La pandemia ha doblegado a un país donde es imposible tratarse. El salario medio es de dos dólares al mes y nueve de cada diez personas no pueden pagarse la comida. «¿De qué color puede ser el futuro?». No se trata de sueños, sino de la vida de Magle, Yubelin, Aimara, Gladys… Que renacen por una esperanza más concreta que el caos
«¿De qué color es el futuro?». Miritza recuerda perfectamente la sorpresa que sintió cuando le hicieron esta pregunta. Fue hace dos años, en la primera clase de un curso en el que acabó casi de casualidad. Llegó a Caracas desde San Carlos, en el estado de Cojedes, Miritza tenía dos hijas pequeñas, un divorcio a sus espaldas y un problemón por delante, común a casi todos los venezolanos: su trabajo no bastaba para salir adelante. Los dos dólares de su salario como maestra eran demasiado poco. «Enseñar me encanta, nunca dejaría a los niños, pero necesitaba otra fuente de ingresos». La idea se le ocurrió una mañana mientras se secaba el pelo ante el espejo: ¿y si me dedicara a la belleza? Empezó en YouTube con algunos tutoriales y consejos de una amiga peluquera. Hasta que en 2018 la madre de uno de los niños le habló de Trabajo y Persona, una asociación dedicada a la formación y orientación laboral, y de su programa “Belleza por un futuro”, un curso de peluquería en colaboración con L’Oreal. Y allí estaba ella, ante aquella extraña introducción de Alejandro Marius, fundador de la entidad. «¿De qué color es el futuro?». Sorpresa, alguna que otra risita nerviosa. Luego alguien respondió y todos asintieron unánimes: «Negro». «Yo también me sentía así: sola, en Caracas, con dos niñas…». Alejandro los escuchaba con calma antes de volver a tomar la palabra: «Fijaos, el futuro es del color que vosotros decidáis». Y ella: «Me di cuenta de que era cierto. Había otros colores». O, al menos, podía haberlos.
Parece imposible, en un país tan hermoso que ahora se ha convertido en sinónimo de caos, hecho pedazos por las luchas políticas y sociales, hambriento por la crisis a la que se ha visto abocado por los gobiernos primero de Hugo Chávez y luego de Nicolás Maduro (que empeoró por el bloqueo impuesto por EE.UU). Las cifras solo describen la superficie. Los que todavía logran seguir el ritmo de la inflación calculan un aumento del 7.374 en 2019, con estimaciones parecidas para este año. El sueldo medio es de dos dólares y medio al mes, nueve venezolanos de cada diez no pueden cubrir sus gastos de alimentación, según un estudio universitario de Encovi y más de cinco millones han salido del país, según datos de ACNUR. Las elecciones del pasado 6 de diciembre, con victoria oficial de Maduro aunque contestadas por la oposición guiada por Juan Guaidó (y por otros muchos países, incluida la UE), tampoco prometen un cambio. Lo más probable es que la situación se recrudezca aún más. Y en medio de todo esto, llegó la pandemia, con su cuenta de muertos, enfermos, y una asistencia sanitaria imposible. Entonces, ¿de dónde viene la esperanza de Miritza? ¿Es posible volver a ponerse en marcha cada mañana y vivir sin ahogarse incluso en Venezuela? Hay historias que nos dicen que sí. Historias particulares, singulares. Con un rostro y un nombre (aunque algunos los cambiaremos, por una cuestión de prudencia y privacidad). Pero son para todos, muestran a todos una esperanza viva, nada abstracta sino posible. Hay más colores en Venezuela.
Por ejemplo, Trabajo y Persona (TyP), de la que hemos hablado mucho estos años. Es una ONG que nació en 2009, colabora con empresas, universidades y una veintena de centros formativos. Ha ayudado a más de tres mil personas a fraguarse un itinerario laboral. A los que hace tiempo se preguntaban cómo podía funcionar, Marius respondía: «En Venezuela estamos atravesando un apagón muy fuerte, pero si no vemos un cielo lleno de estrellas, no tenemos horizonte, y entonces la religiosidad, la propia experiencia cristiana no puede expresar todo lo que puede llegar a expresar. Porque en la oscuridad hay estrellas, en los problemas hay cosas positivas. En vez de quejarme, prefiero mirar lo que es positivo. Y juntarme con los que tienen las mismas ganas de construir».
Cuanto más dura es la situación, más decisiva resulta esta manera de mirar las cosas, que nace de la fe. Miritza asegura que aquel curso «dio un vuelco a mi vida». No solo porque aprendió un segundo oficio sino por cómo la ha ayudado a moverse, a tomar la iniciativa. Durante la pandemia, mientras daba clase online a sus niños –allí donde el funcionamiento de internet lo permitía– abrió con una amiga un pequeño centro de estética. «Masajes faciales, drenajes linfáticos… todo cumpliendo las normas de bioseguridad». Sede: su casa. «Es un trabajo de hormiguita», dice, pero funciona.
