Lo que significa el sacramento de la Confirmación nos lo explica la Iglesia de una manera sensible en los signos mediante los cuales se administra. Cuando se considera con cierto detenimiento el desarrollo de esta ceremonia, se observa fácilmente que se divide en tres etapas. Da comienzo con los votos de la Confirmación; a ello sigue la oración que eleva el Obispo, con las manos extendidas, en nombre de la Iglesia; finalmente, se administra el sacramento propiamente dicho, que consta de unción, imposición de manos y saludo de paz. Consideremos estas tres partes más detenidamente.
1. Al principio hay una serie de preguntas y de respuestas: ¿Rechazáis a Satanás, creéis en Dios, Padre todopoderoso, en su Hijo Jesucristo, en el Espíritu Santo y en la Santa Iglesia? Estas preguntas unen la Confirmación con el Bautismo. Estas preguntas ya se os hicieron en el Bautismo y, para la mayoría de vosotros, fueron contestadas entonces en vuestro lugar por vuestros padres y padrinos, que también os han prestado su fe, del mismo modo en que habían puesto a vuestra disposición una parte de su vida, para que vuestro cuerpo, vuestra alma y vuestro espíritu pudieran crecer y desarrollarse. Pero, ahora, lo que os ha sido prestado ha de llegar a ser de vuestra propiedad. Ciertamente, como hombres que somos, vivimos siempre unos de otros, y no sólo de lo que nos prestamos, sino de lo que nos regalamos. Una cosa lleva a la otra. Sin embargo, también debemos decidir por nosotros mismos; lo que se nos ha regalado sólo nos pertenece una vez que nosotros mismos lo hemos aceptado. De esta manera, en la Confirmación se continúa lo que comenzó en el Bautismo. La Confirmación es la plenitud del Bautismo. Esto es precisamente lo que, en sentido propio, significa la palabra "confirmación": ratificación. "Confirmación" es una palabra que proviene del lenguaje del Derecho y se aplica al acto mediante el cual un contrato entra definitivamente en vigor.
En efecto, los votos con los que comienza la administración del sacramento de la Confirmación son como la conclusión de un contrato. Recuerdan la conclusión de la Alianza de Dios con Israel en el Sinaí. Allí, Dios puso a Israel ante esta elección: "Te pongo delante vida y muerte... Elige, pues, la vida, para que vivas" (Dt. 30, 19). La confirmación es vuestro Sinaí. El Señor se halla ante vosotros y os dice: ¡Elige la vida! Cada uno de nosotros desea vivir, desea sacar el máximo partido de la vida, desea obtener provecho de lo que la vida le ofrece. ¡Elige a vida! Y sólo hemos elegido realmente la vida cuando estamos en alianza con aquello que es la vida misma.
Renunciar a Satanás significa renunciar al poder de la mentira, que nos embauca la vida y nos conduce al desierto. Quien, por ejemplo, se deja atrapar por la droga busca ensanchar su vida, de una manera inaudita, en lo fantástico e ilimitado; y, al principio, cree encontrarlo. Pero, en realidad, se engaña. Al final no puede soportar más la vida real: y la otra vida, la mentira en la que ha sido apresado, acaba también por desmoronarse. ¡Elige la vida! Las preguntas y las respuestas de los votos de la Confirmación son una especie de invitación a la vida; son como los letreros indicadores de las calles para avanzar por la vida. Este avanzar por la vida no siempre es cómodo. Pero lo cómodo no es lo verdadero y sólo lo verdadero es vida. Hemos dicho hace un momento que estos votos son una suerte de contrato, una alianza. Podríamos también decir que tienen semejanza con un enlace matrimonial. Ponemos nuestra mano en las manos de Jesucristo. Nos decidimos a recorrer nuestro camino con Él, porque sabemos que Él es la vida (Jn. 14, 6).
