Va al contenido

Huellas N.6, Noviembre 1984

EN PRIMER PLANO

El estado de la nación

José Luis Restán Martinez

El otoño político de cada año tiene su plato fuerte parlamentario en el llamado Debate sobre el estado de la nación. El Congreso de los Diputados se convierte por unos días en el foro donde se pulsa la realidad nacional en un conjunto de variados aspectos.
Pero cada uno de los protagonistas de este Debate tiene sus servidumbres particulares que le impone la específica misión de gobierno, legislación, oposición simple representación, y además, no se puede pedir al Parlamento aquello que no es capaz de dar. Por esto, un debate de tales características, aun siendo altamente positivo y teniendo la virtud de esclarecer, no puede entrar en un análisis profundo, de interioridades, ni puede atender a una serie de factores clave para explicar verazmente cuál es el estado de la nación.


Crisis de la cultura
Los diversos grupos parlamentarios abordan en este debate las diversas caras de ese fenómeno conocido ya tópicamen­te como «la crisis». No hay duda de que la nación vive inmersa en una situación de crisis, aunque esta palabra cobre sig­nificados bien distintos según quien la utilice.

Se habla, como es natural, de la crisis económica y social derivada de unas es­tructuras de producción insuficientemen­te ajustadas a la realidad, del parón general de la actividad económica mun­dial a raíz de la pasada crisis energética, y de los propios defectos inherentes al sistema.

También se habla del fenómeno de la inseguridad, tanto en lo que se refiere al problema de la delincuencia (con sus múltiples implicaciones), como a la actual situación internacional de guerra fría.

La construcción de un Estado que sirva realmente a los ciudadanos y que sea el soporte eficaz de una sociedad creativa y vertebrada, el papel que nos correspon­de como nación en el concierto de los pueblos, serán también motivo de discu­sión y de análisis por parte de los par­lamentarios.

Estos y otros aspectos debatidos con­figuran una parte de la crisis, o mejor, son la manifestación formal, en diversos campos, de una crisis más honda y gene­ral. Aunque los problemas técnicos tienen en todos estos casos una preponderancia aparente, pensamos que subyace y enmar­ca toda esta realidad una crisis de la cul­tura, de la forma de ser y de estar las gentes y las sociedades frente a la reali­dad del momento. Una crisis de los valo­res, de las interpretaciones, de las priori­dades, de las implicaciones morales y de las motivaciones más profundas de la actividad individual y social.

Esta crisis, cuyas consecuencias habrían debido ser sanear esquemas mentales ca­ducos, vigorizar lo más auténtico de la herencia del pasado, y enriquecerlo con creatividad renovada, está dejando en bue­na medida un panorama desolador y sin salidas.

Papel importante, aunque no exclusivo, en la explicación del fenómeno corres­ponde al proceso de galopante descristia­nización de una nación cuya historia du­rante casi veinte siglos ha estado unida al hecho de la fe cristiana. A tal proceso, queremos ahora dedicarnos, pues es de importancia capital para describir el es­tado de la nación.

Descristianización
Asistimos en primer lugar a la caída de la religiosidad individual, y sobre todo de su manifestación social. Nadie duda a estas alturas que en ese bagaje heredado de las anteriores generaciones había mu­cho que purificar y sanar, pero la evolu­ción no ha sido en esta dirección única­mente, sino también hacia un progresivo empobrecimiento favorecido por el am­biente agresivo a la manifestación religio­sa, y por un mal entendimiento de la necesaria cirugía a aplicar para hacer ade­cuada a nuestro tiempo esa manifestación.

El factor religioso ha dejado de cons­tituir un elemento constructivo de la rea­lidad social. La retirada hacia los límites de la propia intimidad personal o fami­liar, y hacia los territorios intraeclesiales ha sido masiva, dejando atrás un espacio absolutamente secularizado. En otros ca­sos, aunque la contextura formal de la expresión permanece, se ha vaciado de auténtico con tenido religioso, convirtién­dose en mero folklore o costumbrismo.

Con todo, no pensamos que sea este aspecto el más radical para explicar el proceso de la descristianización. El ver­dadero derrumbe se ha producido en el campo de la cultura, entendida ésta como forma de afrontar la realidad y de res­ponderla. El pueblo cristiano, que en apre­ciable número ha mantenido su sentido religioso, ha dejado de creer práctica­mente que esa fe que profesa sea capaz de crear una forma de vivir esencialmente distinta, en definitiva una cultura alter­nativa.

La cultura dominante, con sus esque­mas de pensamiento, sus modos de com­portarse y de juzgar la realidad, aparece como un dato irreemplazable para todos. Queda, en convivencia con ella, todo lo más una superestructura religiosa sin in­cidencia sobre la vida real, un refugio, quizás una pauta para el comportamiento moral privado, mientras éste no sea al­canzado también por aquellos esquemas.

Los signos de este derrumbe se extien­den desde el panorama de la producción literaria y cinematográfica, pasando por la casi nula presencia cristiana en el que­hacer universitario, hasta los medios de comunicación más influyentes y el propio estado de opinión que se palpa en la calle.

Es curiosa la impavidez con que este espectáculo se contempla desde los dis­tintos estamentos sociales: si se explica en unos casos, es incomprensible como en otros, los propios cristianos han colabo­rado a esta retirada del debate cultural con un absentismo incluso justificado con buenas razones, que sólo muestran el tre­mendo divorcio existente entre la fe y la vida.

