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Huellas N.3, Mayo 1985

DARWIN Y LA BIOQUIMICA

La teoría de la evolución en nuestros días

Juan José García Norro

El término «evolución» posee en la ciencia de la biología dos sentidos diferentes. Por una lado, se usa para designar el desarrollo de un individuo des­de el cigoto (el óvulo fecundado) hasta su muerte. En esta acepción, la evolución equivale a la ontogénesis. Pero la palabra «evolución» puede significar, y es más co­mún emplearla así, el proceso histórico mediante el cual un tipo de organismo da origen a otro diferente. Dicho en frase ro­tunda y sonora: la transformación de las especies, o también, filogénesis. Tomare­mos la palabra «evolución» en este segun­do sentido. Por tanto, cuando hablemos de «teoría de la evolución», nos referire­mos a la aparición y desaparición de las es­pecies a lo largo del tiempo.
Sin embargo, antes de entrar en el asun­to mismo, es preciso deshacer un posible equívoco. La expresión «teoría de la evolu­ción» designa todavía tres cosas bien dife­rentes. Primero, la afirmación de que to­dos los seres vivos hoy existentes proceden de una forma primitiva de vida. O sea, que ha tenido lugar la transformación de las especies. Esto se conoce como «transformismo» y no fue ciertamente Darwin quien lo puso en circulación en el mundo científico, aunque indudablemente ayudó a la consolidación de esta idea. Hay cientí­ficos, en nuestro tiempo la mayoría, que añaden que esa forma de «vida originaria» procede, a su vez, de la materia inorgáni­ca. Esto último no deja de ser un supuesto exigido más por la ideología propia de la ciencia moderna que por las pruebas experimentales. No ocurre igual con el trans­formismo puramente biológico -la hipó­tesis de que toda la diversidad de seres vi­vos han surgido de un único tipo de viviente-, pues éste está atestiguado por una gran cantidad de datos; datos suficien­tes como para considerarlo verdadero. Al menos, con el grado de credibilidad de los enunciados científicos mejor establecidos.
Grado que, dicho sea de paso, no es muy grande, como cualquiera puede percatarse leyendo la filosofía de la ciencia más re­ciente o meditando sobre las fuentes de verdad del conocimiento científico o sobre la historia de la ciencia. Lamentablemente, este es un tema en el que no podemos en­trar ahora.
Pero «teoría de la evolución» significa, asimismo, la reconstrucción del árbol ge­nealógico de las diversas especies de seres vivos. Es decir, la descripción, del camino que ha conducido desde ese ser primitivo y originario a cada una de las distintas espe­cies hoy vivas. Darwin, claro está, también tuvo cosas que decir sobre este asunto, pe­ro sus aportaciones más interesantes y du­raderas deben buscarse en la teoría de la evolución entendida en un tercer sentido.
La «teoría de la evolución» en esta últi­ma acepción es el intento de responder a la pregunta de cuáles son los mecanismos que han producido el hecho evolutivo. ¿Cuáles son las fuerzas o motores de la evolución?. En resumen, podemos decir que el trans­formismo es la afirmación de un hecho que ha ocurrido a lo largo de millones de años y que, por tanto, no es directamente observable y sólo se conoce por sus indi­cios. Después ese hecho debe ser descrito de modo pormenorizado y, finalmente, ex­plicado. Esto último es la tarea más pelia­guda y donde Darwin aportó una tesis que, todavía hoy, se cree válida. Esta es la tesis que se conoce con el nombre de «selección natural».
La teoría de la selección natural tal y co­mo la concibió Darwin puede resumirse del siguiente modo: (1) las poblaciones de ani­males y plantas presentan variaciones en sus rasgos anatómicos, fisiológicos y com­portamentales. (2) Algunas de estas varia­ciones proporcionan al organismo que las posee ventajas adaptativas, de modo que dicho ser vivo va a disfrutar de una mayor posibilidad de supervivencia y, por consi­guiente, de un mayor número de descen­dientes. (3) Estos descendientes heredan normalmente los caracteres de sus padres y presentarán, por tanto, las ventajas adap­tativas que los hacen superiores a sus con­géneres que no las tienen. (4) Dado que las poblaciones suelen producir un mayor nú­mero de descendientes que los recursos, siempre limitados, del medio ambiente permiten, habrá una proporción superior en cada generación de individuos con las va­riantes favorables que individuos sin esos caracteres. Si esto se repite durante varias generaciones, todos los individuos de esa población llegarán a tener los mismos ca­racteres -los más adaptativos-; la pobla­ción se hará uniforme hasta que, de nuevo, surja un individuo con un carácter total­mente novedoso y que le proporcione una ventaja adaptativa. En este momento el proceso comenzará otra vez.
