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Huellas N.06, Junio 2021

PRIMER PLANO

Amor sin condiciones

Alessandra Stoppa

No es olvido, ni indiferencia, sino «mirar la realidad cara a cara». Hasta el dolor por su tierra. Una conversación sobre el perdón con Margaret Karram, nueva presidenta de los Focolares

«Creo que nuestro mundo lo necesita más que nunca. Es la clave para la vida de cada uno de nosotros y de la sociedad si queremos afrontar los desafíos actuales, todos los desafíos. Si queremos resolver nuestros problemas». Margaret Karram habla del perdón en esta conversación con Huellas, en unos días en los que su amada patria de nuevo es objeto de las llamas. De origen palestino, nació en Israel, en Haifa, Galilea. «Mi ADN es particular, dentro de mí están los dos pueblos». Su biografía está bañada de heridas y de perdón, por lo que lleva «grabada en el alma» la certeza de cuál es el único camino para poder construir.
Desde el 1 de febrero de este año, es la tercera presidenta de los Focolares, movimiento eclesial –fundado en 1943 por Chiara Lubich, Sierva de Dios– extendido por 180 países con casi dos millones de miembros. Actualmente vive en Rocca di Papa, a las puertas de Roma. Cuando habla del recrudecimiento de las tensiones entre Israel y Palestina se conmueve, piensa inmediatamente en Lubich. «El perdón», decía Chiara, «no es olvido».

Usted es árabe, cristiana y católica. Creció en un contexto hebreo, en uno de los lugares más heridos del mundo…
Mi identidad es bastante particular, siendo palestina nacida en Israel. Siempre he tenido todos los derechos de los ciudadanos que viven allí, pero he conocido la exclusión y a veces la ofensa por el hecho de pertenecer a un pueblo que se puede considerar enemigo. Nuestra casa estaba en el Monte Carmelo. Cuando era pequeña –tendría unos cinco o seis años– jugaba en el patio donde también estaban los hijos de los vecinos, que nos insultaban. Para mí era muy doloroso, me daban ganas de responder, pero por la educación que recibí de mis padres no lo hacía. Una vez estaba tan mal que me fui corriendo a casa llorando: «Nunca más jugaré con ellos». Ese día mi madre me dijo: «Ahora enjuga tus lágrimas, sal ahí fuera, llama a esos niños e invítales aquí». Aunque era pequeña, en ese momento me sentía “superada”, era como si algo se rompiera dentro de mí. No entendía cómo podía perdonarlos, pero por amor a mi madre dije que sí. Salí y los llamé. Ella estaba cociendo pan árabe y le dio un trozo a cada uno para que se lo llevaran a casa. Por este pequeño gesto, sus padres quisieron conocer a nuestra familia, vinieron a dar las gracias, y de ahí nació poco a poco una amistad. Este episodio –un pequeño gesto– me enseñó lo que vale la pena. Si hubiera reaccionado para revindicar mis derechos, no habría ganado nada. Así gané una amistad.

¿De dónde nace el perdón?
De la misericordia, de ser amada en extremo. El perdón es experimentar el máximo de la caridad. No tiene ninguna condición, es amor extremo porque no tiene medida. Para mí, ser perdonada es recibir este amor de Dios a través del prójimo. Esta misericordia recibida abre en mí el deseo de devolverla. Recuerdo cuando vivía en Jerusalén. Vivía en una comunidad focolar, éramos de varias nacionalidades y una vecina judía quiso invitarnos a su casa. Estábamos charlando para conocernos y, al cabo de un rato, la mujer me preguntó de dónde era: «Soy árabe». Se levantó y dijo: «En mi casa no puedo acoger a nadie que sea árabe». Puede imaginarse cómo me sentí. Pensé: ahora me levanto y me voy. Pero en ese momento comprendí que si salía nunca podría ir “más allá”.

¿Y qué hizo?
Me quedé un momento en silencio y luego le dije: «Aunque sea árabe, me gustaría ser amiga suya». Le conté que por eso había estudiado el judaísmo, porque si no nos conocemos, no podremos construir la paz en nuestros países. Lo estudié para poder amar más. Ella se derritió. Y me dijo: «Es la primera vez que una persona árabe entra en mi casa, pero tu actitud me ayuda a pensar que, si tú existes, tal vez haya otros como tú que quieren construir la paz». Nació una relación preciosa, para ella era como descubrir algo nuevo en su ciudad. El perdón nos toca en lo más íntimo. Si tenemos ciertas actitudes es porque cada uno de nosotros ha sufrido mucho dolor… Pero lo que más me ha ayudado con los años han sido las palabras de Chiara.