2. Para ser cristiano hace falta decisión. Pero el cristianismo no es meramente un sistema de mandamientos que exigen de nosotros proezas morales. Es también un regalo que se nos hace: somos admitidos en una comunidad que nos sostiene, la Iglesia. Y esto es lo que se hace visible en el segundo acto de la celebración, en la oración que hace el Obispo, en virtud de su consagración, en el nombre de toda la Iglesia. En ella, el Obispo extiende las manos como lo había hecho Moisés cuando Israel combatía (Ex. 17, 11 s.). Estas manos extendidas son como un techo que nos cubre y nos protege del sol y de la lluvia; son también como una antena que capta las ondas que vuelan por el éter y nos acerca lo que está lejos de nosotros. De este modo, la imposición de manos manifiesta lo que significa la oración: como cristianos estamos siempre inmersos en la oración de la Iglesia. Nadie está solo. Nadie está totalmente olvidado y abandonado, porque pertenece a la comunidad que, en la oración, se declara responsable de todos. Y, así, esta oración es realmente como un techo; estamos bajo la protección de esas manos extendidas. Y ellas son como una antena que nos hace próximo lo lejano; lo lejano, la fuerza del Espíritu Santo, se hace nuestro cuando estamos en el campo de acción de esta oración. Al que vive en la Iglesia pueden aplicársele las magníficas palabras que, en la parábola del hijo pródigo, dice el padre al hermano que permanece en casa: "Todo lo mío es tuyo" (Le. 15, 31).
Así como, al comienzo de nuestra vida, nuestros padres nos han prestado su vida y su fe, así también la Iglesia nos mantiene en su fe y en su oración; su fe y su oración nos pertenecen porque nosotros pertenecemos a ella. De esta suerte, las palabras impresionantes y, en apariencia, tan lejanas adquieren también un sentido: nuestro pedir el Espíritu de sabiduría, de fuerza, de piedad, de temor de Dios. Nadie puede construir solo su vida. Tampoco basta para ello la sabiduría, la ciencia, el poder del más fuerte. Es suficiente echar una mirada a los periódicos para ver que precisamente los fuertes, los que son admirados, muy a menudo no saben, en definitiva, nada más que empezar su vida, y naufragar. Si, por el contrario, preguntamos por el secreto de los hombres que han sido acaso muy sencillos, pero que han encontrado la paz y la plenitud, se ve que la razón de su secreto es ésta: que no estuvieron solos. No necesitaron proyectar su vida por sí mismos. No necesitaron preguntar qué significa y cómo se puede "elegir la vida". Se dejaron. "aconsejar" por Aquel en el que está el consejo, y así poseyeron lo que no tenían por ellos mismos: la sabiduría, la fuerza, la inteligencia. "Todo lo mío es tuyo". Ellos se encontraban bajo un techo que cubre, pero que, en vez de aislar, capta las ondas de lo eterno, las ondas de la vida y nos une a ella. Las manos del Obispo nos muestran dónde está este techo que todos nosotros necesitamos. Son una indicación y una promesa: bajo el techo de la Confirmación, bajo el techo de la Iglesia orante vivimos cobijados y abiertos a la vez, en el campo de acción del Espíritu Santo.
3. Finalmente, tiene lugar la confirmación propiamente dicha, administrada a cada uno en particular.
a) Comienza en el momento en que cada uno es llamado por su propio nombre. Ante Dios no formamos una masa. De ahí que los sacramentos no se administren nunca colectivamente, sino sólo personalmente. Para Dios cada uno tiene su propia cara, su propio nombre. Dios nos habla personalmente. No somos ejemplares intercambiables de una mercancía; somos amigos, conocidos, queridos, amados. Dios tiene su propio plan para cada uno de nosotros. Nos quiere a cada uno de nosotros. Nadie es superfluo, nadie es una mera casualidad. Cuando os llamen por vuestro nombre, debería penetraros ésto en el corazón: Dios me quiere. ¿Qué quiere Él de mí?
b) La imposición de manos es la aplicación a cada persona del gesto de las manos extendidas. La imposición de manos es, en primer lugar, un gesto de toma de posesión. Cuando yo pongo la mano sobre algo, quiero decir con ello: esto es mío. El Señor pone su mano sobre nosotros. Somos suyos. La vida no me pertenece simplemente a mí. Yo no puedo decir: esta es mi vida, puedo hacer con ella lo que quiera; si quiero estropearla, es cosa mía. No, Dios me ha dado una tarea para el todo. Si yo destruyo o malogro esta vida, falta algo al todo. De una vida negativa resulta algo negativo para los otros; de una vida positiva resulta una bendición para el todo. Nadie vive para sí mismo únicamente. Ni vida no es mía. Un día se me preguntará: ¿Qué has hecho tú con esta vida que Yo te he dado? Su mano está sobre mí...
