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Huellas N., Marzo 1983

CULTURA

Homilía para una confirmación

Cardenal Joseph Ratzinger

Lo que significa el sacramento de la Confirmación nos lo explica la Iglesia de una manera sensible en los signos median­te los cuales se administra. Cuando se considera con cierto deteni­miento el desarrollo de esta ceremonia, se observa fácilmente que se divide en tres etapas. Da comienzo con los votos de la Confirmación; a ello sigue la oración que eleva el Obispo, con las manos extendidas, en nombre de la Iglesia; finalmente, se administra el sacramento propiamente dicho, que consta de unción, imposición de manos y saludo de paz. Consideremos estas tres partes más detenidamente.

1. Al principio hay una serie de pre­guntas y de respuestas: ¿Rechazáis a Satanás, creéis en Dios, Padre todopoderoso, en su Hijo Je­sucristo, en el Espíritu Santo y en la Santa Iglesia? Estas pregun­tas unen la Confirmación con el Bautismo. Estas preguntas ya se os hicieron en el Bautismo y, para la mayoría de vosotros, fueron con­testadas entonces en vuestro lugar por vuestros padres y padrinos, que también os han prestado su fe, del mismo modo en que habían puesto a vuestra disposición una parte de su vida, para que vuestro cuerpo, vuestra alma y vuestro es­píritu pudieran crecer y desarro­llarse. Pero, ahora, lo que os ha sido prestado ha de llegar a ser de vuestra propiedad. Ciertamente, como hombres que somos, vivimos siempre unos de otros, y no sólo de lo que nos prestamos, sino de lo que nos regalamos. Una cosa lleva a la otra. Sin embargo, también debemos decidir por nosotros mismos; lo que se nos ha regalado sólo nos pertenece una vez que nosotros mismos lo hemos aceptado. De esta manera, en la Confirmación se continúa lo que comenzó en el Bautismo. La Confirmación es la plenitud del Bautismo. Esto es precisamente lo que, en sentido pro­pio, significa la palabra "confir­mación": ratificación. "Confirma­ción" es una palabra que proviene del lenguaje del Derecho y se apli­ca al acto mediante el cual un contrato entra definitivamente en vigor.
En efecto, los votos con los que comienza la administra­ción del sacramento de la Confirma­ción son como la conclusión de un contrato. Recuerdan la conclusión de la Alianza de Dios con Israel en el Sinaí. Allí, Dios puso a Israel ante esta elección: "Te pon­go delante vida y muerte... Elige, pues, la vida, para que vivas" (Dt. 30, 19). La confirmación es vuestro Sinaí. El Señor se halla ante vosotros y os dice: ¡Elige la vida! Cada uno de nosotros de­sea vivir, desea sacar el máximo partido de la vida, desea obtener provecho de lo que la vida le ofrece. ¡Elige a vida! Y sólo hemos elegido realmente la vida cuando estamos en alianza con aque­llo que es la vida misma.
Renun­ciar a Satanás significa renunciar al poder de la mentira, que nos embauca la vida y nos conduce al desierto. Quien, por ejemplo, se deja atrapar por la droga busca ensanchar su vida, de una manera inaudita, en lo fantástico e ilimi­tado; y, al principio, cree encon­trarlo. Pero, en realidad, se enga­ña. Al final no puede soportar más la vida real: y la otra vida, la mentira en la que ha sido apre­sado, acaba también por desmo­ronarse. ¡Elige la vida! Las pre­guntas y las respuestas de los votos de la Confirmación son una especie de invitación a la vida; son como los letreros indicadores de las calles para avanzar por la vida. Este avanzar por la vida no siempre es cómodo. Pero lo cómodo no es lo verdadero y sólo lo verda­dero es vida. Hemos dicho hace un momento que estos votos son una suerte de contrato, una alianza. Podríamos también decir que tienen semejanza con un enlace matrimo­nial. Ponemos nuestra mano en las manos de Jesucristo. Nos decidimos a recorrer nuestro camino con Él, porque sabemos que Él es la vida (Jn. 14, 6).

