Querido Raúl:
Aquí me tienes por tercera vez. He pasado varios días en París y he tenido la suerte de ver varias películas de sumo interés. Una de ellas es Amadeus de Milos Forman. Aprovecho, pues, para hablar de ese aspecto musical que, al menos para mí, es tan importante en el cine.
Amadeus es Mozart. Es decir, en esa insoportable película suena continuamente música que me encanta; Neville Marriner tiene mucho que ver con lo que en ella oímos. Y, sin embargo, me fui en medio del tedio más insoportable, bostezando, aburrido, con ganas incontenibles de salir a la calle para escuchar la música de la puesta de sol en una friísima ciudad (entonces).
La música a la que me refiero no es la de esa película, en donde la música es extrínseca al cine, es simplemente cuestión de banda sonora adornada con historietas, malas luces y tontas sombras. Todo ello, para colmo, a lo «grande», fuera de cualquier imaginac1on creadora. La música a la que me quiero referir en esta carta es la música interna que encierra una película. Luz y sonido que se nos presentan al espectador como juego de estructuras melódicas, de contrastes entre graves y agudos, cumplidores cada uno de ellos de algo que consigue efectos sonoros (entendiendo esta palabra como una metáfora que va más allá del puro oído), de contrapuntos y resonancias que producen sentimientos evocadores, placeres recónditos, que se llevan lejos al espíritu.
Hablar de música es, pues, una imagen, pero una metáfora preciosa, pues nos ayuda a adentrarnos en algo que toca la esencia misma de lo que, en mi opinión, es producción de belleza. Digo música porque no es sólo un mensaje racional lo que quiero que se me ofrezca -aunque, por supuesto, tanto mejor si también lo hay-, sino un juego sutil de sentidos y sentimientos, una transmisión de un universo evocador de todo un mundo -no necesariamente fuera de la realidad del mundo de todos los días-, una palpitación que me alcanza de algo viviente, creador, organizador de novedad. En resumen, una visión entera del mundo desde un punto de vista, como querría mi viejo amigo Leibniz.
Bueno, pues de todo esto, en Amadeus no encontré nada, sino mortal vacuidad ambientada con preciosa música. Nada de aquello se sostenía en pie; quizá porque nada de aquello es una creación «musical».
Por el contrario, La pasión de Juana de Arco de Carl Theodor Dreyer, de la época muda como es, es un verdadero poema musical. Musicalidad construida sobre la visión de un rostro, bello, limpio, sensible, expresivo de mil expresividades, candoroso, sufriente, gozoso, dramático, enfrentado a los rostros de sus jueces, cargados de odio, de despecho, a veces de secreta simpatía, de impiedad, de maldad, rostros complejos, varios, en sucesiva aparición por movimientos de cámara paralelos. Un juego sutil y contrapuntístico en que la poesía bella o bronca de los rostros -enteros, que llenan la pantalla- construyen una sinfonía expresiva, nos cuentan, sin palabras, una historia; mucho más que una historia, un poema dramático de sencillez y de muerte. Qué inteligencia musical y expresiva la de Dreyer. Perdona que siga leibniziano, pero esta película es como una de esas mónadas que en su ordenada y extraordinaria complejidad expresan la infinidad del universo desde un punto de vista.
Vi también Othello (1952) de Orson Wells. El comienzo de esta película- que es la escena final-, el entierro de Otelo y Desdémona, mientras Yago es ajusticiado de esa cruelísima manera de ser izado a las alturas encerrado en una caja de barrotes de hierro, en su compleja ideación llena de extraños puntos de vista encadenados por luces, sombras y el coro de los monjes que llevan los féretros descubiertos, es de una fuerza alucinadora -resumen además de toda la película, porque toda ella es así- que todavía ahora son para mí la garantía más fuerte de la belleza del cine. Digo esto porque cuando vi esta película con tal entrada -estaba todavía en el colegio- amé al cine para siempre: Todavía resuena dentro de mí ese grito armonioso, que el otro día se repitió con mayor fuerza ante mí y, sobre todo, en mí. Ya no es Mozart -como Dreyer-, sino quizá Bela Bartok. Sublime, genial. Otra expresión, infinitamente distinta, del mismo infinito mundo.
Me acerqué también a alguien que conozco poco: Robert Bresson. Al final de los sesenta vi Mouchette, según la novela de Bernanos. No pude resistirla (quizá porque era otra belleza, belleza diabólica, negra), y me salí. Luego, al final de los setenta, vi El diablo, probablemente, que me encantó especialmente y me abrió para siempre a Bresson. Ahora me ha extasiado con Lancelot del lago (1974). Color obscuro, sangriento, belleza de los sentimientos finos en la brutalidad del tiempo, amor-amistad en un complejo juego de patas de caballos, de armaduras sonantes siempre tomadas en las piernas y los pies, siempre en la dureza del golpear y del batallar, que en pocas ocasiones se eleva a la pureza de los rostros.
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