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Huellas N.6, Noviembre 1984

AYER

Auschwitz: Gólgota de nuestros tiempos

Juan Miguel Prim-Goicoechea

Nie moglem tutaj nie przybyc jako papiez. Przvchodze wiec i klekam na tej Gúlgocie wspólezesnosci, na tych mogilach w ogromnej mierze bezimiennych. jak wielki grob nieznanego zolnierza... Juan Pablo II

Durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial Alemania y Polonia, prin­cipalmente, vieron multiplicarse en su suelo numerosos campos de trabajo y ex­terminio, sólo en Polonia podían contarse cerca de 400 campos, incluyendo los provisionales.

El más importante de todos ellos fue el doble campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, el cual se convirtió en el prototipo de eficacia y destrucción.

En el período de 1943 a 1944 Auschwitz albergaba a 100.000 hombres y mujeres e incineraron 12.000 prisioneros por día. Birkenau era un campo enorme rodeado por una alambrada electrificada de 12 kiló­metros de longitud.

Se calcula que en Auschwitz-Birkenau fueron exterminados unos cuatro millones de personas, la mayoría de ellos de raza judía, pero también prisioneros de guerra soviéticos, polacos, gitanos y todos aque­llos que eran considerados contrarios al régimen hitleriano.

Las cámaras de gas de Auschwitz po­dían albergar a 2.000 personas simultánea­mente.

Auschwitz se convirtió, gracias a su co­mandante Rudolf Hess, en una gigan­tesca industria de tortura y exterminio.

Los prisioneros, procedentes de los más diversos lugares, eran hacinados en trenes especiales, en vagones sellados, y trasladados a los campos en viajes de varios días, sin comida, ni agua. Algunos morían en el trayecto.

Al llegar eran descargados y sólo los que conocían la labor de genocidio eran capaces de comprender el trágico signi­ficado de las densas nubes de humo y las altas chimeneas de los hornos crema­torios.

Inmediatamente, entre golpes y patadas, eran despojados de las pocas posesiones u objetos de valor que hubieran podido llevar consigo, y eran sometidos a un «exa­men» por un médico de la SS el cual, a primera vista, decidía su suerte inmi­nente. Aquellos considerados inútiles para el trabajo, los enfermos, ancianos, niños y mujeres embarazadas o con hijos pe­queños eran separados del resto y con­ducidos en camiones a las cámaras de gas.

Los considerados aptos eran desnudados y afeitados por completo, tatuados y ves­tidos con un sucio uniforme de presidia­rio. En adelante habitarían los atestados barracones de madera.

Las posibilidades de sobrevivir eran es­casas dadas las condiciones del campo: alimentación muy pobre, carencia total de higiene, transmisión de las más diversas enfermedades, fríos insoportables, traba­jos extenuantes, golpes y todo tipo de abusos por parte de los guardianes y de los «capos».

Diariamente eran conducidas miles de personas a las cámaras de gas. Las antesalas de éstas estaban disimuladas apa­rentando ser casas de baños. Los prisio­neros, desnudos, eran conducidos a las cámaras y una vez encerrados eran some­tidos a un «baño» de gas, extraído de cris­tales de zyclón B, el cual era introducido en la habitación a través de unos respira­deros en el techo.

Cuando los gritos habían cesado y el gas había sido extraído por unos venti­ladores, un comando de prisioneros destinados a este trabajo, dotados de másca­ras anti-gas y mangueras se enfrentaban a un espectáculo dantesco: montañas de cuerpos desnudos, deformados por la as­fixia o aplastados por la lucha para res­pirar la última cantidad de aire, con los miembros desencajados por el paroxis­mo. Una vez regados los cadáveres eran cargados sobre plataformas y traslada­dos a los hornos crematorios. Allí, tras haber extraído los dientes de oro y haber arrancado el cabello de las mujeres -con el que luego se tejerían alfombras y ves­tidos- los cuerpos profanados eran inci­nerados de tres en tres en cada uno de los quince hornos de que disponía cada crematorio.

