El otoño político de cada año tiene su plato fuerte parlamentario en el llamado Debate sobre el estado de la nación. El Congreso de los Diputados se convierte por unos días en el foro donde se pulsa la realidad nacional en un conjunto de variados aspectos.
Pero cada uno de los protagonistas de este Debate tiene sus servidumbres particulares que le impone la específica misión de gobierno, legislación, oposición simple representación, y además, no se puede pedir al Parlamento aquello que no es capaz de dar. Por esto, un debate de tales características, aun siendo altamente positivo y teniendo la virtud de esclarecer, no puede entrar en un análisis profundo, de interioridades, ni puede atender a una serie de factores clave para explicar verazmente cuál es el estado de la nación.
Crisis de la cultura
Los diversos grupos parlamentarios abordan en este debate las diversas caras de ese fenómeno conocido ya tópicamente como «la crisis». No hay duda de que la nación vive inmersa en una situación de crisis, aunque esta palabra cobre significados bien distintos según quien la utilice.
Se habla, como es natural, de la crisis económica y social derivada de unas estructuras de producción insuficientemente ajustadas a la realidad, del parón general de la actividad económica mundial a raíz de la pasada crisis energética, y de los propios defectos inherentes al sistema.
También se habla del fenómeno de la inseguridad, tanto en lo que se refiere al problema de la delincuencia (con sus múltiples implicaciones), como a la actual situación internacional de guerra fría.
La construcción de un Estado que sirva realmente a los ciudadanos y que sea el soporte eficaz de una sociedad creativa y vertebrada, el papel que nos corresponde como nación en el concierto de los pueblos, serán también motivo de discusión y de análisis por parte de los parlamentarios.
Estos y otros aspectos debatidos configuran una parte de la crisis, o mejor, son la manifestación formal, en diversos campos, de una crisis más honda y general. Aunque los problemas técnicos tienen en todos estos casos una preponderancia aparente, pensamos que subyace y enmarca toda esta realidad una crisis de la cultura, de la forma de ser y de estar las gentes y las sociedades frente a la realidad del momento. Una crisis de los valores, de las interpretaciones, de las prioridades, de las implicaciones morales y de las motivaciones más profundas de la actividad individual y social.
Esta crisis, cuyas consecuencias habrían debido ser sanear esquemas mentales caducos, vigorizar lo más auténtico de la herencia del pasado, y enriquecerlo con creatividad renovada, está dejando en buena medida un panorama desolador y sin salidas.
Papel importante, aunque no exclusivo, en la explicación del fenómeno corresponde al proceso de galopante descristianización de una nación cuya historia durante casi veinte siglos ha estado unida al hecho de la fe cristiana. A tal proceso, queremos ahora dedicarnos, pues es de importancia capital para describir el estado de la nación.
Descristianización
Asistimos en primer lugar a la caída de la religiosidad individual, y sobre todo de su manifestación social. Nadie duda a estas alturas que en ese bagaje heredado de las anteriores generaciones había mucho que purificar y sanar, pero la evolución no ha sido en esta dirección únicamente, sino también hacia un progresivo empobrecimiento favorecido por el ambiente agresivo a la manifestación religiosa, y por un mal entendimiento de la necesaria cirugía a aplicar para hacer adecuada a nuestro tiempo esa manifestación.
El factor religioso ha dejado de constituir un elemento constructivo de la realidad social. La retirada hacia los límites de la propia intimidad personal o familiar, y hacia los territorios intraeclesiales ha sido masiva, dejando atrás un espacio absolutamente secularizado. En otros casos, aunque la contextura formal de la expresión permanece, se ha vaciado de auténtico con tenido religioso, convirtiéndose en mero folklore o costumbrismo.
Con todo, no pensamos que sea este aspecto el más radical para explicar el proceso de la descristianización. El verdadero derrumbe se ha producido en el campo de la cultura, entendida ésta como forma de afrontar la realidad y de responderla. El pueblo cristiano, que en apreciable número ha mantenido su sentido religioso, ha dejado de creer prácticamente que esa fe que profesa sea capaz de crear una forma de vivir esencialmente distinta, en definitiva una cultura alternativa.
La cultura dominante, con sus esquemas de pensamiento, sus modos de comportarse y de juzgar la realidad, aparece como un dato irreemplazable para todos. Queda, en convivencia con ella, todo lo más una superestructura religiosa sin incidencia sobre la vida real, un refugio, quizás una pauta para el comportamiento moral privado, mientras éste no sea alcanzado también por aquellos esquemas.
Los signos de este derrumbe se extienden desde el panorama de la producción literaria y cinematográfica, pasando por la casi nula presencia cristiana en el quehacer universitario, hasta los medios de comunicación más influyentes y el propio estado de opinión que se palpa en la calle.
Es curiosa la impavidez con que este espectáculo se contempla desde los distintos estamentos sociales: si se explica en unos casos, es incomprensible como en otros, los propios cristianos han colaborado a esta retirada del debate cultural con un absentismo incluso justificado con buenas razones, que sólo muestran el tremendo divorcio existente entre la fe y la vida.
