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Huellas N.01, Enero 2021

PRIMER PLANO

La furia y los hechos

Anna Leonardi

Fausto Leali, cardiólogo, cuenta cómo han sido las oleadas de la pandemia en planta. Cuando no resisten ni la técnica ni la generosidad. «Para afrontar la muerte a diario y poder seguir viviendo, el presente tenía que darnos a conocer algo importante»

«En la furia del instante puedo ver la mano del Maestro». Fausto Leali, cardiólogo en el hospital de Magenta (Milán) y un apasionado de los cantautores americanos, le roba un verso a Every Grain of Sand de Bob Dylan para contar cómo ha sido su vida desde el pasado mes de marzo hasta hoy. «Como todos, me he visto sometido a una sobredosis de dolor, pero en medio de la pandemia he descubierto una manera distinta de ser médico», cuenta Fausto, de 58 años, que pasó su juventud vinculado al movimiento focolar, que luego abandonó, hasta que conoció a Daniela, una chica de CL que, por cómo vivía su fe, suscitó en él unas ganas inmensas de volver a “su” movimiento.
Ahora él y Daniela, después de 26 años de matrimonio y con tres hijos, no han perdido esa costumbre de ayudarse a buscar “la mano del Maestro”. Ella es enfermera y estos meses en casa han hecho muchas horas extra. «Enseguida se hizo evidente que el tecnicismo, la intuición, ni siquiera la generosidad podían resistir. Para afrontar la muerte a diario y poder seguir viviendo, el presente tenía que darnos a conocer algo importante. De lo contrario te derrumbas, te ahogas, como les ha pasado a tantos colegas que no han resistido».

Para él, también ha sido un impacto muy duro. Durante la primera oleada, su planta en la unidad coronaria cerró y el personal fue derivado a las plantas de Covid, dejando solo a unos pocos para atender urgencias. Fausto se repartía entre los turnos de urgencias y los pacientes con cardiopatías diseminados por el hospital. «No estuve en primera línea, pero enseguida me quedé abrumado por la gravedad de lo que estaba pasando. Llegaron los primeros contagios entre varios colegas y luego también entre mis amigos. Empecé a sentirme impotente. Desde mi puesto controlaba su evolución, me informaban cuando empeoraban, pero quería poder hacer más. ¿Pero qué era exactamente ese “más” que yo podría hacer?». Una noche, de vuelta a casa, llamó a su amigo Marco, que trabaja en reanimación. «Había leído los mensajes que durante esas terribles semanas compartía con sus amigos y quería entender adónde miraba. Me dijo: “Fausto, yo estoy en la trinchera pero siento la misma impotencia que tú. No hay primera ni segunda línea. Lo que hay es el lugar donde el Señor nos pone y nuestro “sí”».
Era la noche del 27 de marzo y justo después de las palabras de Marco llegaron las del papa Francisco en la plaza de San Pedro. «Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere».
Estas palabras lo cambiaron todo para Fausto, aunque de hecho no cambiaba nada. Al día siguiente le esperaba en el trabajo una serie de ecocardiogramas. Ni siquiera tenía una enfermera de apoyo, todas estaban ocupadas en urgencias. «Normalmente ellas son las que se dedican al paciente, nosotros nos limitamos a realizar la prueba. Pero esa mañana intuí que había llegado mi primera línea, así que empecé a ayudar a los pacientes a quitarse la camisa del pijama, les preguntaba algo, intentaba charlar un poco con ellos. Luego les retiraba el gel, les ayudaba a vestirse, les preguntaba si necesitaban algo. Al final hasta colocaba las mesitas desordenadas».