2. Para ser cristiano hace falta deci­sión. Pero el cristianismo no es meramente un sistema de mandamien­tos que exigen de nosotros proezas morales. Es también un regalo que se nos hace: somos admitidos en una comunidad que nos sostiene, la Iglesia. Y esto es lo que se hace visible en el segundo acto de la celebración, en la oración que hace el Obispo, en virtud de su consagración, en el nombre de toda la Iglesia. En ella, el Obis­po extiende las manos como lo ha­bía hecho Moisés cuando Israel com­batía (Ex. 17, 11 s.). Estas manos extendidas son como un techo que nos cubre y nos protege del sol y de la lluvia; son también como una antena que capta las ondas que vuelan por el éter y nos acer­ca lo que está lejos de nosotros. De este modo, la imposición de manos manifiesta lo que significa la oración: como cristianos esta­mos siempre inmersos en la oración de la Iglesia. Nadie está solo. Nadie está totalmente olvidado y abandonado, porque pertenece a la comunidad que, en la oración, se declara responsable de todos. Y, así, esta oración es realmente co­mo un techo; estamos bajo la pro­tección de esas manos extendidas. Y ellas son como una antena que nos hace próximo lo lejano; lo lejano, la fuerza del Espíritu San­to, se hace nuestro cuando estamos en el campo de acción de esta oración. Al que vive en la Iglesia pueden aplicársele las magníficas palabras que, en la parábola del hijo pródigo, dice el padre al hermano que permanece en casa: "To­do lo mío es tuyo" (Le. 15, 31).
Así como, al comienzo de nuestra vida, nuestros padres nos han pres­tado su vida y su fe, así también la Iglesia nos mantiene en su fe y en su oración; su fe y su ora­ción nos pertenecen porque noso­tros pertenecemos a ella. De esta suerte, las palabras impresionan­tes y, en apariencia, tan lejanas adquieren también un sentido: nues­tro pedir el Espíritu de sabidu­ría, de fuerza, de piedad, de te­mor de Dios. Nadie puede construir solo su vida. Tampoco basta para ello la sabiduría, la ciencia, el poder del más fuerte. Es suficien­te echar una mirada a los periódi­cos para ver que precisamente los fuertes, los que son admirados, muy a menudo no saben, en definiti­va, nada más que empezar su vida, y naufragar. Si, por el contrario, preguntamos por el secreto de los hombres que han sido acaso muy sencillos, pero que han encontrado la paz y la plenitud, se ve que la razón de su secreto es ésta: que no estuvieron solos. No necesi­taron proyectar su vida por sí mismos. No necesitaron preguntar qué significa y cómo se puede "elegir la vida". Se dejaron. "aconse­jar" por Aquel en el que está el consejo, y así poseyeron lo que no tenían por ellos mismos: la sabiduría, la fuerza, la inteligen­cia. "Todo lo mío es tuyo". Ellos se encontraban bajo un techo que cubre, pero que, en vez de aislar, capta las ondas de lo eterno, las ondas de la vida y nos une a ella. Las manos del Obispo nos muestran dónde está este techo que todos nosotros necesitamos. Son una indicación y una promesa: bajo el techo de la Confirmación, bajo el techo de la Iglesia orante vivi­mos cobijados y abiertos a la vez, en el campo de acción del Espíritu Santo.