El «pestilente y nauseabundo olor» de los cuerpos quemados, como diría en el juicio el propio comandante Hess, inva­día el aire del campo, el humo velaba el sol y las cenizas eran esparcidas por los alrededores o arrojadas en los estanques de la comarca.

Yo tuve la oportunidad de visitar este verano el campo de Auschwitz-Birkenau. Fue ciertamente una experiencia desola­dora. Después de cuarenta años es aún hoy imposible recorrer sus callejuelas, vi­sitar los barracones o atravesar las alam­bradas sin sentir un escalofrío al pensar en los millares de hombres, mujeres y niños que han arrastrado sus cuerpos de­macrados y su desesperanza por esos ca­minos.

No es posible contemplar los objetos personales que se conservan y las fotos de los prisioneros colgadas en los barra­cones sin sentir un nudo en el corazón al pensar en el mundo de ilusiones, deseos y sufrimientos de que cada uno era por­tador.

Es imposible recorrer los calabozos, las celdas de castigo -chimeneas de un me­tro cuadrado en las que eran introducidas cuatro personas de pie, casi sin ventila­ción, durante toda la noche-, las horcas colectivas al aire libre, el muro de la muerte ante el que fueron fusilados unos 20.000 prisioneros, la celda del Padre Kol­be, las cámaras de gas y los hornos cre­matorios sin llorar de impotencia ante tal profusión de maldad y destrucción.

Sin duda no es necesario retroceder cuarenta años para encontrar muerte y devastación, pero Auschwitz es un monu­mento que muestra al hombre de hoy las profundas raíces del mal en el corazón del hombre.

El drama de los campos de concentra­ción ha dado lugar a numerosas condenas de los sistemas -totalitarios, pero, sin em­bargo, el hombre de nuestros tiempos no ha superado, en muchas ocasiones, el es­quema maniqueo y rousseauniano del «hombre bueno» y la «potencia mala» que lo pervierte. No deja de ser por ello cierto quce el juego de las potencias que se re­parten el mundo y el triunfo de las ideo­logías es un mal condenable, porque, como ha señalado Oliver Clément, toda «ideología» se convierte finalmente en «idolo­gia» y acaba sacrificando al hombre en nombre de un ídolo. Con sus propias palabras:

«Auschwitz simboliza el ídolo colec­tivo, el Dios-Moloch, cuando el hom­bre ya no es la imagen de Dios, sino Dios la imagen del hombre, de lo peor del hombre» (1).

Nuestra sociedad, que se caracteriza por la superficialidad y vaciedad, está necesitada de ese conocimiento del hombre y de su responsabilidad, que sólo se adquiere en los momentos dramáticos de la historia, cuando toda una cultura, un modo de vivir, es puesta en tela de juicio.

Nuestra sociedad no puede lavarse las manos. Ella es también violenta. Todos los somos. De nuevo con Clément:

«La nada nos cerca. De ahí procede sin duda la neurosis colectiva y los paroxismos como la violencia que se incrementa en nuestras sociedades. La tortura es cada vez menos la exalta­ción de una ideología y cada vez más la "funcionarización" de un sistema, pero, sin duda, también la búsqueda de una suerte de innoble embriaguez, como en Sade ( sobre el fondo de la nada, de la naturaleza ciega yo me siento todopoderoso, me siento existir cuando torturo). De ahí también el ci­nismo y el hedonismo que sólo busca el momento presente, en la "sociedad del vacío"»

Superando la condena superficial o par­tidista hemos de ir más allá, hemos de acudir al problema de la dramática liber­tad del hombre. El hombre es ese extraño ser capaz tanto de infligir el mal y la muerte a los otros hombres cuanto de pa­decerla y aun perdonar a sus propios ejecutores -como es el caso del Padre Kolhe-. Así la libertad, ese inmenso don que le constituye como hombre la permi­te también dejar de serlo, le permite des­humanizarse.

Cuando el hombre no reconoce la dig­nidad y el valor del otro hombre que tie­ne delante, entonces no sólo le destruye sin compasión, sino que con ello se destruye a sí mismo. El hombre puede cegarse al valor del otro hombre en un proceso lento pero continuo, y será res­ponsable de ello.

