No hay guion, esquema ni estrategia. Joakim Koech, director del colegio Cardinal Otunga de Nairobi, describe el riesgo de educar
Cuando Greta llegó al nuevo colegio pesaba casi cien kilos. Llena de desprecio por su propio cuerpo, intentaba resolver su enorme malestar mediante las drogas. Lentamente fue saliendo y, alcanzada la madurez, ahora estudia en la facultad de Medicina. Ann, en cambio, era la más guapa del colegio, pero la tensión y el estrés eran tan duros que hacían que se desmayara varias veces al día. Durante el instituto logró recuperarse, se diplomó y consiguió realizar su gran sueño de participar en el concurso de Miss Kenia.
Historias como estas, Joakim Koech, director del centro Cardinal Otunga en Nairobi, Kenia, las tiene a cientos, pero no las cataloga como éxitos, sino que las guarda en su ordenador en una carpeta que ha llamado sorpresas. Porque aquí no hay un guion, ni un esquema, ni una estrategia. «Solo existe el riesgo de sostener algo bueno que vislumbramos en el fondo de cada alumno», cuenta. «Paradójicamente, sus progresos son una “sorpresa” precisamente en la medida en que es algo que esperamos. Algo parecido a cuando llega el gol después de noventa minutos de partido».
Así pasó con Henry, que llegó al colegio a principios del curso pasado. Unas notas pésimas y una peor reputación. En la primera entrevista, el padre le dijo a Joakim: «Os lo traigo en su último curso a ver si lo enderezáis. Le castigo, le pego. Con él no funcionan los modos suaves. Ayudadme a hacer de él un hombre».
El chico era complicado, efectivamente. Siempre llegaba tarde, nunca hacía los deberes. Pero los profesores no tardan en ver que es despierto, tiene una inteligencia por encima de la media. Así que pisan el acelerador. «Querían a toda costa llevarlo a obtener buenos resultados. En el fondo, replicando el mismo método, aunque más refinado, que seguía su padre», cuenta Joakim, que al darse cuenta, propuso a sus docentes un cambio de marcha. «Les pedí que aflojaran amarras y apostaran por lo único que veíamos: Henry, aunque con indiferencia y desgana, seguía viniendo al colegio todos los días. Algo debía haber que lo atrajera». Le propusieron quedarse por las tardes para profundizar en matemáticas, para las que tenía una buena disposición. Aquello bastó para verlo florecer. Al cabo de dos meses, sus notas mejoraron. No solo en matemáticas, también en swahili, inglés e historia. «Su rebelión, una vez abrazada, se transformaba en afecto: por el estudio, por el colegio y por los profesores». Tanto que hasta su padre fue a preguntar por el motivo de aquel cambio.
Poco antes de acabar el curso, un sábado por la noche, Henry, que aún no tenía carnet de conducir, agarró el coche de sus padres y se fue con un amigo a dar una vuelta por la ciudad. El padre le esperaba en casa furibundo y, nada más llegar, lo llevó a la policía. Eran las nueve cuando llamó a Joakim por teléfono: «Eh, director, tu chico la ha liado bien gorda esta vez. Habéis sido demasiado suaves con él». Joakim fue a comisaría. Henry estaba disgustado, era consciente de que no tenía justificación alguna. «Para mí aquella fue la señal más importante, algo de lo que tirar. Le dije a su padre: “Tu hijo ya ha comprendido. Si quieres que sea un hombre de verdad, tendrá que afrontar su error. No puedes dejarlo aquí clavado. Castigarlo no coincide con cambiarlo. Mira todos los pasos que ha dado hasta ahora». Era medianoche cuando Joakim logró convencerlo para volver a casa con Henry.
Aquella noche en la comisaría se convirtió para todos en un punto de partida, la prueba de fuego que hizo evidente qué era lo esencial: es imposible “hacerse un hombre” sin una relación capaz de hacerte volver a empezar. Sus últimos meses en el Otunga, Henry los pasó preparando sus exámenes finales. Un sinfín de iniciativas es lo que permite seguir incluso a los peores de la clase.
«Cuando le miro, me veo a mí», cuenta Joakim. «Yo también era el rebelde del colegio, con notas y llamadas todos los días. Pero luego me despertaba por la noche y me ponía a estudiar porque quería sacarme el título. Nadie sabía quién era yo realmente, nadie sospechaba que mi corazón solo deseaba brillar». Hoy, cuando se encuentra con sus antiguos compañeros de instituto, se ríen al ver que ahora es director. Él les cuenta entonces que cambió cuando conoció a Romana, la chica con la que después se casó. «A sus ojos, yo era perfecto. No era una ingenua, pero vivía algo tan hermoso en su vida que le permitía no tener miedo de la mía, tan destartalada. Esa mirada fue el inicio de todas las sorpresas».
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