Pero la imposición de manos es también un gesto de ternura, de amistad. Si yo no puedo decir nada más a un enfermo, por
que está demasiado cansado, acaso porque incluso está inconsciente, pero pongo la mano sobre él, él percibe una proximidad que le ayuda. Él sabe: no estoy solo. La imposición de manos indica también la ternura de Dios hacia nosotros. Mediante esta imposición de manos yo sé que hay un amor que me lleva y del que puedo fiarme incondicionalmente. Que hay un amor que me acompaña, que nunca me engaña y que tampoco me deja caer en mis desmayos. Que hay aquí alguien que me comprende, incluso cuando ningún otro quiere entenderme. Alguien ha puesto su mano sobre mí: el Señor.
La imposición de manos es, en fin, un gesto de protección. Él Señor se hace responsable de mí. No me ahorra vientos ni tormentas, pero me protege del verdadero mal del que con tanta frecuencia olvidamos protegernos: me protege de la pérdida de la fe, de la pérdida de Dios, a condición de que me confíe en Él y no escape de sus manos.
c) Después se traza sobre la frente el signo de la cruz.
Este es el signo de Jesucristo, signo en el que Él volverá un día. Es de nuevo un signo de propiedad: de la entrega a Cristo, tal como hemos hablado antes de ella en los votos. Es un signo indicador del camino. En las calles hay letreros indicadores para que uno pueda encontrar su destino cuando está de camino. Nuestros antepasados fueron aficionados a poner en las calles la imagen del Crucificado, incluso como indicador del camino. Con ello querían decir que nosotros no sólo estamos de camino de este pueblo a aquel, de esta ciudad a aquella otra. En todos nuestros caminos se consume se acaba nuestra vida. En todos estos caminos es nuestra vida la que se vive y no sólo debemos encontrar tal o cual lugar, sino la vida misma. Este era el mensaje de este extraño indicador del camino: ten cuidado de que tu vida no termine en un callejón sin salida. Si vas tras Él, entonces encontraras el camino, pues Él es el camino (Jn. 14, 6). Pero la Cruz (y esto guarda relación con todo) es una invitación a la oración. Con el signo de la Cruz comenzamos nuestra oración; con él comienza la Eucaristía; con él se nos da la absolución en el sacramento de la Penitencia. La Cruz de la Confirmación nos invita a la oración, a la oración personal y a la gran oración común de la Eucaristía. Nos dice: puedes venir siempre a la Confirmación, cuantas veces vuelvas a este signo. La Confirmación no es el acontecimiento de un momento; es un comienzo que quiere madurar a través de toda una vida. Tan a menudo como entres en este signo, entras en el Bautismo y en la Confirmación. En este signo se llena paso a paso la oración y la promesa de este día: la venida del Espíritu de sabiduría, de inteligencia, de consejo y de fuerza. No se puede meter este Espíritu en el bolsillo, como una moneda de la que se echa mano cuando se la necesita. No se puede recibir más que viviendo con Él, en el lugar de encuentro que Él mismo nos ha dado: en el signo de la Cruz.
d) Esta Cruz se os traza sobre la frente con el santo óleo que el Obispo ha consagrado el Jueves Santo para todo un año y para toda una diócesis. Aquí aparecen muchas cosas. En el mundo antiguo, el óleo, el aceite, era un producto de belleza; era la base de la alimentación; era la medicina más importante; protegía al cuerpo del calor abrasador y era así, al mismo tiempo, fortalecimiento, fuente de fuerza y de conservación de la vida. De este modo, vino a ser expresión de la fuerza y de la belleza de la vida en general y, con ello, la imagen simbólica del Espíritu Santo. Los profetas, los reyes y los sacerdotes eran ungidos con óleo, de tal manera que el óleo fue también signo de estas funciones. En el lenguaje de Israel, el rey se llamaba simplemente "el Ungido"; en griego, "Christos". Por tanto, la unción significa, además, que es Cristo mismo quien nos toma de la mano; significa que Él nos ofrece la vida, el Espíritu Santo. "Elige la vida": esto no es sólo un mandato; es, al mismo tiempo, un don. "Ahí está", nos dice el Señor en el signo de la Cruz que se nos hace con el óleo.
