"María, yo recurro a tu intercesión. Confortadora de los afligidos consuela a los hijos de una tierra sembrada de sangre y lágrimas. Consuela a los desterrados y conforta nuestros corazones cargados de sufrimiento, dolor y nostalgia.
María, yo suplico tu ayuda para los defensores de nuestra patria. Yo te pido el descanso para quienes entregaron su vida por su tierra. Yo te pido una paz duradera para mi querida patria y para el mundo entero.
María, yo levanto hacia ti mis cansadas manos implorando que pidas al Señor el perdón de mis pecados, faltas e imperfecciones y las de todos los que me son queridos. Amen. Todo por Jesús, día y noche."
En las largas noches de Siberia, un grupo de muchachos lituanos despertados en un campo de concentración fueron escribiendo su libro de oraciones. En papel basto, con letra irregular, cosido a mano. Así se hizo este libro, lleno de oraciones sencillas pero estremecedoras. Tengo una fotografía de él delante de mi. Cuántos cristianos están con su sangre dando testimonio de su fe. La era de los mártires no ha pasado.
Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Yugoslavia, Rumanía, Bulgaria... Qué acusación para nuestro mundo occidental que se dice cristiano y defensor de los derechos del hombre y de la paz.
He asistido a la misa dicha a escondidas con un grupo de cristianos en el suburbio de una de aquellas ciudades. He tenido ocasión de charlar sin prisa con Obispos, sacerdotes y seglares en aquellos países.
El turista no se entera de nada: hoteles especiales para extranjeros, excursiones, espectáculos folklóricos, iglesias abiertas al culto... Pero debajo de toda esa apariencia, una persecución sistemática e implacable. Diócesis sin obispos desde hace muchos años, total control de la acción y movimiento de cada sacerdote, imposibilidad de publicar libros y revistas, represalias contra los padres que permiten la enseñanza del catecismo a sus hijos.
Con qué pena un anciano sacerdote me hablaba de su situación: el gobierno no le permitía decir misas, la decía a escondidas en su humilde habitación.
¡Las religiosas! Sólo podrán trabajar en los hospitales de enfermos mentales: así se aseguraba que no podrían influir en los enfermos. ¡Qué seminarios! Y sin embargo, qué espíritu de estudio, de oración, de esperanza. Seminaristas que, por fin, habían logrado el permiso del gobierno para entrar, después de años y años pidiéndolo.
En una población del norte de Checoslovaquia un sacerdote extranjeros que nos acompañaban dijeran misa y, a escondidas nos dio la comunión. Nos sabíamos seguidos paso a paso por la policía; en los hoteles -nos lo avisaron los amigos- había micrófonos en nuestras habitaciones. Era más seguro encontrarse en un bar o en un parque.
Y sin embargo la Iglesia vive. Y lo hace con un latido que ya quisiéramos para nuestras comunidades de Occidente, envejecidas, sin pulso, sin ilusión.
Cada dos meses me llega aquí a Occidente la "Crónica de la Iglesia Católica en Lituania". Unas páginas heroicas que cuentan ya con sus mártires. Una de tantas publicaciones clandestinas que circulan en la Iglesia del Silencio, en el Este de Europa. Desde 1972 la "Crónica" escrita a máquina con sus 40 páginas en papel cebolla es un testimonio emocionante de la fe de un pueblo que lucha por su libertad. Con meses de retraso a veces, llega a Occidente y traducida al inglés nos trae minucioso relato de arrestos, juicios, iglesias confiscadas, sacerdotes y seglares desaparecidos...
Teníamos que acercarnos un poco más a aquellos hermanos nuestros para aprender de ellos, para recibir una inyección de fe y de caridad.
¡Cómo nos hablaban de la Iglesia y del Papa! Y pedían que rezáramos por ellos.
Y cómo rezábamos nosotros en aquellas maravillosas catedrales de Hungría y Checoslovaquia, o en aquellas humildes iglesitas de pueblos perdidos en las montañas, ante aquel Cristo del Puente Carlos de Praga.
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