Este esquema explicativo, aunque fun­damentalmente correcto desde el punto de vista actual, deja muchos puntos oscuros. Fijémonos sólo en dos de ellos. ¿Cómo se transmite las características de los padres a los hijos?. Y ¿cómo surgen individuos que poseen características que no presentaban sus padres ni ninguno de sus ascendientes?.
La genética moderna cree haber respon­dido a estas dos preguntas. Las características de todo organismo se explican esen­cialmente por las proteínas que posee. Las proteínas son compuestos químicos que desempeñan diversas funciones. Forman gran parte del armazón del cuerpo de todo ser vivo, tienen funciones de reserva ener­gética, son las encargadas del movimiento muscular, de la transmisión nerviosa y del sistema hormonal y, sobre todo, poseen una función básica: determinan qué reac­ciones químicas van a tener lugar en un or­ganismo. Por tanto, los diversos seres vi­vos se diferencian entre sí -tanto a nivel extraespecífico como intraespecífico- por las proteínas que poseen.
De padres a hijos no se transmiten las proteínas (seria inviable), sino unas ins­trucciones -un programa- que indican al organismo qué proteínas debe sintetizar, en qué cantidad y en qué momento. ¿Có­mo es posible transmitir esta informa­ción?. Las proteínas son moléculas com­puestas de otras moléculas más pequeñas, que se conocen con el nombre de aminoá­cidos. Una proteína normal suele tener más de doscientos aminoácidos. Los ami­noácidos de las proteínas son de veinte cla­ses distintas. Las proteínas se diferencian entre sí por el número de aminoácidos, por la proporción de aminoácidos de cada cla­se que poseen y por su distribución lineal. La secuencia de aminoácidos determina la forma espacial de las proteínas y sus fun­ciones.
El mensaje o programa genético, como ya hemos dicho, no son proteínas, sino otra larga molécula que los bioquímicos conocen como ácido desoxirribonucleico o ADN. Este compuesto químico consta, a su vez, de moléculas más pequeñas -los nucleótidos- de cuatro clases distintas unidos entre sí de forma lineal. Todo ser vivo se origina a partir de una única célula: el cigoto (en el caso de los seres con repro­ducción sexual, el cigoto es la unión de dos células, el gameto masculino y el gameto femenino). Cada cigoto contiene el mensa­je genético y un poco de material nutricio. El cigoto se divide en dos células y estas en otras dos y así sucesivamente. Pero antes de la división de cada célula, el ADN de esa célula se duplica, es decir, se copia a sí mismo y cada copia va a una de las dos cé­lulas en que se parte la célula madre. De esta manera el mensaje genético se mantie­ne intacto en todas las células de un organismo.
El ADN es similar a un texto escrito en un lenguaje de cuatro letras (las cuatro cla­ses de nucleótidos). Esto no menoscaba en absoluto su poder expresivo. Cualquier texto de nuestra lengua puede ser escrito en un lenguaje de tres símbolos (el lengua­je Morse que contiene un punto, una raya y un espacio como únicos signos) en vez de la treintena de símbolos usuales, las veintidós letras y los restantes signos de puntua­ción. Las proteínas pueden ser considera­das, igualmente, como palabras de muchí­simas letras (tantas como aminoácidos contengan) pertenecientes a un lenguaje donde existen veinte símbolos (los veinte aminoácidos habituales en las proteínas). La célula, cuando sintetiza una proteína «lee» en el ADN de qué aminoácidos ha de componerse. Cada grupo de tres nucleóti­dos equivale a un aminoácido. Hay tam­bién grupos de nucleótidos que indican que el proceso de traducción debe terminar; equivalen a nuestros puntos y aparte. Por último, hay que señalar que cada por­ción de ADN que codifica una proteína re­cibe el nombre de «gen».
De esta manera se explica como las ca­racterísticas de los organismos se transmi­ten a la progenie. Pero ¿cómo explicar que en algunas ocasiones un organismo presen­te unas características que no se encontra­ba en ninguno de sus antepasados?. Relati­vamente fácil. Tal y como hemos indicado, la fabricación de gametos en un organismo se lleva a cabo por la división repetida de una célula germinal. En cada división de esa célula germinal se ha de duplicar el ADN a fin de que cada célula posea el mis­mo material genético. Puede ocurrir que, el alguna ocasión, la copia de ADN con­tenga algún error. Por ejemplo el cambio de un nucleótido por otro, la pérdida o adición de un nucleótido nuevo (con lo que cambiaría toda la secuencia de ami­noácidos de una proteína y no un aminoá­cido sólo como en el caso anterior), etc. Si uno de estos gametos contiene una copia defectuosa del ADN y logra formar un ci­goto, dará lugar a un organismo adulto que presentará una o varias proteínas dife­rentes a las proteínas paternas y, por consiguiente, mostrará características nuevas respecto de los padres. De este modo sur­gen, puramente por azar, individuos con nuevas características.