3. Finalmente, tiene lugar la confir­mación propiamente dicha, adminis­trada a cada uno en particular.
a) Comienza en el momen­to en que cada uno es llamado por su propio nombre. Ante Dios no formamos una masa. De ahí que los sacramentos no se administren nun­ca colectivamente, sino sólo perso­nalmente. Para Dios cada uno tiene su propia cara, su propio nombre. Dios nos habla personalmente. No somos ejemplares intercambiables de una mercancía; somos amigos, conocidos, queridos, amados. Dios tiene su propio plan para cada uno de nosotros. Nos quiere a cada uno de nosotros. Nadie es super­fluo, nadie es una mera casuali­dad. Cuando os llamen por vuestro nombre, debería penetraros ésto en el corazón: Dios me quiere. ¿Qué quiere Él de mí?
b) La imposición de manos es la aplicación a cada persona del gesto de las manos extendidas. La imposición de manos es, en pri­mer lugar, un gesto de toma de posesión. Cuando yo pongo la mano sobre algo, quiero decir con ello: esto es mío. El Señor pone su mano sobre nosotros. Somos suyos. La vida no me pertenece simplemen­te a mí. Yo no puedo decir: esta es mi vida, puedo hacer con ella lo que quiera; si quiero estropear­la, es cosa mía. No, Dios me ha dado una tarea para el todo. Si yo destruyo o malogro esta vida, falta algo al todo. De una vida negativa resulta algo negativo pa­ra los otros; de una vida positiva resulta una bendición para el to­do. Nadie vive para sí mismo única­mente. Ni vida no es mía. Un día se me preguntará: ¿Qué has hecho tú con esta vida que Yo te he dado? Su mano está sobre mí...
Pero la imposición de ma­nos es también un gesto de ternu­ra, de amistad. Si yo no puedo decir nada más a un enfermo, por­
que está demasiado cansado, acaso porque incluso está inconsciente, pero pongo la mano sobre él, él percibe una proximidad que le ayu­da. Él sabe: no estoy solo. La imposición de manos indica también la ternura de Dios hacia nosotros. Mediante esta imposición de manos yo sé que hay un amor que me lleva y del que puedo fiarme incon­dicionalmente. Que hay un amor que me acompaña, que nunca me engaña y que tampoco me deja caer en mis desmayos. Que hay aquí alguien que me comprende, incluso cuando nin­gún otro quiere entenderme. Al­guien ha puesto su mano sobre mí: el Señor.
La imposición de manos es, en fin, un gesto de protec­ción. Él Señor se hace responsable de mí. No me ahorra vientos ni tormentas, pero me protege del ver­dadero mal del que con tanta fre­cuencia olvidamos protegernos: me protege de la pérdida de la fe, de la pérdida de Dios, a condición de que me confíe en Él y no escape de sus manos.
c) Después se traza so­bre la frente el signo de la cruz.
Este es el signo de Jesucristo, signo en el que Él volverá un día. Es de nuevo un signo de pro­piedad: de la entrega a Cristo, tal como hemos hablado antes de ella en los votos. Es un signo indicador del camino. En las ca­lles hay letreros indicadores para que uno pueda encontrar su destino cuando está de camino. Nuestros antepasados fueron aficionados a poner en las calles la imagen del Crucificado, incluso como indica­dor del camino. Con ello querían decir que nosotros no sólo estamos de camino de este pueblo a aquel, de esta ciudad a aquella otra. En todos nuestros caminos se consume se acaba nuestra vida. En todos estos caminos es nuestra vida la que se vive y no sólo debemos encontrar tal o cual lugar, sino la vida misma. Este era el mensaje de este extraño indicador del cami­no: ten cuidado de que tu vida no termine en un callejón sin salida. Si vas tras Él, entonces encontra­ras el camino, pues Él es el cami­no (Jn. 14, 6). Pero la Cruz (y esto guarda relación con todo) es una invitación a la oración. Con el signo de la Cruz comenzamos nuestra oración; con él comienza la Eucaristía; con él se nos da la absolución en el sacramento de la Penitencia. La Cruz de la Con­firmación nos invita a la oración, a la oración personal y a la gran oración común de la Eucaristía. Nos dice: puedes venir siempre a la Confirmación, cuantas veces vuelvas a este signo. La Confirma­ción no es el acontecimiento de un momento; es un comienzo que quiere madurar a través de toda una vida. Tan a menudo como entres en este signo, entras en el Bautis­mo y en la Confirmación. En este signo se llena paso a paso la oración y la promesa de este día: la venida del Espíritu de sabiduría, de inteligencia, de consejo y de fuerza. No se puede meter este Espíritu en el bolsillo, como una moneda de la que se echa mano cuando se la necesita. No se puede recibir más que viviendo con Él, en el lugar de encuentro que Él mismo nos ha dado: en el signo de la Cruz.