Igual que funciona el de Milexi, en Valencia, que gracias al programa Gastronomía360 ha perfeccionado su cocina y ha abierto un pequeño negocio de dulces y empanadas. O el de Edwin, en San Cristóbal, estado de Táchira. Tiene 21 años y solo tenía 17 cuando empezó a participar en “Conduciendo tu futuro”, otro programa de TyP (con Ford Venezuela y la Universidad de Carabobo). Acababa de entrar en la universidad para estudiar Tecnología Automovilística, pero tuvo que dejarlo todo congelado por falta de dinero. Al terminar el curso, consiguió gracias a TyP y Ford un pequeño préstamo, abrió una microempresa y mientras tanto volvió a estudiar. «En este país no puedes depender de una sola cosa, tienes que ser multifacético», una palabra decididamente más intensa que el multitasking y que Edwin define así: «Tienes que saber de todo». Para él también implica pequeños trabajos como electricista a domicilio, indispensable para salir adelante con el Covid. Ahora añade a esos trabajos otro para TyP, dando clase de “Manutención básica” vía chat. El primer curso acabó en noviembre.
La pandemia ha golpeado duramente también aquí. «Hemos tenido que replantearnos muchas iniciativas», cuenta Aimara Morales, coordinadora de Protagonistas de Trabajo, un proyecto de TyP que ayuda a la gente a crear su propia actividad. «Muchos han tenido problemas, pero otros muchos han sabido reaccionar rápido». ¿Por ejemplo? Magle, que puso en pie un laboratorio para promover la lectura entre alumnos de primaria. Una veintena de niños entre diez y doce años. Durante seis meses se estuvieron viendo en la biblioteca pública. En marzo, el Covid les cerró esta vía, «pero hemos seguido trabajando, inventándonos un proyecto que implicara a los padres: Leer en familia», explica. «Consiste en un grupo de WhatsApp y en un intercambio de correos electrónicos para enviar a los niños las tareas y compartir experiencias». No es fácil. Muchas familias no tienen una línea de teléfono, y la luz e internet se cortan continuamente. Pero cuando hay problemas, surgen formas nuevas, como El libro viajero. «Uno de nosotros pasa por las casas recogiendo los textos de los niños, sus relatos… Ahora estamos trabajando con Dos años de vacaciones, de Julio Verne».
Nadie ha dicho que los obstáculos, por grandes que sean, resulten como una jaula. De hecho, muchas veces suponen una ocasión para ir al fondo de sí mismos. Lila trabaja desde hace casi treinta años como profesora de psicomotricidad y tiene las ideas muy claras. «Mi trabajo me apasiona. Es una bendición de Dios. Siempre he puesto mi trabajo en manos del Misterio: él decide dónde y con quién debo hacerlo». Hace dos años, trabajando con Alejandro y Aimara, les habló de una pensión cercana y del dinero que nunca conseguiría reunir. De esa conversación surgió la propuesta de Pro Trabajo: poner en marcha un proyecto para trabajar por cuenta propia con jóvenes con dificultades de aprendizaje, «que suelen quedar excluidos de nuestro sistema educativo». Lila cita a don Giussani en Educar es un riesgo. «Dice que “el objetivo de la educación es formar un hombre nuevo que actúe cada vez más por sí mismo, y que afronte cada vez más el ambiente por sí solo”. ¿Por qué no decir lo mismo de alguien con problemas?». Para ella, este descubrimiento fue «como comprobar que el trabajo forma parte de mi vocación. He conocido personas que me han hecho ver el rostro de Cristo, una humanidad llena de belleza que me mantiene atenta para ver los detalles más hermosos de la realidad. No quiero perderme nada. Soy alumna de mis alumnos».
Poder vivir así el trabajo –el segundo o tercer trabajo, el que te permite dar de comer a tus hijos– es algo de otro mundo. Pero que pueda suceder lo mismo en caso de enfermedad es un milagro aún mayor. Porque aquí escasean las medicinas, cuando las hay cuestan demasiado (tres meses de salario para pagar un antibiótico) y a menudo no se encuentran ni en los hospitales. No es casual que varios de los proyectos de ayuda a Venezuela nazcan precisamente de la necesidad de medicinas. Se inventan vías para hacerlos llegar, como hace el Banco Farmacéutico local junto a otras asociaciones (hay un gran grupo de “amigos de Venezuela” que colaboran creando fundraising, iniciativas y donaciones, como la asociación Horizontes, Venezuela Trabajo y Persona, los amigos del Giotto o la secretaría de la CdO Obras sociales…). O para echar una mano a entidades locales que hacen la misma labor: ayudar a los que sufren, enfermos crónicos y con patologías que se pueden tratar en otros lugares pero que aquí matan.
