«¿Qué significa devolver el carácter de una persona a una imagen?». Amigo y discípulo de Cartier-Bresson, el maestro del fotoperiodismo cuenta lo que es para él el retrato. Y el enigma de su profesión
«Al final, si uno se dedica a hacer zapatos, piensa en la zapatería. Si es fotógrafo, piensa en la fotografía. Sobre todo cuando sus pies ya no le permiten dar la vuelta al mundo». Ferdinando Scianna tiene ahora 77 años, de los cuales casi sesenta los pasó como fotoperiodista. Comenzó en su Sicilia –nació en Bagheria– y la profesión le llevó por todo el mundo. Hoy es considerado uno de los grandes nombres del fotoperiodismo.
En 1983 fue el primer italiano en entrar en la legendaria Agencia Magnum, fundada por Robert Capa y Henri Cartier-Bresson. De este último, Scianna era amigo y discípulo. Departió y razonó con Leonardo Sciascia y Milan Kundera. Inmortalizó las procesiones religiosas en Sicilia, la guerra en Yemen y a las top model de los años ochenta y noventa. Su última obra la completó desde su casa al publicar El viaje de Verónica. Una historia personal del retrato fotográfico. Un intento de indagar en el significado de lo que hizo durante toda su vida, de ahondar en el enigma que es la fotografía. Nos reunimos con él en su casa de Milán. Y terminamos hablando de otras muchas cosas. Incluso de Dios. Y él, con aires de filósofo severo de la magna Grecia, nos contesta con palabras que se asemejan a sus imágenes en blanco y negro.
¿Por qué precisamente un libro sobre el retrato?
Hace unos diez años, me invitaron a Valencia, a una sede de la FNAC, para disertar sobre un tema que yo quisiera. Y hablé del retrato, que es un género que siempre me ha fascinado. Al final, se me acercó el director de cine Bigas Luna para felicitarme. Fue el primero en aconsejarme que hiciera un libro sobre ello. Dijo que era un punto de vista interesante. Luego me pidieron esa charla muchas veces. Y, en cada ocasión, la iba enriqueciendo y profundizando. La última fue en Milán y también allí Giulio Giorello (filósofo y matemático, catedrático de la Universidad Estatal de Milán, ndt.) me invitó a que la publicara. Le respondí que no era profesor. Y él: «Nada de profesor, tienes que hacer algo tuyo. Tu relato personal».
Y le convenció.
Sí. Al final me tomó un poco de tiempo escribirlo. Y realmente lo disfruté. Pongo en perspectiva cierto tipo de jerarquía de fotógrafos que hacen retratos, en comparación con la idea que tengo de ello. Y también aproveché para quitarme algunas chinitas del zapato.
¿Por ejemplo?
Acabo con el tópico, que me parece insoportable, de que August Sander, el gran fotógrafo alemán que estuvo en activo entre las dos guerras mundiales, no fotografiaba personas sino tipos: “el panadero”, “el albañil”, “el pastelero”. Es una idea absurda. Una tontería mayúscula.
¿Por qué?
Es que no se pueden fotografiar tipos. Ya lo dijo Roland Barthes: la fotografía solo se conjuga en singular. No puedo hacer la foto de una pipa, solo puedo inmortalizar esa pipa que tengo frente a mis ojos. Si antes la arrojas al fuego, esa fotografía no podrá existir.
Repasa usted toda la historia de la fotografía.
Sí, porque coincide con la historia del retrato. Parece ser que, tras la aparición de la fotografía, casi 40.000 retratistas tuvieron que cambiar de oficio. El retrato acompañó la evolución de la sociedad y, en ocasiones, ayudó a generar cambios.
¿Cuáles?
Basta pensar en el divismo, que empezó con los retratos de la condesa de Castiglione en la segunda mitad del siglo XIX y que de alguna manera anticipa el mito de Greta Garbo. Pero también en la gran urgencia, positivista, de control social: el fenómeno más gigantesco del campo de la fotografía es que cada ciudadano lleva en el bolsillo un papel que contiene un retrato nuestro y que se llama “documento de identidad”. Parece una historia trivial, pero tiene implicaciones fascinantes. Si la foto del pasaporte es demasiado antigua y no nos parecemos a la persona del documento, no somos reconocidos legalmente como nosotros mismos. Ya no es la fotografía la que debe parecerse a nosotros, sino nosotros a la fotografía. Esto tiene unas repercusiones grotescas cuando empezamos a hablar de los selfies, un intento obsesivo de recordarnos a nosotros mismos que existimos.