d) Esta Cruz se os traza sobre la frente con el santo óleo que el Obispo ha consagrado el Jueves Santo para todo un año y para toda una diócesis. Aquí apare­cen muchas cosas. En el mundo anti­guo, el óleo, el aceite, era un producto de belleza; era la base de la alimentación; era la medici­na más importante; protegía al cuerpo del calor abrasador y era así, al mismo tiempo, fortaleci­miento, fuente de fuerza y de con­servación de la vida. De este mo­do, vino a ser expresión de la fuerza y de la belleza de la vida en general y, con ello, la imagen simbólica del Espíritu Santo. Los profetas, los reyes y los sacerdo­tes eran ungidos con óleo, de tal manera que el óleo fue también signo de estas funciones. En el lenguaje de Israel, el rey se lla­maba simplemente "el Ungido"; en griego, "Christos". Por tanto, la unción significa, además, que es Cristo mismo quien nos toma de la mano; significa que Él nos ofrece la vida, el Espíritu Santo. "Elige la vida": esto no es sólo un manda­to; es, al mismo tiempo, un don. "Ahí está", nos dice el Señor en el signo de la Cruz que se nos hace con el óleo.
Pero es también importan­te lo que acabamos de oír: este óleo fue consagrado el Jueves San­to para todo el año y para todos los lugares. Procede de la deci­sión del amor que Cristo ha expre­sado de una manera definitiva en la Ultima Cena. Esta decisión abar­ca todos los lugares y todos los tiempos. Quien quiera pertenecerle no puede encerrarse en un grupo, en una comunidad, en un pueblo, en un partido. Sólo cuando nos abrimos a la fe común de todos los lugares y de todos los tiempos estamos con Él. Sólo cuando compar­timos la fe con toda la Iglesia, cuando hacemos de ella nuestra me­dida y no ponemos de un modo abso­luto nuestras propias ideas, esta­mos en el campo de acción de su vida. La Confirmación es siempre también un trascender los límites. Exige de nosotros el abandono de las miras estrechas de nuestras ideas y de nuestros deseos, de nuestras pretensiones de saber más que los otros, con el fin de lle­gar a ser verdaderamente "católi­cos", con el fin de vivir, de pensar y de obrar con la Iglesia entera. Esto se debe traducir, por ejemplo, en nuestra responsabilidad común para con los pobres de todo el mundo; se debe traducir en nuestra oración, mientras cele­bramos la liturgia de toda la Igle­sia, en vez de seguir nuestras propias inspiraciones; se debe tra­ducir en nuestra fe, que adopta como medida la palabra de toda la Iglesia y de su tradición. La fe no la hacemos nosotros, es el Se­ñor el que nos la da. Él se nos da. La Cruz trazada con el santo óleo es nuestra garantía de que Él nos coge de la mano y de que su Espíritu nos toca y nos conduce a través de toda una vida en comu­nión con la Iglesia.
Volvamos ahora la mirada a todo lo que hemos considerado. Me parece que esta estructura tri­partita de la Confirmación es tam­bién una imagen del camino de nues­tro ser cristiano. En la sucesión de los votos, de la oración y de la unción actuamos sucesivamente nosotros mismos, la Iglesia, Cris­to y el Espíritu Santo. Por tanto, también podemos describir estas tres partes como palabra, respues­ta y acción. Estos tres elementos -nosotros, la Iglesia, Cristo- se relevan en el actuar. Esta estruc­tura del sacramento refleja el rit­mo de la vida: al comienzo, está ante todo la exigencia de que ac­tuemos nosotros mismos. Ser cris­tiano aparece como una resolu­ción, como una llamada a nuestro valor y a nuestra capacidad de renuncia y de decisión. Esto pare­ce penoso y, en cambio, la vida de los otros parece más cómoda. Pero cuanto más penetramos en el "sí" de los votos del Bautismo y de la Confirmación, tanto más expe­rimentamos que estamos sostenidos por toda la Iglesia. Allí donde empieza a desmoronarse lo que noso­tros tenemos, hacemos y sabemos por nosotros mismos, allí comienza a mostrarse el fruto de la respues­ta. Allí donde la vida, para el hombre que no conoce a Dios, se convierte en una cáscara vacía, que es preferible que sea arroja­da, allí se muestra cada vez más que es verdad que no estamos so­los. Y lo mismo ocurre cuando, poco a poco, se hace la oscuridad: el camino conduce a ese Amor que nos abraza y que nos sostiene donde nadie puede ya sostenernos. La fe es el más firme fundamento para la casa de nuestra vida; y ella la conserva en buen estado incluso en un futuro que nadie puede pre­ver (Cf. Mt. 7, 24-27).
De esta manera, la Con­firmación es una promesa que se eleva hacia la eternidad. Pero, por de pronto, la Confirmación es una llamada a nuestro valor, a nuestra audacia. Una llamada para atreverse, con Cristo, a fundar nuestra vida en la disposición de la fe en Él, incluso cuando otros encuentran esto ridículo o anticua­do. El camino conduce a la luz. Sorprendámoslo. Digamos "si". A ello nos alienta esta hora en que recibimos el santo sacramento. ¡Elige la vida! Amen.

(Traducción de Rogelio Rovira)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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