La palabra perdón es tan grande que nos gustaría encogerla, evitar su totalidad, cuando no incluso rechazarla. Mientras que la necesidad de perdón es irreductible. Tiene que ver con la esencia de nuestra persona. Después del mal, cometido o sufrido, solo hay algo más abrasador, algo que en realidad coincide con nuestro deseo en cada instante: que todo sea nuevo, una vez más, siempre.
Miremos a un hombre y a un momento concreto. Del «sí» que Pedro le dice a Jesús cuando este le pregunta «¿me amas?», nace una «realidad nueva a través del perdón», escribe don Giussani en Crear huellas en la historia del mundo, «destruyendo cualquier resentimiento, cualquier recuerdo de todas las traiciones de aquel pobre hombre que tenía delante». En este número, el teólogo Franco Manzi profundiza en cómo ese perdón, una vez aceptado, genera una concepción de uno mismo y un pueblo que son nuevos porque ya no se fundamentan sobre «un “hacer”, sino en la gracia de Cristo». El de Pedro es un «sí» que se pronuncia porque el rostro que le pregunta «¿me amas?» es un rostro «lleno de perdón».
No es diferente de la novedad que germina en el corazón de Margaret Karram, palestina nacida en Israel. Cuando todavía era una niña se encerraba por la herida que le causaban los demás niños. Hasta que miró a su madre, que le propuso invitarlos a casa. «No entendía cómo podía perdonarlos, pero por amor a mi madre dije que sí». En la conversación con ella, la nueva presidenta del movimiento de los Focolares, así como con Gemma Capra, viuda del comisario Calabresi, o en la historia de Marcel Uwineza, superviviente al genocidio en Ruanda, encontramos la potencia de un camino de libertad, un camino humanísimo, pero que se nutre de un amor incondicional que el hombre es incapaz de dar, solo puede recibirlo. Solo eso le permite no olvidar y mirar la realidad cara a cara. Incluso allí donde el perdón parece impensable, como en la “guerra de siempre”, que ha vuelto a estallar entre Israel y Palestina (a la que dedicamos nuestra portada). Mientras escribimos estas líneas se declara el alto el fuego, la tregua parece mantenerse y el Papa pide a toda la Iglesia «implorar el don de la paz». El don de los dones, que suena a utopía, pero en ciertas vidas da inicio a su fecundidad. El hecho de que una persona se deje conquistar por la presencia de Cristo, como fue el caso de Pedro, parece algo secundario en comparación con los grandes sucesos, los grandes escenarios, pero en cambio es lo único que puede cambiar algo que se ha destruido.
«La reconciliación es un hecho personal», afirma la Fratelli tutti. «Nadie puede imponerla al conjunto de una sociedad. No es posible decretar una “reconciliación general”, pretendiendo cerrar por decreto las heridas». Es un hecho personal, como el «sí» de un hombre, pero va ligado al destino al destino de todos. Como señala Julián Carrón en el libro ¿Hay esperanza?, «la relación que el Misterio hecho carne, Cristo presente aquí y ahora, ha establecido con nosotros está dominada por el perdón, es perdón. Apoyados en este perdón, volvemos a empezar desde el principio mil veces al día. Solo en el perdón nuestra vida renace, solo en el perdón se construye nuestra vida».
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