Para el creyente esta dignidad viene además fundada en el carácter sagrado del hombre hecho a imagen de Dios. Quiero aquí aportar el testimonio de un hombre de Iglesia, el Cardenal Wyszynsky prima­do de Polonia hasta su muerte el año 1981.

«Siendo yo obispo de Lublin, se me dijo un día que los huesos de los deportados del campo de Majdanek se empleaban como abono. Me personé allí inmediatamente y pude, efectiva­mente, ver montículos de huesos calcinados, residuo de crematorios. En este montón, de una longitud como de un centenar de metros, brotaban ya zanahorias y coles... Recogí un huesecillo de niño y me lo llevé. Inme­diatamente puso en conocimiento de ello a las autoridades para impedir que siguiese adelante esta profanación de restos humanos, de veras insoporta­ble a cualquier persona decente. Yo pensaba en el inmenso respeto, en la tierna solicitud que la Iglesia prodiga con los restos de los difuntos, reli­quias de templos vivientes, pues nues­tra fe nos enseña que Dios habita en el fondo de las almas inmortales. Cuan­do esta fe se debilita, se ve en el hombre una mercancía tan buena que se sirve uno de él en lugar de servirle, transformándolo en abono, en sentido literal o figurado... (2).


Cabe hacerse también la eterna pre­gunta: ¿cómo es posible concebir la exis­tencia de un Dios del que se predica la bondad y la misericordia en grado sumo en un mundo que desborda sufrimiento y maldad?
A esto sólo podemos responder que la libertad del hombre es, no sólo el riesgo del hombre, sino también el riesgo de Dios. Dios no es ajeno espectador en el misterio del sufrimiento, más bien se debe decir que lo ha asumido hasta lo más hondo, ha apurado hasta la última gota del cáliz del dolor. Ha padecido la muer­te a manos de los hombres, y ha abierto así un camino de salida.

«Ahora más que nunca -palabras de Wyszynski- la cruz es la señal de la humanidad contemporánea. Este Hombre crucificado es una advertencia para los que la infligen el suplicio, pero también una garantía de espe­ranza para todos los ajusticiados a quienes El precede en la resurrección.»

Quiero concluir este artículo también con palabras del Cardenal Wyszynski, este hombre que fue perseguido por la Gestapo y encarcelado de 1953 a 1956 por el Go­bierno Comunista; este hombre que fue el pastor de una nación que ha padecido mucho, una nación que se vio horrorizada y que regó con su sangre la tierra de Auschwitz-Birkenau.

«Somos -pese a nosotros- una generación de héroes. Hemos pasado decenios enteros del siglo XX en me­dio del fragor de las armas. Hemos visto trincheras, cañones y bombas... ¡Qué música la nuestra! Hemos vis­to miles de soldados muertos, hemos sobrevivido a la muerte de los gigan­tes, de los déspotas y de los dictadores. Los gobiernos caían ante nues­tros ojos como hojas de los árboles... ¿Qué podrá ya entonces deslumbrar­nos? Ya no nos dan miedo los ca­ñones. Un hombre armado no despierta en nosotros ni temor, ni respeto. Al contrario. Un hombre indefenso es el que nos parece un hombre de verdad. Un soldado armado hace el ridículo, pues aquel cuya principal virtud ha de ser el heroísmo debería entrar en combate, como David, con las manos desnudas. Ahora sólo sentimos aprecio por los titanes del pensamiento, del corazón y de la virtud. Ellos son los que nos merecen respeto. Ellos son los dignos de alinearse en el combate por... lo mejor»(3).

(1) O. Clément. Apres Auschwitz et Hi­roshima: la croix du Christ. Artículo en France Catholique. Ecclesia, núm. 1967, 31 agosto 1984.
(2) Card. Stefan Wyszynski, fragmento de un discurso a los médicos, en 1963.
(3) Del Diario de Prisión. Domingo 1 de agosto de 1954.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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