Pero es también importante lo que acabamos de oír: este óleo fue consagrado el Jueves Santo para todo el año y para todos los lugares. Procede de la decisión del amor que Cristo ha expresado de una manera definitiva en la Ultima Cena. Esta decisión abarca todos los lugares y todos los tiempos. Quien quiera pertenecerle no puede encerrarse en un grupo, en una comunidad, en un pueblo, en un partido. Sólo cuando nos abrimos a la fe común de todos los lugares y de todos los tiempos estamos con Él. Sólo cuando compartimos la fe con toda la Iglesia, cuando hacemos de ella nuestra medida y no ponemos de un modo absoluto nuestras propias ideas, estamos en el campo de acción de su vida. La Confirmación es siempre también un trascender los límites. Exige de nosotros el abandono de las miras estrechas de nuestras ideas y de nuestros deseos, de nuestras pretensiones de saber más que los otros, con el fin de llegar a ser verdaderamente "católicos", con el fin de vivir, de pensar y de obrar con la Iglesia entera. Esto se debe traducir, por ejemplo, en nuestra responsabilidad común para con los pobres de todo el mundo; se debe traducir en nuestra oración, mientras celebramos la liturgia de toda la Iglesia, en vez de seguir nuestras propias inspiraciones; se debe traducir en nuestra fe, que adopta como medida la palabra de toda la Iglesia y de su tradición. La fe no la hacemos nosotros, es el Señor el que nos la da. Él se nos da. La Cruz trazada con el santo óleo es nuestra garantía de que Él nos coge de la mano y de que su Espíritu nos toca y nos conduce a través de toda una vida en comunión con la Iglesia.
Volvamos ahora la mirada a todo lo que hemos considerado. Me parece que esta estructura tripartita de la Confirmación es también una imagen del camino de nuestro ser cristiano. En la sucesión de los votos, de la oración y de la unción actuamos sucesivamente nosotros mismos, la Iglesia, Cristo y el Espíritu Santo. Por tanto, también podemos describir estas tres partes como palabra, respuesta y acción. Estos tres elementos -nosotros, la Iglesia, Cristo- se relevan en el actuar. Esta estructura del sacramento refleja el ritmo de la vida: al comienzo, está ante todo la exigencia de que actuemos nosotros mismos. Ser cristiano aparece como una resolución, como una llamada a nuestro valor y a nuestra capacidad de renuncia y de decisión. Esto parece penoso y, en cambio, la vida de los otros parece más cómoda. Pero cuanto más penetramos en el "sí" de los votos del Bautismo y de la Confirmación, tanto más experimentamos que estamos sostenidos por toda la Iglesia. Allí donde empieza a desmoronarse lo que nosotros tenemos, hacemos y sabemos por nosotros mismos, allí comienza a mostrarse el fruto de la respuesta. Allí donde la vida, para el hombre que no conoce a Dios, se convierte en una cáscara vacía, que es preferible que sea arrojada, allí se muestra cada vez más que es verdad que no estamos solos. Y lo mismo ocurre cuando, poco a poco, se hace la oscuridad: el camino conduce a ese Amor que nos abraza y que nos sostiene donde nadie puede ya sostenernos. La fe es el más firme fundamento para la casa de nuestra vida; y ella la conserva en buen estado incluso en un futuro que nadie puede prever (Cf. Mt. 7, 24-27).
De esta manera, la Confirmación es una promesa que se eleva hacia la eternidad. Pero, por de pronto, la Confirmación es una llamada a nuestro valor, a nuestra audacia. Una llamada para atreverse, con Cristo, a fundar nuestra vida en la disposición de la fe en Él, incluso cuando otros encuentran esto ridículo o anticuado. El camino conduce a la luz. Sorprendámoslo. Digamos "si". A ello nos alienta esta hora en que recibimos el santo sacramento. ¡Elige la vida! Amen.
(Traducción de Rogelio Rovira)
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