Va al contenido

Huellas N.2, Marzo 1985

RESEÑA

Cine

Alfonso Pérez de Laborda

Querido Raúl:
Aquí me tienes por tercera vez. He pasado varios días en París y he tenido la suerte de ver varias películas de sumo in­terés. Una de ellas es Amadeus de Milos Forman. Aprovecho, pues, para hablar de ese aspec­to musical que, al menos para mí, es tan importante en el ci­ne.
Amadeus es Mozart. Es de­cir, en esa insoportable película suena continuamente música que me encanta; Neville Marri­ner tiene mucho que ver con lo que en ella oímos. Y, sin em­bargo, me fui en medio del te­dio más insoportable, boste­zando, aburrido, con ganas incontenibles de salir a la calle para escuchar la música de la puesta de sol en una friísima ciudad (entonces).
La música a la que me refie­ro no es la de esa película, en donde la música es extrínseca al cine, es simplemente cuestión de banda sonora adornada con historietas, malas luces y tontas sombras. Todo ello, para col­mo, a lo «grande», fuera de cualquier imaginac1on crea­dora. La música a la que me quiero referir en esta carta es la música interna que encierra una película. Luz y sonido que se nos presentan al espec­tador como juego de estruc­turas melódicas, de contras­tes entre graves y agudos, cumplidores cada uno de ellos de algo que consigue efectos sonoros (entendiendo esta palabra como una metá­fora que va más allá del puro oído), de contrapuntos y resonancias que producen sen­timientos evocadores, place­res recónditos, que se llevan lejos al espíritu.
Hablar de música es, pues, una imagen, pero una metáfo­ra preciosa, pues nos ayuda a adentrarnos en algo que toca la esencia misma de lo que, en mi opinión, es producción de be­lleza. Digo música porque no es sólo un mensaje racional lo que quiero que se me ofrezca -aunque, por supuesto, tanto mejor si también lo hay-, sino un juego sutil de sentidos y sentimientos, una transmisión de un universo evocador de to­do un mundo -no necesaria­mente fuera de la realidad del mundo de todos los días-, una palpitación que me alcanza de algo viviente, creador, orga­nizador de novedad. En resu­men, una visión entera del mundo desde un punto de vis­ta, como querría mi viejo ami­go Leibniz.
Bueno, pues de todo esto, en Amadeus no encontré nada, si­no mortal vacuidad ambienta­da con preciosa música. Nada de aquello se sostenía en pie; quizá porque nada de aquello es una creación «musical».
Por el contrario, La pasión de Juana de Arco de Carl Theodor Dreyer, de la época muda como es, es un verdade­ro poema musical. Musicalidad construida sobre la visión de un rostro, bello, limpio, sensible, expresivo de mil expresivida­des, candoroso, sufriente, go­zoso, dramático, enfrentado a los rostros de sus jueces, carga­dos de odio, de despecho, a ve­ces de secreta simpatía, de im­piedad, de maldad, rostros complejos, varios, en sucesiva aparición por movimientos de cámara paralelos. Un juego su­til y contrapuntístico en que la poesía bella o bronca de los rostros -enteros, que llenan la pantalla- construyen una sin­fonía expresiva, nos cuentan, sin palabras, una historia; mu­cho más que una historia, un poema dramático de sencillez y de muerte. Qué inteligencia musical y expresiva la de Dre­yer. Perdona que siga leibnizia­no, pero esta película es como una de esas mónadas que en su ordenada y extraordinaria complejidad expresan la infini­dad del universo desde un pun­to de vista.
Vi también Othello (1952) de Orson Wells. El comienzo de esta película- que es la esce­na final-, el entierro de Otelo y Desdémona, mientras Yago es ajusticiado de esa cruelísima manera de ser izado a las altu­ras encerrado en una caja de barrotes de hierro, en su com­pleja ideación llena de extraños puntos de vista encadenados por luces, sombras y el coro de los monjes que llevan los fére­tros descubiertos, es de una fuerza alucinadora -resumen además de toda la película, porque toda ella es así- que todavía ahora son para mí la garantía más fuerte de la belle­za del cine. Digo esto porque cuando vi esta película con tal entrada -estaba todavía en el colegio- amé al cine para siempre: Todavía resue­na dentro de mí ese grito ar­monioso, que el otro día se repitió con mayor fuerza ante mí y, sobre todo, en mí. Ya no es Mozart -como Dreyer-, sino quizá Bela Bartok. Sublime, genial. Otra expresión, infinitamente dis­tinta, del mismo infinito mundo.
Me acerqué también a al­guien que conozco poco: Ro­bert Bresson. Al final de los sesenta vi Mouchette, según la novela de Bernanos. No pude resistirla (quizá porque era otra belleza, belleza diabólica, ne­gra), y me salí. Luego, al final de los setenta, vi El diablo, probablemente, que me encan­tó especialmente y me abrió para siempre a Bresson. Ahora me ha extasiado con Lancelot del lago (1974). Color obscuro, sangriento, belleza de los senti­mientos finos en la brutalidad del tiempo, amor-amistad en un complejo juego de patas de caballos, de armaduras sonan­tes siempre tomadas en las piernas y los pies, siempre en la dureza del golpear y del bata­llar, que en pocas ocasiones se eleva a la pureza de los rostros.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página