Hasta aquí hemos expuesto de manera su­cinta lo que se encuentra en cualquier libro de divulgación al uso sobre este tema. No era más que un paso necesario para lo que sigue a continuación. Y esto va a ser llevar al ánimo del lector que las cosas no son tan claras como se suele dar a entender.
Muchos biólogos modernos se han atre­vido a levantar la voz contra el paradigma dominante del neodarwinismo. No para re­chazarle sin más dogmáticamente, sino pa­ra mostrar sus insuficiencias o problemas no resueltos. Dicho sea en honor de Dar­win, algunos de estos problemas ya se en­cuentran recogidos en el Origen de las Es­pecies, donde el creador de la teoría de la selección natural tiene la honestidad inte­lectual de dejar ver al lector las dificulta­des de su doctrina. Y ¿cuáles son estas di­ficultades?. Señalemos una de ellas: la coa­daptación. En muchas ocasiones no basta la mutación de un gen y la aparición de la nueva proteína correspondiente, para que el organismo en el que se presenta obtenga una ventaja adaptativa. Imaginemos, por ejemplo, la lima y el raspador situados en la pata posterior y en el ala anterior de los auténticos saltamontes, que produce el tí­pico canto de estos insectos al frotarse entre sí. Es claro que han debido surgir por evolución simultáneamente para conseguir una adaptación funcional, pues el medio ambiente no seleccionaría una de las partes si la otra, con la que se coordina, no hu­biera sido seleccionada todavía. Ahora bien, la aparición de cada una de estas es­tructuras ha tenido que suponer las muta­ciones de varios genes. ¿Ha habido tiempo suficiente -se preguntan los críticos de la teoría de la selección natural- para que hayan tenido lugar estas mutaciones que, repitámoslo, han sido casuales?. La proba­bilidad de que un gen mute, la tasa de mu­tación, está entre 10-4 y 0 por generación. Es razonable que la tasa de mutación sea baja. Todo cambio azaroso en un mecanis­mo tan complejo como un ser vivo es más probablemente negativo que positivo. Se encuentra dentro de los cálculos normales suponer que sólo una de cada-100 mutacio­nes proporciona una ventaja adaptativa. Por tanto, la probabilidad de que ocurra una mutación ventajosa por generación, es igual al producto de la tasa de mutación por la probabilidad de que la mutación sea ventajosa, 10-4 x 10-2 = 10-6, Han de reali­zarse, pues, un millón de errores antes de conseguir una mutación de un gen que proporcione una ventaja adaptativa.
Repetimos la pregunta inicial, ¿ha habi­do tiempo suficiente para que se produzca la evolución si las mutaciones son aleato­rias?. Supongamos que un organismo pue­de reproducirse por término medio unas cien veces, que existen unos cien millones de individuos por especie y generación y que una especie pervive durante un millón de años, es decir, durante un millón de ge­neraciones. Hechas estas suposiciones nos encontramos con que la existencia normal de una especie proporciona la posibilidad de realizar 10 16 (10 2. 1O 8. 10 6) intentos de mutación por gen. Si multiplicamos esta posibilidad por la probabilidad de que ocurra una mutación ventajosa obtenemos 10 10 (10 16. 10-6). Sin embargo, este número tan elevado de mutaciones disminuye si consideramos que no es siempre suficiente la mutación de un gen para que se produz­ca un cambio ventajoso. Si hiciera falta el cambio simultáneo de dos genes, la proba­bilidad de éxito de la mutación sería 10-12 (10-6. 10-6, pues se trata, según la teoría de las mutaciones aleatorias, de sucesos inde­pendientes), si fuese necesaria la mutación de tres genes, 10-1s, si cuatro, 10-24), etc. Ninguna especie puede permitirse semejan­te número de intentos para conseguir una adaptación con éxito.
¿Significa esto que hemos de desechar la moderna teoría de la evolución?. Ni mu­cho menos. La única consecuencia lícita que cabe sacar de esta reflexión es que aún queda mucho por investigar en este cam­po, como en todos los otros campos cientí­ficos, antes de poder hacer alguna afirma­ción que muestre un mínimo de credibili­dad. Pero, por otra parte, no otro es el si­no de cualquier proposición científica.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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