El término «evolución» posee en la ciencia de la biología dos sentidos diferentes. Por una lado, se usa para designar el desarrollo de un individuo desde el cigoto (el óvulo fecundado) hasta su muerte. En esta acepción, la evolución equivale a la ontogénesis. Pero la palabra «evolución» puede significar, y es más común emplearla así, el proceso histórico mediante el cual un tipo de organismo da origen a otro diferente. Dicho en frase rotunda y sonora: la transformación de las especies, o también, filogénesis. Tomaremos la palabra «evolución» en este segundo sentido. Por tanto, cuando hablemos de «teoría de la evolución», nos referiremos a la aparición y desaparición de las especies a lo largo del tiempo.
Sin embargo, antes de entrar en el asunto mismo, es preciso deshacer un posible equívoco. La expresión «teoría de la evolución» designa todavía tres cosas bien diferentes. Primero, la afirmación de que todos los seres vivos hoy existentes proceden de una forma primitiva de vida. O sea, que ha tenido lugar la transformación de las especies. Esto se conoce como «transformismo» y no fue ciertamente Darwin quien lo puso en circulación en el mundo científico, aunque indudablemente ayudó a la consolidación de esta idea. Hay científicos, en nuestro tiempo la mayoría, que añaden que esa forma de «vida originaria» procede, a su vez, de la materia inorgánica. Esto último no deja de ser un supuesto exigido más por la ideología propia de la ciencia moderna que por las pruebas experimentales. No ocurre igual con el transformismo puramente biológico -la hipótesis de que toda la diversidad de seres vivos han surgido de un único tipo de viviente-, pues éste está atestiguado por una gran cantidad de datos; datos suficientes como para considerarlo verdadero. Al menos, con el grado de credibilidad de los enunciados científicos mejor establecidos.
Grado que, dicho sea de paso, no es muy grande, como cualquiera puede percatarse leyendo la filosofía de la ciencia más reciente o meditando sobre las fuentes de verdad del conocimiento científico o sobre la historia de la ciencia. Lamentablemente, este es un tema en el que no podemos entrar ahora.
Pero «teoría de la evolución» significa, asimismo, la reconstrucción del árbol genealógico de las diversas especies de seres vivos. Es decir, la descripción, del camino que ha conducido desde ese ser primitivo y originario a cada una de las distintas especies hoy vivas. Darwin, claro está, también tuvo cosas que decir sobre este asunto, pero sus aportaciones más interesantes y duraderas deben buscarse en la teoría de la evolución entendida en un tercer sentido.
La «teoría de la evolución» en esta última acepción es el intento de responder a la pregunta de cuáles son los mecanismos que han producido el hecho evolutivo. ¿Cuáles son las fuerzas o motores de la evolución?. En resumen, podemos decir que el transformismo es la afirmación de un hecho que ha ocurrido a lo largo de millones de años y que, por tanto, no es directamente observable y sólo se conoce por sus indicios. Después ese hecho debe ser descrito de modo pormenorizado y, finalmente, explicado. Esto último es la tarea más peliaguda y donde Darwin aportó una tesis que, todavía hoy, se cree válida. Esta es la tesis que se conoce con el nombre de «selección natural».
La teoría de la selección natural tal y como la concibió Darwin puede resumirse del siguiente modo: (1) las poblaciones de animales y plantas presentan variaciones en sus rasgos anatómicos, fisiológicos y comportamentales. (2) Algunas de estas variaciones proporcionan al organismo que las posee ventajas adaptativas, de modo que dicho ser vivo va a disfrutar de una mayor posibilidad de supervivencia y, por consiguiente, de un mayor número de descendientes. (3) Estos descendientes heredan normalmente los caracteres de sus padres y presentarán, por tanto, las ventajas adaptativas que los hacen superiores a sus congéneres que no las tienen. (4) Dado que las poblaciones suelen producir un mayor número de descendientes que los recursos, siempre limitados, del medio ambiente permiten, habrá una proporción superior en cada generación de individuos con las variantes favorables que individuos sin esos caracteres. Si esto se repite durante varias generaciones, todos los individuos de esa población llegarán a tener los mismos caracteres -los más adaptativos-; la población se hará uniforme hasta que, de nuevo, surja un individuo con un carácter totalmente novedoso y que le proporcione una ventaja adaptativa. En este momento el proceso comenzará otra vez.
