Oír hablar de la ciudad desde perspectivas distintas a las habituales de los problemas de servicios urbanos, las infraestructuras, la especulación del suelo o el saneamiento ambiental, resulta raro en nuestros días, como si se hubiera abandonado (al menos en el ámbito del gran público) cualquier reflexión más profunda sobre el sentido verdadero del agrupamiento humano y sobre la huella que en el ser y el pensar de los hombres de nuestro siglo está dejando el desarrollo fulgurante de las grandes ciudades.
El planteamiento aparentemente pragmático de abandonar esta segunda vía de reflexión para entregarse alocadamente a la solución de problemas técnicos puntuales, que es signo de un modo general de hacer y entender de la cultura dominante, perpetúa una situación de desconcierto e incertidumbre frente al futuro.
La ciudad no es sólo, ni en primer lugar, un problema de los técnicos. Antes bien, éstos sólo encontrarán su papel suministrando la información objetiva de la realidad, precisa para no planificar en el vacío, e insertando su acción posterior en instrucciones que emanan de una reflexión prohibida acerca del papel de la ciudad en la vida del hombre de hoy, y esta reflexión es irreducible a las estadísticas, las prospectivas, los índices macroeconómicos y en general todos los métodos empíricos que durante los años sesenta se quisieron trasladar de su ámbito, el de las ciencias naturales, al de las llamadas ciencias sociales.
Aquella ensoñación de conseguir resolver todos los problemas de la ciudad por medio de la ciencia positiva, llenó de computadoras y de numerosos bancos de datos los principales gabinetes municipales de Europa y Norteamérica, pero hoy, y de vuelta de aquella situación, todos saben que esa no es una vía de solución, porque si bien es necesaria una herramienta científica para encarar con seriedad problemas tan complejos, esa herramienta no agota en sí misma jamás la profundidad del tema humano.
En definitiva el error consistía en consagrar por un lado el mito cientifista: las ciencias positivas eran autónomas y extendían su imperio a los campos más insospechados; atrás quedaban la filosofía (si no se convertía en lógica matemática), la sociología (si no se reducía a tabulación de encuestas), la historia (si no se desprendía de métodos impropios de una sociedad ya madura), etc... Se hacían pronósticos, se plantificaban los usos del suelo y se explicaban los comportamientos humanos con precisión euclidiana.
Por otro lado se consagraba el mito desarrollista y evolutivo, propio de una situación inmersa en una eclosión de bienestar y progreso desconocida hasta entonces; el progreso sería imparable, y bajo su imperio caerían como fruta madura los desequilibrios, las injusticias y las desarmonías de la urbe. También obtenía carta de naturaleza el mito del apoliticismo; estos técnicos estaban por encima de todo, hasta de esa señora para tantos chinchosa y culpable de todos los males que es la política. Podían darse soluciones globales al margen de todo compromiso ideológico, de toda visión apriorística sobre el hombre y sus necesidades.
Los tres mitos saltaron por los aires en mayor o menor medida en la década de los setenta, aunque su influencia práctica sobre la forma de concebir la ciudad y actuar sobre ella, mantenga su arraigo en muchos sitios.
Ni las ciencias naturales pueden extender su método a ámbitos que no le corresponden, mutilando formas de conocimiento insustituibles e irremplazables a la hora de afrontar los problemas propiamente humanos, so pena de mutilar gravemente la capacidad de comprensión integral de lo que es el hombre y la sociedad; ni el desarrollo se tiene en pie por sí mismo como una especie de nuevo sol cuya energía no se agotase nunca, y cuyo benéfico influjo se extendiera a todas las cuestiones planteadas, porque tiene un techo, es dependiente de causas externas, y a veces no resuelve sino que complica situaciones y hace aparecer otras; ni por último puede hacerse abstracción de la dimensión política del ser humano, porque cuando están en juego temas que afectan a éste, las soluciones vienen marcadas en gran medida por la mirada que sobre ese hombre se tiene, por el concepto y la significación que la persona sugiere al encargado de resolver.
La dinámica de los acontecimientos mostró la ingenuidad (hasta cierto punto perversa) que encerraba el planteamiento sustentado sobre los tres mitos.
No es de extrañar que quienes más han reflexionado sobre la ciudad y su papel en la organización social, hayan sido moralistas, filósofos, políticos e incluso teólogos. Incorporarlos hoy a la tarea, no es sino una más de las urgencias que nos acucian.
Desde nuestra particular identidad cristiana, pensamos, que sólo la atención al hombre concreto digno en sí mismo e irreducible en sus opciones de vida a los esquemas empíricos, puede desembocar en propuestas fecundas que hagan de la ciudad un auténtico lugar para el hombre, donde éste encuentre servidas sus necesidades más hondas, donde halle cauces para encontrar a los otros hombres como compañeros y amigos, donde en definitiva crezca en humanidad frente a lo que muchas veces sucede.
Sabemos que cambiar la ciudad no cambiará a los hombres; ese fue el sueño de los socialistas utópicos como Owen y Fourier, cuya reflexión hoy nos parece ingenua, pero que es preciso valorar y atender. Sin embargo, sabemos también que la vida de los hombres (incluida la vida espiritual) no es indiferente a la estructura en que se desarrolla, sino que se ve afectada por ella, sea para potenciar y acoger, sea para obstruir y pervertir. Por eso la transformación de las estructuras encuentra pleno sentido en nuestra misión cristiana, porque una promoción real de la persona, una defensa integral de la misma ( como lo exige la "encarnación") no es posible realmente en un sistema que la ahogue y la conduzca a vivir en la alienación cuando no en el enfrentamiento.
En definitiva no abogamos por una vuelta ingenua al urbanismo clásico intuitivo, que prescindía de toda información técnica y tomaba como punto de partida una imagen ideal obtenida por una simple reflexión filosófica y estética; ni mucho menos por la supresión del planeamiento, dejando el desarrollo urbano al azar del juego de las fuerzas económicas y sociales que supuestamente autocorrigen sus propios errores, en el más puro estilo liberal. Ni en la ciudad barroca, donde la obra de arte o la expresión de grandiosidad prevalecen sobre el problema humano de los que la habitan, ni la ciudad liberal que consagra situaciones de injusticia escandalosas y entrega la construcción social a personaje tan ambiguo como el mercado, ni la ciudad socialista, que es una supeditación (una vez más) del problema de la persona y de la propia comunidad a un programa todopoderoso que contempla en su plena dignidad.
Sólo un planteamiento que integre junto a la imprescindible información de los técnicos, una reflexión sobre la imagen de la ciudad que queremos hacer, y una participación pública inteligente, puede ser la solución para hacer una ciudad a la medida del hombre, capaz de corregir y de abrir cauces de creación y novedad.
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