Una noche, una anciana tenía que ser trasladada a otro hospital. Fausto subió a la ambulancia. «Tenía las coronarias obstruidas, un hematoma en la pierna y pocos glóbulos rojos, de hecho me preguntaba si la estaría acompañando en su último viaje». Buscando en los papeles su fecha de nacimiento vio que era del año 40, al principio de la guerra mundial. «Pensé en ella de pequeña, en una vida difícil ya desde el principio, marcada quién sabe por cuántas otras “guerras”».
«¿Dónde está mi marido?», preguntó de repente. «En casa, no puede estar aquí contigo». Fausto le agarró la mano y ella sacó fuerzas para apretarla. Al llegar al hospital, se quedó allí hasta que le asignaron una cama. «No volvió a preguntarme por su marido. De vez en cuando, con un hilo de voz, llamaba: “¡Mamá!”. Sé que siempre pasa eso cuando la cosa se pone fea, pero tenía que irme. Pude soltar su mano porque estaba seguro de que otro ya se la estaba aferrando».

En octubre, al llegar la segunda oleada de contagios, casi todas las plantas del hospital se convirtieron en plantas Covid. «Llegas y te dicen: “Aquí tienes, estas ocho camas son tuyas”. Y empiezas a temblar, te sientes muy pequeño. He vuelto a estudiar porque quiero dar lo mejor. En estas habitaciones, donde el silencio solo se rompe por el flujo de oxígeno, las almas hablan, gritan, tratan de entender dónde está yendo su vida. Nuestra atención también tiene que ver con esto». Fausto se implica con las vidas que van y vienen por estas camas. «La jefa de planta me avisó de que las llamadas a los familiares estaban programadas para los martes y jueves. Sinceramente, cuando tenía tiempo, empecé a hacerlas todos los días». Son conversaciones esenciales. «Salude a mi padre», «doctor, mañana es el cumpleaños de mi madre», y cuando la situación se agrava: «no le deje solo. Dígale que le queremos mucho». «Para algunos médicos puede ser muy duro, también lo es para mí. Pero yo saco fuerzas de ahí, de estas relaciones que se reavivan y se convierten en semillas de una nueva fraternidad. El virus no había previsto esto».
Cuando no tiene turno con pacientes Covid, Fausto vuelve a las plantas donde se concentran todas las demás patologías, a veces mezcladas en las mismas habitaciones. En una de ellas se encontró con Debora, una mujer de cuarenta años, enferma terminal. «La conocí durante un ingreso previo porque Anna, una amiga común, me pidió que fuera a verla. Me habló de su marido y de su hija de ocho años. No tenía fe, pero no perdía la ocasión de interrogarme por la mía». Cuando Fausto se reencontró con ella, la situación se había agravado. «Me di cuenta de que podían ser sus últimos días. Lo primero que pensé fue en su niña, que no volvería a ver a su mamá. Hablé con la jefa de planta y con otros responsables. Todos estuvieron de acuerdo en que la excepcionalidad del caso permitía saltarse el protocolo».
Así que prepararon una salita en la entrada del hospital donde Fausto y una enfermera acompañaron a Debora para reunirse con su familia. «Antes de las recomendaciones, antes de que pudiéramos desaparecer para dejarlos solos, nos vimos arrollados por la alegría de esa niña, que a diez metros de distancia gritó: “¡Mamá!”. Su estupor nos hizo ver la felicidad para la que estamos hechos».

En las siguientes semanas, Debora se estabilizó y decidieron darle el alta. «Cuando fui a despedirme, me dio las gracias y me dijo: “Fausto, no sé cómo, habrán sido las oraciones de Anna, o tus visitas, pero estos meses de enfermedad me he encontrado con la fe, sé que mi vida no se perderá. Estoy preparada. Y agradecida por poder volver a casa y tener tiempo para prepararlos a ellos”». Un rayo de eternidad iluminó ese instante tan frágil, sumándose a lo que Fausto llama “estelas luminosas”. «Son esos hechos que me “abren camino” en la noche cuando vuelvo a casa. La realidad está llena de grietas pero, como dice Leonard Cohen, “por ahí es por donde pasa la luz”. A veces veo más grietas que luz, pero me he dado cuenta de que tengo que abandonar todas mis pretensiones, despojarme de una cierta imagen de mí mismo». Para dejarse pegar con una estima por las cosas tal como son. «Toca las campanas que aún pueden sonar, olvida la ofrenda perfecta», canta Cohen en Anthem. «No se trata de volar bajo sino de una sencillez que me permite esperarlo todo. Es nuestra primera línea».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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