Este esquema explicativo, aunque fundamentalmente correcto desde el punto de vista actual, deja muchos puntos oscuros. Fijémonos sólo en dos de ellos. ¿Cómo se transmite las características de los padres a los hijos?. Y ¿cómo surgen individuos que poseen características que no presentaban sus padres ni ninguno de sus ascendientes?.
La genética moderna cree haber respondido a estas dos preguntas. Las características de todo organismo se explican esencialmente por las proteínas que posee. Las proteínas son compuestos químicos que desempeñan diversas funciones. Forman gran parte del armazón del cuerpo de todo ser vivo, tienen funciones de reserva energética, son las encargadas del movimiento muscular, de la transmisión nerviosa y del sistema hormonal y, sobre todo, poseen una función básica: determinan qué reacciones químicas van a tener lugar en un organismo. Por tanto, los diversos seres vivos se diferencian entre sí -tanto a nivel extraespecífico como intraespecífico- por las proteínas que poseen.
De padres a hijos no se transmiten las proteínas (seria inviable), sino unas instrucciones -un programa- que indican al organismo qué proteínas debe sintetizar, en qué cantidad y en qué momento. ¿Cómo es posible transmitir esta información?. Las proteínas son moléculas compuestas de otras moléculas más pequeñas, que se conocen con el nombre de aminoácidos. Una proteína normal suele tener más de doscientos aminoácidos. Los aminoácidos de las proteínas son de veinte clases distintas. Las proteínas se diferencian entre sí por el número de aminoácidos, por la proporción de aminoácidos de cada clase que poseen y por su distribución lineal. La secuencia de aminoácidos determina la forma espacial de las proteínas y sus funciones.
El mensaje o programa genético, como ya hemos dicho, no son proteínas, sino otra larga molécula que los bioquímicos conocen como ácido desoxirribonucleico o ADN. Este compuesto químico consta, a su vez, de moléculas más pequeñas -los nucleótidos- de cuatro clases distintas unidos entre sí de forma lineal. Todo ser vivo se origina a partir de una única célula: el cigoto (en el caso de los seres con reproducción sexual, el cigoto es la unión de dos células, el gameto masculino y el gameto femenino). Cada cigoto contiene el mensaje genético y un poco de material nutricio. El cigoto se divide en dos células y estas en otras dos y así sucesivamente. Pero antes de la división de cada célula, el ADN de esa célula se duplica, es decir, se copia a sí mismo y cada copia va a una de las dos células en que se parte la célula madre. De esta manera el mensaje genético se mantiene intacto en todas las células de un organismo.
El ADN es similar a un texto escrito en un lenguaje de cuatro letras (las cuatro clases de nucleótidos). Esto no menoscaba en absoluto su poder expresivo. Cualquier texto de nuestra lengua puede ser escrito en un lenguaje de tres símbolos (el lenguaje Morse que contiene un punto, una raya y un espacio como únicos signos) en vez de la treintena de símbolos usuales, las veintidós letras y los restantes signos de puntuación. Las proteínas pueden ser consideradas, igualmente, como palabras de muchísimas letras (tantas como aminoácidos contengan) pertenecientes a un lenguaje donde existen veinte símbolos (los veinte aminoácidos habituales en las proteínas). La célula, cuando sintetiza una proteína «lee» en el ADN de qué aminoácidos ha de componerse. Cada grupo de tres nucleótidos equivale a un aminoácido. Hay también grupos de nucleótidos que indican que el proceso de traducción debe terminar; equivalen a nuestros puntos y aparte. Por último, hay que señalar que cada porción de ADN que codifica una proteína recibe el nombre de «gen».
De esta manera se explica como las características de los organismos se transmiten a la progenie. Pero ¿cómo explicar que en algunas ocasiones un organismo presente unas características que no se encontraba en ninguno de sus antepasados?. Relativamente fácil. Tal y como hemos indicado, la fabricación de gametos en un organismo se lleva a cabo por la división repetida de una célula germinal. En cada división de esa célula germinal se ha de duplicar el ADN a fin de que cada célula posea el mismo material genético. Puede ocurrir que, el alguna ocasión, la copia de ADN contenga algún error. Por ejemplo el cambio de un nucleótido por otro, la pérdida o adición de un nucleótido nuevo (con lo que cambiaría toda la secuencia de aminoácidos de una proteína y no un aminoácido sólo como en el caso anterior), etc. Si uno de estos gametos contiene una copia defectuosa del ADN y logra formar un cigoto, dará lugar a un organismo adulto que presentará una o varias proteínas diferentes a las proteínas paternas y, por consiguiente, mostrará características nuevas respecto de los padres. De este modo surgen, puramente por azar, individuos con nuevas características.