Acerca de Annie Leibovitz, dice que es una fotógrafa de celebridades y no una gran retratista. ¿Cuál es la diferencia?
Si Leibovitz fotografía a Madonna, retrata a una persona que se dedica a vender su propia imagen. Es una dinámica publicitaria. Hizo algunos retratos geniales, pero no son los que la hicieron famosa. Son de personas a las que amaba, donde transpira aquello de lo que hablaba Cartier-Bresson: la empatía, lo que despierta el interés de uno por el otro. Hay muchos grandes fotógrafos que no son buenos retratistas porque no tienen ese algo que despierta ese interés.
En el título del libro utiliza la imagen de la Verónica. ¿Por qué?
Un amigo, refinado escritor y traductor francés, Gérard Macé, escribió una vez: «Basta ya de esa metáfora de Verónica como la primera fotógrafa. ¡No se puede soportar más!». Es un lugar común, es cierto. Pero encaja a la perfección. Esta mujer llega con un paño que yace sobre el rostro de Jesucristo, herido y ensangrentado. Y lo saca... No lo dibuja, saca una imagen mediante un strappo (técnica de arranque de la superficie cromática de una pintura mural, con la que se consigue separar la película que forma la pintura del rebozado del muro posterior donde se encuentra, ndt.). El retrato se lo hace Jesús a sí mismo. Y esa máscara de dolor se convierte en su imagen atravesando toda la historia. Es una dinámica que describe una necesidad existencial que siempre ha existido en el hombre.
¿Qué quiere decir?
Plinio el Viejo cuenta que el alfarero Butade Sicionio vivió en Corinto alrededor del año 50 d.C. Tenía una hija, enamorada de un joven que se suponía que debía irse al extranjero. Una tarde la joven traza con carboncillo la sombra del perfil de su amado proyectada en la pared y su padre realiza una copia en terracota que se hizo famosa en toda la ciudad.
¿Moraleja de la historia?
En el relato de Plinio está todo lo que hemos dicho y escrito sobre el retrato en la fotografía. Es necesario salvaguardar la memoria de algo que se nos podría escapar. Un acto de amor que no quiere olvidar al amado. La sombra del perfil en la pared es producto del propio cuerpo de la persona sin la mediación de la mano del pintor. Necesitamos algo que nos diga: «Este es él», «Mi madre estaba realmente frente al fotógrafo en ese momento». Es una relación con la imagen que no es simbólica, sino concreta. La fotografía es un rastro de la realidad. Un strappo. Y esto ha cambiado las cartas de la cultura moderna.
A veces se dice que un retrato logrado es el que es capaz de reflejar el carácter del sujeto. Algo que, en sí mismo, es invisible para la lente.
La cámara no es inteligente. Pero los hombres son ambiciosos. Ya del retrato del marinero desconocido de Antonello da Messina se dice que expresa la personalidad del sujeto. Sin embargo, ¿qué hace el fotógrafo? Presiona un botón. Sí, pero lo presiona en ese momento, a esa distancia... No todo es mecánico. La cosa es fascinante y ambigua al mismo tiempo. Porque, al final, ¿qué significa fijar el carácter de una persona?
Eso es.
Leonardo Sciascia incomodó incluso a Aristóteles y su concepto de entelequia: el retrato como el instante que contiene todos los demás instantes. Y cita a Pasolini: para un hombre que muere de manera violenta, todas sus imágenes se convertirán en el retrato de un hombre asesinado. Es como si pasaran a estar cargadas de su destino.
¿Y para usted? ¿Qué es un retrato?
Para mí es un encuentro. Un diálogo. Es una imagen que dice mucho sobre quién está delante y quién está detrás de la lente.
Antes hablaba de empatía. ¿De dónde surge?