En medio de este panorama, y a pesar de la actitud nada combativa de los cris­tianos, no han faltado los brotes de anti­clericalismo y las campañas de acoso sis­temático a la Iglesia. Los primeros son fruto de una inmadurez histórica a la que parece condenada una parte de nuestro pueblo y en especial de nuestros intelec­tuales. Las segundas obedecen más bien a una estrategia a largo plazo que pre­tende aplastar definitivamente la influen­cia social que, aun deteriorada duramente todavía mantiene la Iglesia española; y quizá también a una prevención, puesto que la capacidad de recuperación de la propuesta cristiana ha sorprendido a pro­pios y extraños en no pocas ocasiones an­teriores a lo largo de la historia.

La iglesia ante el fenómeno
La propia Iglesia, entendida desde fue­ra como mera institución social, no goza del respeto que un simple reconocimiento objetivo le haría merecer. Parece que ni siquiera es tomada en serio, y su palabra es causa de mofa unas veces, y se somete sistemáticamente al olvido en otras. Pero el pueblo cristiano, que en definitiva for­ma la Iglesia, no puede esperar otra cosa si su postura es siempre la de ausen­tarse o la de actuar en nombre de mo­tivos distintos a su fe.

Es fácil comprender que, envuelta en tal situación, la Iglesia tenga diversas ten­taciones:

- Una es la de replegarse a su propio territorio, dedicándose a una tarea de cre­cimiento interior exclusivamente. Pero esta actitud lleva aparejada una doble abdicación: la de evangelizar la sociedad en la cual se halla inmersa y de trascen­der el ámbito meramente religioso, ya que la fe cristiana tiene que generar necesaria­mente cultura en su más amplio signi­ficado.

- Otra es la vieja tentación del «com­padreo». Se trataría de aceptar las buenas razones que se dan para su absentismo, reconocer su incapacidad en orden a ocu­parse de las cuestiones temporales.

Adoptar una actitud defensiva frente al actual estado de cosas, es otra posible actitud que se acaricia por muchos, en conexión con lo dicho anteriormente.


La tarea de hoy

Frente a todas estas tentaciones, urge que la Iglesia en todos sus estamentos, y no sólo los obispos, reflexione sobre cual debe ser su aportación, sus prioridades y sus respuestas en la nueva circunstancia de España. En este terreno de la reflexión, hay que reconocer el trabajo que viene haciendo la Conferencia Episcopal con numerosas tomas de postura, publicación de documentos, etc..., que muestran una sensibilidad mucho más afinada en los últimos años; pero faltan mecanismos de auténtica transmisión de todo esto a las comunidades, movimientos y asociaciones en que se estructura la vida de la Igle­sia española.
Es preciso huir tanto de posturas entreguistas como de actitudes de encerra­miento y fosilización. La Iglesia tiene que iluminar, con gestos y palabras, la realidad cambiante que estamos viviendo; no de­biera contentarse con la mera denuncia de la situación, sino que fundada en la capacidad creativa de la fe, debe proponer sin complejos alternativas y soluciones allí donde esté capacitada para hacerlo.
Tampoco puede abandonarse el diálogo que a escala universal ha venido man­teniendo la Iglesia con fuerzas sociales y culturales que parten de una tradición y unos presupuestos antropológicos distin­tos a los suyos, sobre todo cuando ese diálogo tiene por meta la contribución a un mejor servicio del hombre y de la causa de la justicia, la libertad y la paz, e incluso cuando se trata simplemente de intercambiar ideas con el fin de abatir viejas barreras de incomprensión mutua. Todo este movimiento de diálogo, fruto en especial de las conclusiones del Vati­cano II, es sin duda necesario y bueno en sí mismo. La única condición, que en España debe ser tenida en especial con­sideración por los cristianos, es la de partir para ese diálogo de la propia iden­tidad (no hacer un diálogo sin rostro), y realizarlo en todas las direcciones, no de una manera sectaria.
También es preciso especificar que la acción fecunda de presencia social que está llamada a realizar la Iglesia en esta hora, no puede hacerse como fruto de una planificación meticulosa de los obis­pos que se lleva a la práctica por canales rígidamente institucionalizados. Junto a tareas que será preciso dirigir por los propios obispos y constituir un empeño colectivo de toda la comunidad eclesial, se hacen precisos numerosos proyectos salidos de la creatividad espontánea de individuos y grupos, que mantienen viva la comunicación eclesial aunque trabajen con independencia orgánica. Sin despojar­se de una cierta inercia clerical, la Iglesia española no podrá realizar el servicio de evangelización que se le exige en esta hora.
Se trata en definitiva, de reclamar para los cristianos en cuanto tales, el lugar que les corresponde en una situación de plu­ralidad social y cultural, que no se asiente sobre el vacío, sino sobre una realidad que ellos han contribuido a construir a lo largo de la historia. Y reclamarlo no con una intención de lucha de influencia o de poder, sino como un servicio a la socie­dad, pues la fe cristiana tiene capacidad para fecundar y reverdecer muchos de los aspectos resecados y sin salida del actual panorama nacional. Se trata también, para la Iglesia, de no abdicar de su misión pri­mordial, que es evangelizar, con pleno res­peto a las opciones libres de los ciuda­danos, pero con la plena audacia de sa­berse depositaria del mensaje definitivo para las aspiraciones más auténticas del hombre.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página