Hasta aquí hemos expuesto de manera sucinta lo que se encuentra en cualquier libro de divulgación al uso sobre este tema. No era más que un paso necesario para lo que sigue a continuación. Y esto va a ser llevar al ánimo del lector que las cosas no son tan claras como se suele dar a entender.
Muchos biólogos modernos se han atrevido a levantar la voz contra el paradigma dominante del neodarwinismo. No para rechazarle sin más dogmáticamente, sino para mostrar sus insuficiencias o problemas no resueltos. Dicho sea en honor de Darwin, algunos de estos problemas ya se encuentran recogidos en el Origen de las Especies, donde el creador de la teoría de la selección natural tiene la honestidad intelectual de dejar ver al lector las dificultades de su doctrina. Y ¿cuáles son estas dificultades?. Señalemos una de ellas: la coadaptación. En muchas ocasiones no basta la mutación de un gen y la aparición de la nueva proteína correspondiente, para que el organismo en el que se presenta obtenga una ventaja adaptativa. Imaginemos, por ejemplo, la lima y el raspador situados en la pata posterior y en el ala anterior de los auténticos saltamontes, que produce el típico canto de estos insectos al frotarse entre sí. Es claro que han debido surgir por evolución simultáneamente para conseguir una adaptación funcional, pues el medio ambiente no seleccionaría una de las partes si la otra, con la que se coordina, no hubiera sido seleccionada todavía. Ahora bien, la aparición de cada una de estas estructuras ha tenido que suponer las mutaciones de varios genes. ¿Ha habido tiempo suficiente -se preguntan los críticos de la teoría de la selección natural- para que hayan tenido lugar estas mutaciones que, repitámoslo, han sido casuales?. La probabilidad de que un gen mute, la tasa de mutación, está entre 10-4 y 0 por generación. Es razonable que la tasa de mutación sea baja. Todo cambio azaroso en un mecanismo tan complejo como un ser vivo es más probablemente negativo que positivo. Se encuentra dentro de los cálculos normales suponer que sólo una de cada-100 mutaciones proporciona una ventaja adaptativa. Por tanto, la probabilidad de que ocurra una mutación ventajosa por generación, es igual al producto de la tasa de mutación por la probabilidad de que la mutación sea ventajosa, 10-4 x 10-2 = 10-6, Han de realizarse, pues, un millón de errores antes de conseguir una mutación de un gen que proporcione una ventaja adaptativa.
Repetimos la pregunta inicial, ¿ha habido tiempo suficiente para que se produzca la evolución si las mutaciones son aleatorias?. Supongamos que un organismo puede reproducirse por término medio unas cien veces, que existen unos cien millones de individuos por especie y generación y que una especie pervive durante un millón de años, es decir, durante un millón de generaciones. Hechas estas suposiciones nos encontramos con que la existencia normal de una especie proporciona la posibilidad de realizar 10 16 (10 2. 1O 8. 10 6) intentos de mutación por gen. Si multiplicamos esta posibilidad por la probabilidad de que ocurra una mutación ventajosa obtenemos 10 10 (10 16. 10-6). Sin embargo, este número tan elevado de mutaciones disminuye si consideramos que no es siempre suficiente la mutación de un gen para que se produzca un cambio ventajoso. Si hiciera falta el cambio simultáneo de dos genes, la probabilidad de éxito de la mutación sería 10-12 (10-6. 10-6, pues se trata, según la teoría de las mutaciones aleatorias, de sucesos independientes), si fuese necesaria la mutación de tres genes, 10-1s, si cuatro, 10-24), etc. Ninguna especie puede permitirse semejante número de intentos para conseguir una adaptación con éxito.
¿Significa esto que hemos de desechar la moderna teoría de la evolución?. Ni mucho menos. La única consecuencia lícita que cabe sacar de esta reflexión es que aún queda mucho por investigar en este campo, como en todos los otros campos científicos, antes de poder hacer alguna afirmación que muestre un mínimo de credibilidad. Pero, por otra parte, no otro es el sino de cualquier proposición científica.
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