Como le pasa a Gladys, 67 años: casada, vive en Caracas y tiene dos hijas, ambas han emigrado. Está jubilada, igual que su marido. Eso significa que reciben poco más de un dólar por cabeza al mes. Es imposible afrontar incluso problemas menores como la hipertensión o los cálculos renales. Lo consigue gracias a MS, un programa social que recoge fármacos y ayuda a encontrar medicinas y donantes por todo el mundo. «Amigos que me ha dado Dios: anónimos, sin rostro, pero con un corazón inmenso», dice. «Nos han ayudado durante años sin saber siquiera quiénes somos. Sin ellos sería imposible. Solo puedo sentirme agradecida».
Como ella, hay otros 280 beneficiarios de MS. El año anterior eran casi tres veces más. El Covid ha multiplicado la necesidad, pero ha bloqueado vías y transportes (el año pasado la cuarentena duró aquí 37 semanas), haciéndolo todo más complicado. El trabajo de los coordinadores, médicos, encargados de inventario, gestión de los canales por los que hacer llegar la ayuda (casi 290.000 paquetes el año pasado) desde toda América Latina, España o Italia. Este año esperan volver a crecer porque las necesidades son muchas y los imprevistos siempre están al acecho.
«Resulta difícil explicar lo que se te pasa por la cabeza cuando tu hermana te llama a medianoche para avisarte de que tu padre ha tenido un infarto y está en urgencias», cuenta Yubelin. «El nuestro es un ambulatorio pequeño, atiende a una zona muy grande y siempre está falto de medicinas, así que imagínate ahora. Honestamente, pensaba que iba a llamarme para decirme que había muerto. Solo esperaba poder volver a verlo». La pandemia ni siquiera te permite esto. «Gracias a Dios, consiguieron curarlo. Se estabilizó y nos permitieron trasladarlo a un hospital de Caracas». Yubelin vio ahí «otro signo de que Dios estaba con nosotros, porque había médicos, enfermeras y medicinas. No se puede dar por descontado».
Como tampoco se puede dar por descontado que en los tres días que pasaron fuera de la reanimación, entre los enfermos de Covid que iban y venían, lo que más le ayudó fue un libro, «Libre entre rejas, la biografía del cardenal Van Thuan. Pensaba en lo que había vivido en la cárcel, en cómo sintió siempre la presencia de Dios. Pues bien, yo me sentía así: acompañada por la gracia». Ahora su padre está mejor, «gracias a las medicinas que recibo de amigos de varios países». Pero ese paso de conciencia permanece, y ayuda a vivir.
Es lo mismo que cuenta Sara, de Mérida. Para hablar de sí misma, cita una frase de Julián Carrón, responsable de CL, sobre la pobreza que «marca la diferencia, abre la membrana de mi conciencia», y permite «recuperar la conciencia de uno mismo». Es de los apuntes de una Escuela de comunidad de enero de 2018 pero habla de algo que da forma al presente. «Lo que domina en mí, en este tiempo de adversidad, es una gratitud profunda por la presencia de Jesús en mi vida». Y añade: «Nunca me habría imaginado viviendo un momento tan hermoso como este, en el que Dios, a través de mis necesidades, me hace comprender lo que significa hacer un camino cristiano».
Magle tiene 48 años, es profesora y vive en Duaca, en el estado de Lara. Desde hace una década necesita tratamiento por varias alteraciones, a las que en 2017 se añadió un carcinoma que elevó su incertidumbre al infinito. «Tengo un salario de cuatro dólares, nunca podría comprarme las medicinas». Sin embargo, incluso en esta situación ve un color distinto del negro. Lo ve en las ayudas del MS, en ese «gesto que me acompaña y me ayuda a estar en pie» y es «la forma más concreta con la que el Señor acontece en mi vida». Lo ve «en el rostro de amigos que se conmueven por mí, me dan su tiempo y afecto».
Magle dice que «es el método que nos ha enseñado don Giussani, la manera que tiene Cristo de entrar en nuestra humanidad». Y lo hace para cambiarnos, para generar. «Este gesto me educa». ¿Cómo? «Me ayuda a mirar de otra manera las circunstancias que vivimos. Me invita a donarme a mí misma porque soy miembro de una comunidad: soy maestra y lo sigo siendo». Pero sobre todo, añade, le ayuda «a tener una conciencia más atenta. Porque veo que es verdadero lo que decía Claudel: “Dios no ha venido a explicar el sufrimiento, sino a llenarlo con su presencia”».
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