Puede provenir de muchas cosas. Yo empecé a retratar a mis compañeras de clase de secundaria. Las más guapas. Porque, por aquel entonces, me interesaban mucho las chicas (risas). Allí estaba la fuente de la seducción. Pero “empatía” no significa necesariamente “simpatía”, también puede significar “antipatía”. Ciertos retratos de Richard Avedon están imbuidos de su sesgo ideológico: George Wallace, el gobernador de Alabama, es un sinvergüenza. ¿El presidente Eisenhower? Un imbécil. En cambio, Marilyn Monroe o William Crosby, el anciano que nació esclavo, son seres maravillosos. Pero el estilo de Cartier-Bresson me convence más, es más irónico, luminoso. Sin ningún tipo de prevaricación.
¿Hay alguien a quien le hubiera gustado retratar y no lo logró?
Estaba planeando un viaje para conocer a Georges Simenon. Pero murió antes. Sin embargo, el mejor retrato no es necesariamente el de una persona famosa. En Visti & scritti, el libro que recopila mis retratos, también incluí la foto del conserje de ochenta años de mi estudio. Venía por la mañana y tomábamos un café juntos. Era partidario de Berlusconi, muy de derechas. Pero la suya es la historia de un héroe proletario. Una persona transparente. Honestidad. Al igual que algunos agricultores o pescadores sicilianos. También agregué al tío Giovannino, un pescador de Sant'Elia que tenía ojos transparentes como un cielo azul. Hablamos y me dijo: «Vossia estudió, pero yo de noche salgo a pescar calamares y veo salir la luna… Primero es pequeña, luego crece y se convierte en luna llena. Luego desaparece y me pregunto: “¿Qué significa?”. Y me respondo: “Giovannino, no puedes llegar”». Hablaba como Pascal, como Leopardi. Probablemente era casi analfabeto, pero para mí fue un amigo-maestro. Eso es la empatía.
Me han recomendado que no le preguntara por Dios… ¿Por qué?
(Risas) Cuando era niño, acababa de tomar mi Primera Comunión y fui a confesarme porque, comiendo un caramelo, había roto el ayuno. Me encontré un sacerdote que me llenó de penitencias… ¿Por qué? Espero que ya no hagan eso. Luego, siendo adolescente, tuve ciertas tendencias místicas... Había cosas que me interesaban. Si no hubiera sido por las mujeres, podría haber terminado en el seminario. Pero nunca he podido perdonar a los sacerdotes que arruinaran mi primer amor. Quería ser puro en el matrimonio. Ella me dejó por alguien que pensaba diferente… Eso me hizo pensar que Dios me había lastimado o que la había lastimado a ella.
Entonces es por una cuestión amorosa...
No solo. En mi pueblo tenía compañeros que llegaban a la escuela sin zapatos, porque tenían que elegir entre la ropa o el pan. En la plaza, al amanecer, llegaban los jornaleros y el amo decía: «Tú, tú y tú». Y esos trabajaban. Los demás tuvieron que emigrar y morir en las minas de Bélgica. Pues bien, los curas siempre estaban al lado del amo. ¿Cómo podía quedarme con ellos? En definitiva, hoy estoy pensando en el diálogo entre Borges y su padre, cuando el escritor le pregunta: «¿Crees en Dios?». Y el otro: «No, no creo». Y luego añade: «Aunque… el mundo es tan extraño que todo es posible, incluso Dios».
¿Y cómo se enfrenta a las preguntas sobre la justicia y el significado de las cosas?
Antes solía responder como el tío Giovannino: «No se puede llegar». Hoy creo que probablemente no somos nosotros el problema, sino que no existe una respuesta. A Cartier-Bresson, que era budista, una religión atea, le gustaba la idea de salir de la nada y volver a entrar en el cosmos. Y a mí tampoco me importa. Cuando era niño, y también en algunas partes del mundo donde estuve por trabajo, solía asomarme a la ventana y mirar al cielo. Parecía inmenso. Luego lees en el periódico que se ha descubierto que existen cien mil millones de galaxias que no conocemos. Y te dices a ti mismo: «¡Cien mil millones...! Si no nos aclaramos con la nuestra». ¿Y en medio de todo esto habrá un Dios que se interese por mis dolencias? Esperemos al menos que en algún momento todo termine en paz. Porque la única relación que podemos tener con lo metafísico es la que te devuelve a tu limitación. A tu pequeñez.
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