«El escándalo reinará en el mundo mientras la masa de los cristianos no puedan combatir sin reservas juntamente con la masa de los pobres y los oprimidos», porque «el cristiano si se separa del pobre perjura de su nombre».
Con esta claridad y contundencia afirma Mounier la exigencia que, partiendo de la Revelación, tiene el cristiano de vivir en comunión espiritual y material con el mundo de los pobres, los oprimidos, los que sufren injusticias, etc., y de asumir las consecuencias que de esta comunión se derivan.
Corremos el grave peligro de darle la espalda a esta exigencia y construir nuestra forma de vida, nuestra cultura, instalados en el divorcio entre espíritu y materia, y en un gueto de confort y seguridad, frutos ambos de la civilización burguesa que cala hasta lo más profundo de nuestro ser. Y así, pretender encarnar el Evangelio sin cuestionarnos el uso que hacemos de los bienes materiales, entrando en la forma de ordenarlos que nos propone el sistema en que vivimos con absoluta tranquilidad de conciencia y desencarnando el valor de la pobreza. Vivir nuestra fe construyendo una cultura, pero lejos de los vivos reproches de la miseria, «en nuestros barrios, en nuestras escuelas, en nuestros vestidos, en nuestros vagones, en nuestros hoteles, en nuestras relaciones, en nuestras misas».
Construir una cultura, una realidad espiritual, sobre estas bases, disociándola de las realidades sociales, que no son nuestra seguridad y nuestro confort, es construir una cultura burguesa, es no ser fieles al Evangelio de Jesucristo. Tenemos que volvernos hacia la miseria para sentirla como una presencia y una quemadura.
El Evangelio de Cristo es el Evangelio de los pobres: no hay duda. «La voluntad de Dios parece inclinarse con preferencia en favor de la clase más desgraciada, así llama bienaventurados a los pobres, invita hacia sí a quienes trabajan v están afligidos para consolarlos; abraza con especial amor a los más pequeños y oprimidos por la injusticia» ( «Rerum Novarum » ). La sociedad en la que Cristo encarna el Reino de Dios es una sociedad teocrática, sociedad religiosa y civil están identificadas de tal manera que los marginados y los pecadores son una misma cosa: prostitutas, publicanos, pastores leprosos, etc., la Buena Nueva es anunciada especialmente a éstos: los marginados de toda esperanza humana y divina. Y Jesús se sienta a la mesa con ellos, sentarse a la mesa para el judío equivale a hacer comunidad ante Dios. El revela que su entidad como enviado del Padre es estar a favor de los desgraciados y de los pecadores, dar esperanza a los radicalmente desesperanzados.
No es que el pecador o el pobre tengan un especial mérito para el don de Dios, éste es universal y gratuito, pero sí hay una especial preferencia por aquel que menos cree poder recibirlo.
Junto a esta preferencia, muy unida, quizás sea lo mismo, descubrimos en Cristo su voluntaria y abismal comunión con el sufrimiento del mal humano; vive en su mayor grado la miseria del hombre tanto material como espiritual por su relación con el pecado.
Estas realidades han sido constantemente vividas en la historia de la Iglesia, «al discípulo de Cristo se le conoce por su actitud ante los pobres», decía San Lorenzo, y San Juan Crisóstomo escribe: «¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No le abandones cuando se haya desnudo, no le rindas honores aquí en el templo con telas de seda para después abandonarlo fuera donde padece frío y desnudez ( ... ), ¿de qué sirve que la mesa eucarística esté abarrotada de cálices de oro si Él se muere de hambre? Al adornar la casa cuídate bien de no olvidar a tu hermano que sufre, porque este templo es más precioso que el otro.»
La medida está pues dada, la cultura que queremos crear a la luz del Evangelio tienen que encarnar este aspecto de la revelación de Cristo, ¿ cómo seguiremos hoy el privilegio y la solidaridad de Cristo con los pobres? ¿Tendremos que aceptar el dilema de elegir entre la evangelización o el compromiso en la liberación del hombre de los males de este mundo? Aceptarlo es aceptar un principio erróneo, la salvación cristiana y la liberación humana están unidas por un vínculo estrechísimo. Más exacto parece ser partir de que vivir y anunciar los valores de Cristo en el mundo tiene una consecuencia salvadora y liberadora espiritual.
Esto parece exigirnos vivir la pobreza, ¡y la pobreza es la pobreza!, «para hacernos más sensibles y más capaces de comprender los fenómenos humanos relacionados, con los factores económicos dando así a la riqueza el justo y a veces severo juicio se merece, prestando a la indigencia un interés rápido y generoso, y deseando que los bienes económicos se distribuyan siempre con mayor prodigalidad» (Pablo VI). Y por otra parte desinstalamos y abrirnos integrando en nuestra forma de vida y en nuestra lucha por la construcción de una «Nueva Tierra» la cada vez más grande masa de «fueras-de-juego» que la sociedad del siglo xx está creando, para no edificar una cultura colaboradora con lo que se ha llamado el «desorden establecido».
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