En medio de este panorama, y a pesar de la actitud nada combativa de los cristianos, no han faltado los brotes de anticlericalismo y las campañas de acoso sistemático a la Iglesia. Los primeros son fruto de una inmadurez histórica a la que parece condenada una parte de nuestro pueblo y en especial de nuestros intelectuales. Las segundas obedecen más bien a una estrategia a largo plazo que pretende aplastar definitivamente la influencia social que, aun deteriorada duramente todavía mantiene la Iglesia española; y quizá también a una prevención, puesto que la capacidad de recuperación de la propuesta cristiana ha sorprendido a propios y extraños en no pocas ocasiones anteriores a lo largo de la historia.
La iglesia ante el fenómeno
La propia Iglesia, entendida desde fuera como mera institución social, no goza del respeto que un simple reconocimiento objetivo le haría merecer. Parece que ni siquiera es tomada en serio, y su palabra es causa de mofa unas veces, y se somete sistemáticamente al olvido en otras. Pero el pueblo cristiano, que en definitiva forma la Iglesia, no puede esperar otra cosa si su postura es siempre la de ausentarse o la de actuar en nombre de motivos distintos a su fe.
Es fácil comprender que, envuelta en tal situación, la Iglesia tenga diversas tentaciones:
- Una es la de replegarse a su propio territorio, dedicándose a una tarea de crecimiento interior exclusivamente. Pero esta actitud lleva aparejada una doble abdicación: la de evangelizar la sociedad en la cual se halla inmersa y de trascender el ámbito meramente religioso, ya que la fe cristiana tiene que generar necesariamente cultura en su más amplio significado.
- Otra es la vieja tentación del «compadreo». Se trataría de aceptar las buenas razones que se dan para su absentismo, reconocer su incapacidad en orden a ocuparse de las cuestiones temporales.
Adoptar una actitud defensiva frente al actual estado de cosas, es otra posible actitud que se acaricia por muchos, en conexión con lo dicho anteriormente.
La tarea de hoy
Frente a todas estas tentaciones, urge que la Iglesia en todos sus estamentos, y no sólo los obispos, reflexione sobre cual debe ser su aportación, sus prioridades y sus respuestas en la nueva circunstancia de España. En este terreno de la reflexión, hay que reconocer el trabajo que viene haciendo la Conferencia Episcopal con numerosas tomas de postura, publicación de documentos, etc..., que muestran una sensibilidad mucho más afinada en los últimos años; pero faltan mecanismos de auténtica transmisión de todo esto a las comunidades, movimientos y asociaciones en que se estructura la vida de la Iglesia española.
Es preciso huir tanto de posturas entreguistas como de actitudes de encerramiento y fosilización. La Iglesia tiene que iluminar, con gestos y palabras, la realidad cambiante que estamos viviendo; no debiera contentarse con la mera denuncia de la situación, sino que fundada en la capacidad creativa de la fe, debe proponer sin complejos alternativas y soluciones allí donde esté capacitada para hacerlo.
Tampoco puede abandonarse el diálogo que a escala universal ha venido manteniendo la Iglesia con fuerzas sociales y culturales que parten de una tradición y unos presupuestos antropológicos distintos a los suyos, sobre todo cuando ese diálogo tiene por meta la contribución a un mejor servicio del hombre y de la causa de la justicia, la libertad y la paz, e incluso cuando se trata simplemente de intercambiar ideas con el fin de abatir viejas barreras de incomprensión mutua. Todo este movimiento de diálogo, fruto en especial de las conclusiones del Vaticano II, es sin duda necesario y bueno en sí mismo. La única condición, que en España debe ser tenida en especial consideración por los cristianos, es la de partir para ese diálogo de la propia identidad (no hacer un diálogo sin rostro), y realizarlo en todas las direcciones, no de una manera sectaria.
También es preciso especificar que la acción fecunda de presencia social que está llamada a realizar la Iglesia en esta hora, no puede hacerse como fruto de una planificación meticulosa de los obispos que se lleva a la práctica por canales rígidamente institucionalizados. Junto a tareas que será preciso dirigir por los propios obispos y constituir un empeño colectivo de toda la comunidad eclesial, se hacen precisos numerosos proyectos salidos de la creatividad espontánea de individuos y grupos, que mantienen viva la comunicación eclesial aunque trabajen con independencia orgánica. Sin despojarse de una cierta inercia clerical, la Iglesia española no podrá realizar el servicio de evangelización que se le exige en esta hora.
Se trata en definitiva, de reclamar para los cristianos en cuanto tales, el lugar que les corresponde en una situación de pluralidad social y cultural, que no se asiente sobre el vacío, sino sobre una realidad que ellos han contribuido a construir a lo largo de la historia. Y reclamarlo no con una intención de lucha de influencia o de poder, sino como un servicio a la sociedad, pues la fe cristiana tiene capacidad para fecundar y reverdecer muchos de los aspectos resecados y sin salida del actual panorama nacional. Se trata también, para la Iglesia, de no abdicar de su misión primordial, que es evangelizar, con pleno respeto a las opciones libres de los ciudadanos, pero con la plena audacia de saberse depositaria del mensaje definitivo para las aspiraciones más auténticas del hombre.
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