No es infrecuente, en exposiciones sobre las dificultades que la aceptación del mensaje evangélico ofrece al hombre de hoy, la referencia a unas palabras de R. Bultmann en su «manifiesto» de exegeta más que estudio, titulado Nuevo Testamento y mitología. En este escrito, el estudioso alemán dice que «es increíble (se entiende, para el hombre de hoy) un acontecimiento mítico como la resurrección de un cadáver». Ciertamente, desde los albores de la era cristiana, en que se escriben los evangelios, y el momento en que se escribía R. Bultmann, el hombre ha realizado grandes progresos en el ámbito de la ciencia y la técnica. Sin embargo, por lo que se refiere a la dificultad en creer que un cadáver pudo desaparecer del sepulcro, según proclama la Iglesia primitiva y leemos en sus escritos, los hombres de hace quince o veinte siglos y los de hoy se hallan bastante más cerca de lo que parecen hacernos creer Bultmann y otros estudiosos que se mueven el línea semejante. Y como prueba de esta afirmación nuestra vamos a transcribir un bello pasaje escrito por uno de los hombres de la Iglesia antigua, en que estaban perfectamente compenetrados el intelectual y el creyente: San Agustín.
La resurrección corporal de Cristo (y del cristiano) es una verdad increíble; tan increíble, que resulta increíble la teoría de que la fe en esa resurrección nació por evolución en las ideas religiosas de los hombres de la Iglesia primitiva. Es inconcebible que éstos llegaran a esa fe partiendo de cualquier forma de creencia helenística o de la fe judía en la resurreción final de los muertos.
El esfuerzo de muchos autores, que -como Bultmann- han dedicado estudios a los evangelios, pretendía -según ellos- hacer creíble lo que resultaba increíble. Claro que el método no era muy ortodoxo: suprimir todo lo que resultara increíble en ellos o explicarlo de tal manera que -de haber sucedido como se imaginaban estos estudiosos- resulta aún más increíble. Sus obras han engendrado no poza zozobra en muchos cristianos de fe sencilla. Pero la reacción producida ante ellas ha hecho posible establecer un cimiento mucho más sólido y seguro para nuestra fe.
«De la resurrección de la carne, en la cual, mientras el mundo entero cree, algunos no creen.
Esto en algún tiempo fue increíble. He aquí que el mundo ya ha creído que el cuerpo terreno de Cristo fue llevado al cielo. Tanto doctos como indoctos han creído ya en la resurrección de la carne y en la ascensión a los cielos, a excepción de unos pocos, sabios e ignorantes. Si han creído una cosa creíble, considérese cuán estúpidos son los que no la creen. Y si han creído una cosa increíble, es también increíble que haya sido creída una cosa increíble. Dios predijo estas dos cosas increíbles: la resurrección eterna de los cuerpos y la fe del mundo en ella. Y las predijo mucho antes de que sucediera alguna de ellas. De estas dos cosas increíbles vemos ya cumplida una: la fe del mundo en una cosa increíble. ¿Por qué, pues, se pierde la esperanza de que suceda lo que el mundo creyó increíble, si ya se cumplió lo otro igualmente increíble, la fe del mundo en una cosa increíble, pues estas dos cosas increíbles, de las cuales una la vemos y otra la creemos, han sido predichas en las mismas Escrituras, por obra de las cuales creyó el mundo?
Si ahora se considera el modo como creyó yo el mundo, se topa con otra cosa más increíble. Cristo envió al mar de este mundo, con las redes de la fe, unos cuantos pescadores, sin instrucción liberal y sin educación, ignorantes de los recursos de la gramática, de las armas de la dialéctica y de los artificios pomposos de la retórica. Y así pescó una infinidad de peces de toda especie, de las especies más variadas y raras, como son los filósofos. Añadamos, si os parece bien -y tiene que pareceros, ¿cómo no?-, este tercer milagro a los anteriores. He aquí tres cosas increíbles que ya se han realizado: es increíble que Cristo haya resucitado en carne y subido con ella al cielo, es increíble que el mundo haya creído una cosa tan increíble, y, por fin, es increíble que hombres de condición humilde, ínfima, tan pocos en número y tan poco ilustrados, hayan podido persuadir al mundo y a los sabios del mundo, con tanta eficacia, de una cosa increíble». (De Civ. Dei, XXII, 5)
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