Meses de oscuridad al otro lado de la pantalla, desconfiando de los chavales. Pero ahora que los tiene delante, la dinámica es la misma: observar y apostar. Habla Betta Pellegatta, profesora
La pantalla estuvo en negro durante cuatro meses. Solo casillas con los nombres. Nada de encender las cámaras para proteger la privacidad. Ni una cara. Durante todo el primer confinamiento, Betta Pellegatta, 43 años, italiana residente en Barcelona (donde da clase de latín, italiano, literatura universal y religión en un instituto), ni siquiera pudo ver a sus alumnos. En el encuentro con Carrón el 30 de enero, cuando volvió a oír hablar de «adultos que son una presencia», se dio cuenta de que siempre lo había entendido en clave moralista, es decir, «midiéndome: “Dios mío, ¿seré para ellos una presencia o no?”». Pero había algo más profundo en su experiencia de ese tiempo dando clase a oscuras, con voces y nada más.
«Al principio iba a tientas», cuenta. «Repasaba continuamente la lista de los que estaban conectados. Les preguntaba sin parar, pero se me iba la hora en eso. Entonces me di cuenta de que estaba partiendo de una desconfianza. Enseguida entendí que debía cambiar el tiro y fiarme de ellos».
Ajustar el tiro continuamente y arriesgarlo todo, apostando por la libertad de los que tenía delante. En el fondo, es el oficio de esta profesión. Betta dice que tuvo que volver a aprenderlo todo desde el mismo momento en que llegó a España en 2008. «Otra mentalidad y otra manera de dar clase», cuenta. «Los chavales están aquí desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde. Se trabaja poco en casa, todo se hace en clase. Repetir curso es algo muy excepcional. Si el alumno va mal, tienes que llegar a un acuerdo con sus padres». Lo cual, traducido a pros y contras, supone «más serenidad y menos ansiedad en el desempeño, pero todo depende de las relaciones que se generen».
El impacto la desconcertó. «Pensaba que iba a ser imposible, pero veía que mis compañeros lo conseguían y aquello me puso en una posición de observación. Sobre todo, me hizo entender que siempre hay que partir de lo que hay. Esa es una ganancia que no quiero perder». Por ello, después de un par de años de vuelta en Milán, «pedí volver a Barcelona en 2018». Y cuando estalló la pandemia se encontró delante de una pantalla negra con miles de preguntas pero con una mirada más abierta.
¿Ejemplos? «Le pides a uno que traduzca una frase en latín. Silencio. Lo primero que pensaba era: “Está buscando en Google…”. Es decir, desconfianza. Pero poco a poco empecé a abrirme a la posibilidad de que estuviera pensando, aprendí a respetar ese silencio y partir de ahí. Tal vez lo cierto era que lo había buscado todo en Google, pero yo podía seguir trabajando igualmente: “Ok, este es el sujeto, ¿por qué?”». De esta manera, «empecé a obtener más respuestas que haciendo de policía». Se empezaron a abrir puertas inesperadas. «A veces, simplemente les decía: “Ayudadme a saber si me seguís, ¿alguien se ha quedado atrás?”. Eso permitía que me respondieran: “Yo hace días que no hago los deberes”, o “profe, me he perdido”, y volvíamos a empezar».
Una dinámica que continúa ahora, aunque esa oscuridad acabó y han vuelto a clase, aunque por partes. Betta se sorprende mirando de manera distinta a Hugo, «al que siempre le ha costado mucho, porque le falta base gramatical, método de estudio… pero tiene interés». Antes lo seguía en cada sílaba, «pero vi que no me llegaba la paciencia y empecé a buscar otras vías para que se hiciera más autónomo». De nuevo, observar y apostar. «Ahora puedo decirle: “Mira, dentro de media hora tienes que haber llegado hasta aquí. Mientras, sigo avanzando con los demás”. El problema es si lo que yo he visto de su deseo lo ha visto él también. Le espero. Debe haber un espacio donde tú no pises, aunque al otro le cueste dar sus pasos. De lo contrario, se quedará sentado sin más». ¿Y qué pasa entonces? «Está luchando. Puede que de vez en cuando diga que no. Pero no se queda de brazos cruzados toda la hora».
En noviembre, en una asamblea online con otros profesores españoles, le impresionó un amigo que había encontrado unos versos de un poeta y se los propuso a sus alumnos solo porque le habían impactado. «Había oído decir muchas veces que “educar es la comunicación de uno mismo”, pero ahí lo vi suceder. Me provocó mucho y me liberó». En aquel encuentro retomó una frase de Julián Carrón que le llamaba mucho la atención: «Los chavales siempre se mueven por alguna razón: preguntas, preocupaciones, heridas. Hay que buscar lo que les mueve». «Eso es lo que yo busco ahora continuamente en ellos», dice Betta. «Los observo y trato de entender. Es maravilloso».
Así uno descubre de un modo nuevo en qué consiste ser una presencia. «Me he dado cuenta de que el primer punto es mi propia necesidad: estar presente en la realidad, entrar en clase y estar por entero delante de lo que pueda suceder. No es menos difícil que dar clase sin verles la cara. Pero siempre es una novedad».
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