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Huellas N., Marzo 1983

IGLESIA

Jesús y Maximiliano

Julio Bravo

Era fiesta en Jerusalén. Los judíos celebraban la Pascua, la liberación de sus antepasados. Pero en un huerto, alejado de todos, un hombre, llamado Jesús, rezaba en si­lencio. Iba a morir. Sabía que iba a morir. Le condenarían por traer al mundo un mensaje de amor, por decir las verdades del Reino de Dios. Mori­ría por todos los hombres. Moriría, aún siendo Dios y siendo hombre.
Es tiempo de guerra en Euro­pa. Polonia sufre la ocupación nazi. Un hombre, de nombre Maximiliano, de vocación sacerdote, de corazón cris­tiano, reza en la capilla de la "Ciudadela de María" que él mismo había fundado. Su revista "Caballero de la Inmaculada" ha llegado al millón de ejemplares en ella se lucha contra el odio, la guerra, el racismo... El pueblo polaco fortalece su espíritu con ella. A los ocupantes les estorba este hombre, que infunde ánimo en el pueblo. Y él, Maximiliano, sabe que tarde o temprano, le vendrán a buscar.
El hombre que rezaba se le­vantó. Hacia él venían un grupo de hombres armados. A su cabeza, uno de sus elegidos, de sus doce amigos: Judas. Se acercó a él y le besó. Era la señal. Se abalanzaron sobre él y le prendieron. El podría haber pedido a su Padre que hubiera enviado doce legiones de ángeles para salvarlo, pero no lo hizo. Se dejó prender. Era la voluntad de su Padre.
Dos soldados llamaban a la puerta del convento franciscano. Es el 17 de febrero de 1941. Preguntan por el padre Maximiliano Kolbe. Tiene que acompañarles. Él podría preguntarles el motivo, la acusación. Podría negarse. Pero les acompaña. Es la voluntad de Dios.
Jesús fue conducido de lu­gar en lugar, buscando una mayor ofi­cialidad a un crimen al que querían dar la forma de ejecución.
Del huerto a la casa de Caifás; de allí al Sanedrín; después a casa de Pilatos; más tarde a casa de Herodes; otra vez a casa de Pilatos, y allí,...la condena: Crucifixión ¿Por qué? Por blasfemo, por llamarse Hijo de Dios. Por proclamar la palabra de Dios.
El prisionero Kolbe, como otros muchos, viaja de cárcel en cár­cel, de campo de concentración en campo de concentración. Lamsford (Ale­mania), Powiak (Checoslovaquia) y Aus­chzwitz ( Cracovia). Allí, la muerte. ¿Por qué? Por proclamar la palabra de Dios.
A Jesús le obligan a llevar la cruz hasta el Gólgota. En lo alto del montículo, le clavan. Sobre su cabeza, un letrero: INRI. Jesús Naza­reno Rey de los Judíos.
En Auschzwitz, un letrero co­rona la entrada: ARBEIT MACHT FREI, ''El trabajo hace libres".
Los hombres habían pecado. Habían convertido el paraíso que Dios les había dado en un mundo alejado de Dios. Habían olvidado quien les había puesto allí. Y Dios había cerra­do las puertas de su cielo. Pero no para siempre. Dios quería, quiere a los hombres. Y les manda a los profe­tas. Pero el mundo no les hace caso. Y Dios envía a su Hijo. A él si le querrán. Pero su hijo también es in­comprendido. Y realiza la mayor prue­ba de amor que hombre alguno puede hacer jamás. Morir por los demás. Morir por aquellos que conoce y por aquellos a los que jamás vio. Por los que le aman y por los que le odian. Porque él es AMOR.
El coronel Fritsch, de Aus­chzwitz, anuncia una cruel sentencia: Diez prisioneros morirán como represalia a la fuga de uno de ellos. Los presos son sacados a empellones al patio, y allí, puestos en fila, son designados los diez. Uno de ellos, exclama con tristeza: "¡Pobre esposa mía, pobres hijos míos!" Es el prisio­nero número 5.659. De pronto, cuando los no elegidos respiran tranquilos, uno de ellos, el número 16.670, el Padre Maximiliano Kolbe, sale de la fila, y dice al coronel: "Soy sacerdo­te católico polaco; soy viejo. Que­rría ocupar la vez de ese hombre, porque él tiene mujer e hijos". El coronel no tiene que pensárselo mu­cho. No es más que un polaco en vez de otro polaco. "Acepto", contesta.
Maximiliano Kolbe es intro­ducido en la fila de los condenados, que son conducidos a las celdas de muerte, donde el hambre acabará con ellos.

Jesús agonizaba. La asfi­xia, el suicidio inmenso de la cruz, el padecimiento de la noche anterior, hacían mella en él y pronto se vio sin fuerzas. Pero aún tuvo, antes de morir, unas palabras de perdón para los que le habían condenado, Y des­pués de morir, quisieron todavía rema­tarle, y le clavaron una lanza en el costado. Había que asegurarse.
El hambre ha acabado ya, en dos semanas, con seis de los diez condenados. Entre los supervi­vientes, Maximiliano Kolbe; viejo y débil, pero con la esperanza puesta en Dios. Pero los nazis necesitaban las celdas para nuevos prisioneros, así que le inyectaron fenol para acabar pronto con ellos. Había que apresurarse.
Jesús murió por todos los hombres; no fue en vano. Porque al menos uno, el Padre Maximiliano Kol­be, hizo realidad la frase: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos". Hoy ya está canonizado.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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