¿Cuáles?
Hay un comentario suyo al Evangelio, de octubre de 1981, sobre las palabras de Jesús a Pedro: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,22). Lo que decía Chiara sigue siendo como un faro en mi vida, porque hay situaciones en que decimos «basta». Sientes una injusticia tan fuerte que quieres reaccionar para que el otro comprenda que tienes tu dignidad, que quieres que te respeten. Pues Chiara dice: «El perdón no es olvido, que a menudo significa no querer mirar la realidad cara a cara», y en Tierra Santa hay mucha realidad que mirar. Ahora este conflicto sigue siendo causa de dolor y de muerte… Chiara continúa: «El perdón no es debilidad, es decir, no tener en cuenta la ofensa porque el que la ha cometido es más fuerte y le tengo miedo. El perdón no consiste en afirmar sin importancia lo que es grave, o bien lo que está mal. El perdón no es indiferencia. El perdón es un acto de voluntad y de lucidez, y por lo tanto, de libertad, que consiste en acoger al hermano tal como es, a pesar del daño que nos haya hecho, del mismo modo que Dios nos acoge a nosotros pecadores, a pesar de nuestros defectos. El perdón consiste en hacer lo que Pablo dice: “No te dejes vencer por el mal, sino vence el mal con el bien”». Eso es el perdón para mí: abrirme a la posibilidad de una nueva relación, de volver a empezar a vivir.

Esta posibilidad, tan personal, ¿cómo puede incidir en lógicas tan complejas, en conflictos que sacuden al mundo?
Lo que mi tierra me ha grabado en el alma es la certeza de que el cambio solo llegará mediante el diálogo. Es lo único que puede construir la paz de verdad, en cualquier sitio. Dialogar con el otro te permite descubrir que es como tú. Cuando dejas de dialogar es porque tienes miedo. Pero no hay otro camino. Ahora se habla de todo el mal de Tierra Santa, pero no se dice todo el bien que hay. Yo puedo testimoniar cómo el diálogo entre dos pueblos conlleva un cambio.

¿Por ejemplo?
Pienso en Parent’s Circle-Families Forum, una asociación de familias palestinas e israelíes que estos años han perdido hermanos, padres, madres, hijos. Son más de 600 familias que han decidido buscar la reconciliación. Es un camino largo porque no es fácil reconstruir ciertas relaciones. Pero es un camino de coraje y esperanza. Nosotros, como comunidad focolar, junto a una asociación dedicada al diálogo interreligioso, hemos puesto en marcha un proyecto para jóvenes de 14 a 16 años, de las tres religiones. Viven en barrios distintos, separados por los puestos de control, van a escuelas diferentes, en autobuses diferentes… Les hemos ofrecido la posibilidad de juntarse para conocerse, durante un año entero. Y se han descubierto mutuamente, como decía un chaval palestino: «Pero un judío es humano igual que yo. No es solo un soldado»… Cuando íbamos a pedir permiso a sus padres, nos encontrábamos con mucha resistencia. Un padre me dijo: «Me estás pidiendo mi sangre, nunca dejaré que alguien de mi familia participe». Yo entendía su profundo dolor y no quería forzar, porque tiene que ser algo hecho libremente. Pero luego se sumó a la iniciativa porque deseaba construir un futuro mejor para sus hijos.

¿Qué cambio le supuso conocer a los focolares?
Mis padres iban a misa a diario y también nos llevaban a nosotros, antes de ir al colegio, porque para ellos era importante la relación con Jesús. Nos lo testimoniaban en todo. Estudiábamos con las hermanas carmelitas, que nos hicieron enamorarnos de Jesús de una manera increíble. Pero cuando tenía 14 años, algunos jóvenes que habían conocido a los focolares en Nazaret vinieron al colegio para invitarnos a un encuentro de tres días. Nunca antes había oído hablar del movimiento. Fui y me impresionó el clima. No entendía los temas que trataban pero experimenté una gran paz interior. Me dije: «Aquí hay algo». Más tarde descubrí que era la presencia de Jesús entre personas que se querían: esa Presencia era la que me infundía un amor tan grande. Entonces quise conocer mejor el carisma. Yo quería dar la vida por mi tierra, por la justicia, el respeto de los derechos humanos… era adolescente y sentía con fuerza ese deseo de cambio. Al conocer a Chiara comprendí que esta revolución era el Evangelio: amar a los demás como a mí misma. Ahí empezó mi camino con el movimiento, que es una aventura… Sobre todo, descubrí que el carisma de Chiara Lubich consistía en vivir por la unidad, se centraba en la oración de Jesús: «Que todos sean uno». Yo quería dar la vida por eso.

¿Qué significa para usted esta nueva responsabilidad y vivir el carisma de Chiara hoy?
Lo mismo que le dije al Papa al final de nuestra asamblea general el 6 de febrero: «No me siento presidenta de una gran obra de la Iglesia. Me siento hija de la Iglesia y al servicio de la misma». Eso es lo que vivo, sabiendo que es obra de Dios y que Él la lleva adelante. Quiero volver cada vez más a la fuente de lo que Chiara nos ha dado, a la frescura del carisma, pero deseo que lo encarnemos respondiendo al grito actual, que vemos en el mundo entero, de tantas maneras. Estar atentos, con los ojos bien abiertos, a la escucha, con el corazón dispuesto a acoger aquello a lo que Dios nos llama ahora, atentos a cómo nos invita a vivir el espíritu de la unidad.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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