La ONU se ocupa de la cuestión demográfica desde 1969, año de la fundación del UNFPA (Fondo de las Naciones Unidades para Asuntos de la Población). La primera tarea del organismo dirigido por el filipino Rafael Salas, es promover y coordinar la adopción de políticas de «planificación familiar» por parte de los gobiernos del Tercer Mundo.
Entre el 6 y el 14 de agosto se convocó la «4 Conferencia Internacional sobre
la Población», en la cual participaron delegaciones a alto nivel de todos los gobiernos del mundo. También fue invitada la Santa Sede. Los debates se desarrollaron en la ciudad de Méjico.
La primera pregunta que muchos se habrán hecho al leer esto es ¿por qué y para qué una Conferencia sobre la población? Intentaremos responder brevemente a esta pregunta, pues es imprescindible centrarnos en la problemática que la ha suscitado.
Fundamentalmente a partir de la Segunda Guerra Mundial se produjo un fenómeno importante en los países del Tercer Mundo: la introducción y expansión de una avanzada tecnología sanitaria y médica que provocó un descenso extraordinario en las tasas de mortalidad. El hambre, la peste y las guerras dejaron de provocar muertes tan masivas en los Países Subdesarollados, aunque desde luego continuaron su acción. El resultado fue un extraordinario aumento de las tasas de crecimiento de la población mundial que trajeron consigo la alarma en los Países Desarrollados. La respuesta no se hizo esperar y se desarrolló toda una literatura catastrofista que aludía a un viejo tema ya tratado por Malthus en el siglo XVIII: los recursos del planeta son limitados y el excesivo aumento de la población provocará la explotación masiva y la destrucción de esos recursos. Esta teoría fue apoyada por el neomalthusianismo radical y también por el Club de Roma fundado por Aurelio Peccey. Inmediatamente apareció la gran panacea, la gran solución que solventaría el problema: el control de la natalidad, por medio del aborto, los anticonceptivos artificiales y la esterilización, que acabaría con el sufrimiento de millones de personas. Es decir, se trataría de que los pobres fueran menos, no de que fueran menos pobres.
Este mito del «crecimiento cero» fue impulsado en la Conferencia de la Población celebrada en Bucarest hace diez años. En ella, se presentó el crecimiento de la población como uno de los mayores desastres a los que el mundo estaba condenado, si no se le ponía remedio. Se elaboró un Plan Mundial de Acción sobre la Población, que se basaba en proponer, aconsejar y hasta imponer el «crecimiento cero» apoyado en políticas de planificación familiar. Para ello, se llegó incluso a condicionar las ayudas económicas (instalación de pozos, ayudas sanitarias, etcétera) a la aceptación de estas políticas antinatalistas. Lo que no se dijo al presentar estos argumentos es que, mientras el consumo de alimentos por persona ha disminuido en África en los últimos veinticinco años, durante ese mismo tiempo ha aumentado la producción agrícola, pero fundamentalmente en productos no alimenticios destinados a la exportación (cacao, té, café, tabaco... ). Se da, pues, la gran paradoja de que, mientras África se muere de hambre, nos está «alimentando». El tema central es que el problema se ha desviado y no es un asunto de natalidad o de crecimiento excesivo, sino de injusta distribución de los recursos y mal aprovechamiento de los mismos, por carecer de una política y tecnología adecuadas. Como ya dijo el Club de Roma, desde luego que si extendiéramos el nivel de consumo de los países desarrollados al Tercer Mundo, el resultado sería caótico. Pero ello se debe a que en los países desarrollados el consumo se ha convertido en despilfarro. De ahí que se deba apelar a al modelarición y al freno del «consumismo», verdadera enfermedad de nuestro tiempo. Debemos concienciarnos de que el aumento de la población, de por sí, no es un hecho positivo ni negativo, aunque puede ser alarmante como indicador de otros fenómenos. Es escalofriante que pasen hambre millones de personas, pero no es el hecho de ser muchos lo que causa su pobreza, no nos engañemos. Esto sería una falacia. Como dijo el presidente de la comisión vaticana en Bucarest: «el egoísmo de los ricos, más que la fecundidad de los pobres, es el responsable de esa formidable desigualdad social que se ofrece hoy a nuestros ojos». El representante nigeriano estremeció al auditorio con estas palabras: «¿por qué hablamos del hambre que nos afectará en el futuro si no limitamos nuestra población? Es hoy en realidad cuando nosotros morimos de hambre». La auténtica y cruda realidad es que resulta mucho más barato, e incluso lucrativo, costear políticas de control de la natalidad, que desarrollar ayudas y políticas de apoyo a las economías de los países subdesarrollados. El mismo presidente norteamericano Johnson dijo en el 65: «Actuemos teniendo presente que menos de cinco dólares invertidos en una política de control de la natalidad producen tanto como cien dólares invertidos para el desarrollo económico.»
