respuesta. «El año pasado lo volví a intentar y le escribí: “Megumi, los niños han crecido y se portan mucho mejor. ¡Tenemos que vernos!”». Respondió inmediatamente: «Elena, después de lo que te hice, ¿todavía me buscas? ¡Te pido perdón! Durante todos estos años he pensado en vosotros, pero me daba demasiada vergüenza. Fui una egoísta y no puedes perdonarme». Elena vio que se abría un nuevo espacio entre ellas. «No podemos permanecer ancladas en el pasado. Para mí, tú no eres alguien que me dejó tirada».
Para Megumi, y para la cultura japonesa, el perdón es difícil de aceptar. «Después de los errores y fracasos, el fuerte sentido del honor que tienen aquí les lleva a mortificarse de manera desproporcionada y, en casos extremos, a aislarse», explica Marco, que este año lo ha visto también en el ámbito laboral. Llegó a Tokio para dirigir la filial de una empresa italiana. «Aquí son muy esquemáticos. Por ejemplo, si se dice que el cliente siempre tiene razón, no hay excepción, y si te equivocas, no tienes otra oportunidad». Recuerda una vez que mandó a uno de sus mejores vendedores a ver a uno de los clientes más importantes para organizar un evento pero, sin motivo aparente, la cosa no arrancaba. «Cuando hablé con el cliente, me confesó que no le gustaba la persona que le había mandado». Para entenderlo mejor, Marco se reunió con su empleado, que acusó el golpe sin tratar siquiera de defenderse. Predomina sobre todo la humillación por haber defraudado al cliente. «Busqué la manera de romper sus esquemas y le dije: “Voy a volver a verlo. Pero contigo. Estás preparado, este episodio no me va a hacer cambiar de idea sobre ti”».
Una dinámica que la situación de este último año, entre Covid, confinamiento y crisis económica, no ha hecho más que amplificar. Salta a la vista en el momento en que toca hacer algunos recortes de personal. Cuando “sueltas la bomba”, los empleados suelen bajar la cabeza y se frotan las rodillas con las manos en señal de rendición. «Porque si no logras lo suficiente, no eres lo suficiente». Pero no siempre es así. Cuando consigues ir más allá, ves otra cosa. Como le pasó con una chica que le preguntó el motivo de su despido. Una pregunta que abrió un diálogo más profundo sobre el trabajo, sobre la satisfacción, sobre el riesgo que supone vivir. «Salió de la reunión tranquila, tal vez no se había sentido reducida al resultado obtenido». Para sus compañeros, “esta mirada” es una peculiaridad de Marco, debido a que es italiano, algo exótico. «Sin embargo, nace en mí porque yo soy mirado así. Mi mujer, mis hijos, mis amigos ven en mí más de lo que yo veo, siempre haciendo balance. Ese amor es lo que me permite ir adelante en la vida».
No es casual que el gobierno japonés, para impedir los suicidios, que en los últimos meses causa más víctimas que el Covid, aparte de poner barreras en las proximidades de las vías de tren y emitir el canto de los pajarillos dentro de las estaciones, también las haya amueblado con muchos espejos. «Es paradójico, pero parece que una persona que se siente mirada, aunque sea por sí misma, tiende a desistir. En cierto modo, es el intento de encontrar un sustituto a la mirada de otro, alguien que necesitas para no hundirte en tus propios pensamientos. Para sentir que existimos, y merecemos existir».
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