Cuando nos disponemos a celebrar el veinte aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, Juan Pablo II ha convocado de modo extraordinario un Sínodo sobre este tema. Este hecho junto con las pasadas declaraciones del Cardenal Ratzinger sobre el postconcilio y la situación creada a partir de éste en la Iglesia actual, han hecho que el Vaticano II sea noticia.
Sin lugar a dudas estamos viviendo en el ámbito nacido del Concilio Vaticano II, un Concilio fundamentalmente eclesiológico. Pero entre los padres y profetas del Concilio se presentía no sólo la necesidad de una reflexión sobre la Iglesia, sino más aún, el deseo de una nueva experiencia de ella, la urgencia de una renovación de la experiencia eclesial.
La gran pregunta del Concilio, «Iglesia, ¿qué dices de ti misma?», se resolvía inmediatamente en una doble pregunta mucho más «existencial»: «¿qué significa ser miembro de la Iglesia?», y, en definitiva, «¿qué significa ser cristiano?».
Este planteamiento y su resolución valiente y radical exigían de toda la Iglesia un esfuerzo de renovación en busca de la propia identidad cristiana. No se trataba de una adecuación o un intento de consenso con la modernidad, sino de entrar en un diálogo y una confrontación con ella que llevase a profundizar y expresar más adecuadamente la propia verdad cristiana.
A veinte años de la clausura del Vaticano II, habiendo transcurrido períodos turbulentos y difíciles, es una exigencia para cada uno de
nosotros el sentirnos y reconocernos sujetos activos de esa renovación. Renovación que sólo puede ser la resultante de un «enamoramiento» de la Iglesia como lugar de encuentro con Cristo, como lugar por tanto, de salvación verificable.
Ser sujetos de la renovación emprendida por el Vaticano II implica en primer lugar una actitud decidida de conversión personal. También
implicará un ejercicio activo de la fraternidad y la comunión en la parte de Iglesia que vivimos, entregándonos al cuidado de ese «cuerpo» al que
es preciso alimentar, curar y dar solidez; pero a un tiempo, abriéndonos a la solidaridad con todas las realidades eclesiales, por lejanas que nos sean en el espacio y en sus problemas específicos.
La renovación pasa hoy por un esfuerzo de diálogo intraeclesial; no un diálogo estratégico, no una búsqueda de consenso, sino un esfuerzo de discernimiento sobre el grado de fidelidad al ser de la Iglesia que tienen los individuos y los grupos. Un discernimiento que no puede ser hecho sin valentía sin referencia a la Escritura tal como ha sido leída en la Iglesia a través de los siglos, sin atención al Espíritu que habla en los signos de los tiempos y en los testigos autorizados que suceden a los Apóstoles en su misión.
Y por último, la renovación reclama una mayor libertad de la Iglesia respecto de sus propios lastres históricos que a veces paralizan y congelan su capacidad profética. Es preciso sacudirse los complejos, sin perjuicio de reconocer el propio pecado.
El Sínodo extraordinario convocado por el Papa, será un hito más en el camino emprendido e irreversible de la auténtica renovación: aquella que
no procederá de la infiltración de las ideologías o el consenso fácil con el mundo, sino del encuentro pleno con nuestras propias raíces y con
nuestra verdadera identidad cristiana.
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