El «plan de acción» de Bucarest fue aplicado a muchos países y el resultado a los diez años es que el mundo sigue estando sumido en una profunda crisis económica y los países subdesarrollados siguen siendo tan pobres como antes, a pesar de que muchos de ellos redujeron drásticamente el crecimiento de su población.
Mientras en los países desarrollados las campañas en pro de una mayor «libertad» en el campo re la sexualidad exigían como un derecho el empleo de anticonceptivos y la legalización del aborto, haciendo de la esterilidad el estado «natural» del hombre. Los resultados hoy son escalofriantes, pues aquellos países, como Alemania o Suecia, que llevaron adelante esa «liberalización» se encuentran hoy con una población envejecida, sin jóvenes que representen una esperanza para el futuro y sin adultos capaces de sustentar el elevado porcentaje de población no activa.
Con estos antecedentes se ha desarrollado la Conferencia de Méjico. En ella el desprestigio de las afirmaciones catastrofistas respecto a la población y la experiencia negativa del control de la natalidad en los países en que se implantó han sido notas predominantes y moderadoras de los resultados finales expresados en forma de «recomendaciones». Tanto las naciones en vías de desarrollo como la Santa Sede pusieron el acento sobre el desarrollo socioeconómico como base para resolver los problemas de la población; mientras que las naciones desarrolladas de Occidente continuaron insistiendo en la planificación familiar para reducir las tasas de fecundidad.
La posición de la Iglesia ha sido clara. Reconoce que los gobiernos tienen la obligación de suministrar información fidedigna sobre la situación demográfica, dejando plena libertad a la pareja para que pueda tomar una decisión libre sobre la frecuencia de los nacimientos y la medida de su familia. En esta decisión la pareja contará con el magisterio de la Iglesia sobre los métodos moralmente lícitos para regular el número de embarazos. Métodos que serán siempre naturales e implicarán, por tanto, la contención en los períodos fecundos de la mujer. La Iglesia ve a la persona como un participante activo en la vida social y no como un simple objeto de políticas gubernamentales. Los hijos no son una carga económica, una limitación de la comodidad de los padres ni un simple «miembro improductivo».
Así, al comenzar los debates, el representante de los EE.UU., James Buckey, hizo saltar la primera chispa de un enfrentamiento que era previsible, al afirmar: «el gobierno de EE. UU. se opone a cualquier método coercitivo para la implantación del control de la natalidad y no proporcionará un solo centavo para la promoción del aborto». Estas afirmaciones, en un ambiente en el que los dogmatismos neomalthusianos son aceptados sin más, dejaron cabida a la esperanza, máxime si tenemos en cuenta que es el propio gobierno estadounidense el que financia en su mayor parte los programas de planificación familiar. Sin embargo, la mayor aspereza de los debates se alcanzó en la discusión de una recomendación por parte de la delegación vaticana, que proponía eliminar el aborto como método de planificación familiar. Esta propuesta fue finalmente aprobada por la mayoría de los países, lo cual supuso un gran frenazo al aborto. Este fue uno de los aspectos positivos de las «recomendaciones» finales, así como el planteamiento a escala mundial de una serie de problemas candentes y de apremiante solución, como la lucha contra la mortalidad infantil, la promoción de la mujer, la defensa de los derechos de los emigrantes y refugiados políticos...
Sin embargo, el documento final de la conferencia era claramente antinatalista y la delegación vaticana no lo suscribió. Hemos dado un paso adelante, pero aún nos queda mucho camino, mucho camino para gritar al mundo que somos nosotros mismos los que nos limitamos y limitamos a los demás con nuestros egoísmos y comodidades. Nuestros grandes avances tecnológicos están sin rumbo, no benefician a nadie y nos alejan cada vez más de una visión global del hombre que nos lo muestre como hijo de Dios. Quitemos el límite de nuestra comodidad y démonos cuenta de una vez de que somos responsables de la pobreza que hay a nuestro alrededor. Quitemos el límite de nuestro egoísmo, para desarrollar la tecnología orientándola decididamente nacía la vida y el bien de todos los hombres.
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