«El verdadero apóstol no debe tener miedo ge ninguna dificultad, ni siquiera de la muerte. La Cruz y el martirio son su triunfo». Daniele Comboni
La hora de África parece haber llegado. Sumida, todavía hoy, en los intereses de un reparto, más o menos velado, de sus gentes y medios en bloque económicos e ideológicos, ya no es posible decidir sin los africanos, como no es posible decidir por ellos.
Este enorme pedazo de «marginación tercermundista» ha de llegar a ser ahora el centro de nuestro caminar histórico; y no resultaría extraño, porque fue su principio, y la vieja máquina de la civilización occidental da síntomas de suficiente cansancio para seguir pretendiéndose en un futuro fuente de la cultura mundial.
Para los que no creen en la existencia de una genuina historia africana, antes de la ocupación colonial, no hay ninguna o casi ninguna dinámica progresiva en estas sociedades o razas desgraciadas (¡quizás podamos responsabilizar al sol y a los mosquitos de tal atraso!... ). El continente negro seguirá siendo entonces objeto de una benevolente limosna técnica y cultural, en todo aquello que se salga de la danza y la civilización de la piedra.
Pero, el incipiente protagonismo de estos pueblos en el panorama político actual no ha visto la luz gracias al descubrimiento del petróleo bajo sus suelos ni a la consolidación de la Organización para la Unidad Africana (OUA). La hora africana viene sonando desde hace bastante tiempo. Prescindiendo del florecimiento de imperios milenarios como el de Mali o el Songhai y de las grandes ciudades del Sudán, y dejando atrás la larga tradición desaparecida de iglesias como la de Etiopía, África miraba a sus raíces cuando Europa se debatía entre el ocaso de viejas naciones y el nacimiento de las jóvenes Italia y Alemania en la segunda mitad del siglo XIX. Mientras, un clima de enfervorizada filantropía envuelve a este viejo continente que acaba de «conceder» la abolición de la esclavitud, contrastando con la petición presentada al Vaticano I por un obispo norteamericano para la declaración solemne de la espiritualidad de las almas negras.
Estas contradicciones serían superadas gracias a la maduración de una espiritualidad anclada en intereses y pretensiones colonialistas y a la audacia de hombres como Daniel Comboni, primer Vicario apostólico del África Central. Comboni, nacido en 1831 en Limone suL Garda, una pequeña aldea del norte de Italia, sería el joven sacerdote que pasaría de soñar con el destino de la gran «Nigricia» en el instituto veronés del padre Mazza a concebir un ambicioso plan de regeneración de África, que sería presentado ante la cautelosa congregación para la propagación de la fe e incluso ante los padres conciliares.
Los esfuerzos misioneros de la Iglesia de su tiempo, basados en una penetración heroica al estilo de las grandes aventuras del colonialismo decimonónico, eran dispersados por la dureza del clima y la urgencia de los problemas europeos. Por otra parte, ¿podía compararse la transmisión de la luz del Evangelio a una aportación plagada de superioridad de una pretendida civilización salvadora?. La primera experiencia misionera de nuestro pionero es, en este sentido, desastrosa.
La muerte de algunos de sus compañeros y su propio fracaso en la empresa servirán de reflexión sobre este punto, pero también forjarán la pasión definitiva de Daniel Comboni: ¡África o muerte!.
La intuición fundamental que alentó, a partir de entonces, su plan de regeneración, era doblemente audaz, tanto por la poca disposición favorable que habría de encontrar en el seno de su propio instituto y de la línea impuesta hasta entonces por Propaganda Fide, como por la nueva confianza que suponía en el africano y en la riqueza de su mentalidad ...
«¿No se podría asegurar mejor la conquista de las tribus de la infeliz Nigricia fijando nuestro centro de acción allí donde el africano vive y no se cambia, y el europeo trabaja y no sucumbe?. ¿No se podría procurar la conversión de África por medio de África?».
Lo que hoy puede sonar trivial, o al menos cotidiano, la preparación de catequistas y clero nativo, y el asentamiento de comunidades cristianas sostenidas por los mismos africanos, tenía entonces la frescura de una primera vez eficaz, y desde luego profética.
Tras multitud de viajes, entrevistas con cardenales que pudieran apoyar su proyecto, e incluso encuentros con el Papa Pío IX, su plan se pondría en marcha, y el mismo se convertiría en el Vicario apostólico de la inmensa África Central. Después de su muerte, el 10 de octubre de 1881, pudo dudarse de la validez de una obra jalonada de fracasos, y muchas veces de incomprensión... Bastaría echar una mirada al panorama posterior y aún actual de la Iglesia misionera, sin hablar del crecimiento de la misma orden de misioneros combonianos, ya casi en todo el mundo, para no dudar más. Pero, aunque Monseñor Daniel Comboni no hubiera visto realizadas hoy sus pretensiones («Yo muero, pero mi obra no morirá»), nosotros conocemos el valor del éxito y el fracaso en cualquier empeño construido en torno a Jesucristo, y podemos asumir desde nuestra acción y nuestro pensamiento una nueva forma de ver el África negra:
«El católico, acostumbrado a juzgar las cosas con la luz que le llueve del cielo, contempló África no a través del miserable prisma de los intereses humanos, sino al esplendor de su fe, y descubrió allí una multitud infinita de hermanos pertenecientes a su misma familia».
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