«Ven y lo ves». Esas palabras le abrieron un camino sin fin. Y ella lo sigue, entre la gente desesperada de Yaundé, en Camerún. Mireille Yoga cuenta de dónde brota todo lo que sucede en el Centro Edimar. «Todos los días hay cosas que nos hacen decir: Dios se ha hecho carne»
Llegó sola, a primera hora de la mañana. Con una mueca dibujada en su cara de niña, que aparentaba menos de sus diecisiete años. Las punzadas de dolor la paralizaban cada tres pasos. Llevaba el vestido empapado entre las piernas. Raina ya había roto aguas cuando llamó a la puerta del Centro. Nada más verla, Mireille corrió a su encuentro. Necesitaba un médico, un hospital. «Le pregunté: ¿por qué has venido aquí? ¿Qué buscas? Me dijo: necesito alguien que confíe en mí. Necesito una madre». Mireille todavía se conmueve al contarlo. Respira hondo. «Guau». Y añade: «Es una respuesta que nunca hubiera imaginado. Yo pensaba que quería ayuda para parir. Pero no era eso. Quería alguien que la abrazara». Se queda pensando un instante, como si se diera cuenta ahora. «Me hizo entender mejor por qué vengo yo al Centro. No es para resolver una necesidad, sino para ver quién responde al grito de estas personas. Y no soy yo la que responde. Es el Misterio».
De eso vive Mireille Yoga: grito y Misterio, la herida humana y la presencia real, carnal, de Cristo. Tiene 46 años, la mirada luminosa de quien mira las cosas y ve el fondo, una sonrisa ardiente como los colores de la ropa que llevan las mujeres de su Yaundé, Camerún, una metrópolis de 1.600.000 habitantes y miles de pobres viviendo en la calle. Muchos, muchísimos, son niños o adolescentes, abandonados por familias que no pueden o no quieren tenerlos –o que sencillamente no existen–, con una pobreza más feroz que el Covid (que en esta zona, a Dios gracias, hunde sus garras menos que en otros sitios). Muchos roban, fuman cannabis, toman pastillas. Pero cientos de ellos, literalmente, llaman a diario a la puerta del Centro Edimar, dirigido por Mireille.
Abierto en 2012 por el padre Maurizio Bezzi, misionero italiano del PIME (Pontificio Instituto de Misiones Extranjeras), no ofrece comida ni cama sino una propuesta educativa: escolar y de formación profesional. Pero también ayuda familiar y atención médica, actividades deportivas y asistencia a los que acaban en la cárcel. Hay aulas con pupitres, un campo de fútbol de tierra roja, biblioteca, laboratorios con equipos de cocina y al fondo el campo, donde se cultiva el grano y se cría el ganado. Por todas partes, jóvenes y sonrisas. Les enseñan a leer y a escribir, y a veces, un oficio. Pero sobre todo, si quieren, a vivir. Porque Edimar existe para eso: educar y generar.
Estas palabras siempre tienen un peso especial, pero más aún en la vida de Mireille, marcada por una herida: no ha tenido hijos. Un dolor íntimo que para una mujer de aquí se convierte también en un estigma social con una presión muy fuerte porque tu hombre puede repudiarte, abandonar «ese árbol que no da frutos». Pero su marido, Victorien, no lo hizo. En una ocasión le dijo: «Para mí, tú vales más que diez hijos». Ella lo cuenta mucho, sorprendiéndose cada vez por el milagroso cambio que puede introducir la fe en un mundo que empuja hacia otro lado, por cómo la presencia de Cristo ensancha el corazón y la mirada.
«Lo aprendí al conocer la propuesta que Maurizio y el padre Marco, el misionero que le acompañaba, trajeron hasta Camerún», cuenta. «Por primera vez vi a alguien hablar de Cristo como de un amor presente, y ser amigos por ello. Yo pensaba que era algo muy lejano. Darme cuenta de que era cercano fue una sorpresa para mí. Abrió en mi corazón un deseo inmenso de conocerlo».
Cuando el padre Maurizio la invitó a acompañarle en la aventura del Centro («sal, Mireille, no te quedes encerrada en tus lágrimas. Sal a la calle a ver cuántos chicos necesitan una madre»), ella simplemente le siguió. «No salí a la calle para trabajar, quería vivir una maternidad. Yo buscaba un hijo y no podía entenderlo. ¿Cómo puedes tener uno y abandonarlo? Pero el Misterio suele llevarme por caminos que no comprendo. Lo único que puedo hacer es seguirlo».
Todo está ahí, en esa decisión. Tomada una y otra vez, continuamente, secundando los hechos que la realidad le ponía delante. Aceptando que están ahí para ti, para abrir tu mirada. Sucede de repente, como aquel chaval que una de las primeras noches que salió la empujó hasta una esquina, apuntándola con un cuchillo en el vientre: «¿Qué buscas aquí? No me gustan las mujeres. Una mujer como tú me hizo nacer. Podrías ser tú, no la conozco…». «Me dio miedo», cuenta Mireille. «Pero en sus ojos vi el dolor de no tener una madre. Y su dolor me hizo entender el mío, me ayudó a mirarlo. Le dije: “Lo que tú buscas es lo mismo que busco yo. Podemos buscarlo juntos”. Así empezó todo: alguien me miró sin dejarme cerrar los ojos a mi dolor».
Pero es un inicio que se repite para ella en cada encuentro, un rostro tras otro, un nombre tras otro. Nos habla de Sidiky, 19 años, que un día la acompañó a casa y al verla sentarse en brazos de su marido para saludarlo, esperó a que se levantara para lanzarse él también encima de Victorien. «Quería sentir cómo se está en los brazos de un padre». O de Bilandi, 12 años, que cuando llegó al Centro ni siquiera hablaba francés y que hace poco hizo el examen de acceso de tercero de enseñanzas medias. Un funcionario le pidió dos mil francos, unos tres euros, a cambio de pasarle las respuestas, y él se negó. «En Edimar he aprendido que puedo hacerlo. Quiero usar mi cabeza».
«¿Cómo no vas a ver la ternura del Misterio con estas cosas?», dice Mireille. Esta palabra resuena a menudo en su relato, y no es nada sentimental. «Los chicos de la calle son como yo, como nosotros. Necesitan la ternura de Dios para aprender a mirarse con ternura ellos mismos. Están destrozados… pero hasta ahora nunca he visto a ninguno tan endurecido como para no dejarse tocar por una mirada que le muestra que es amado. Y llevo dieciocho años trabajando aquí».
La verdad es que hace unos días creyó haber encontrado uno. Un chico «tan marcado por el dolor que pensaba que no había nada que hacer. Drogado de la mañana a la noche, violento con todos… Cuando lo veía llegar, me decía: ¿otra vez él?, ¿y qué hago?». La respuesta le llegó con Un brillo en los ojos, el libro de Julián Carrón utilizado en la Escuela de comunidad de CL. «Leí el punto dedicado al “arte de sentir al ser humano en su totalidad” y me dejó en silencio. Cuando volví a ver a este chico, mi mirada había cambiado. Por primera vez le miré a los ojos, no como a un drogadicto o a un ladrón, sino como a un ser humano. Quería saber quién era. Le dije: “Ven, siéntate”. Se sorprendió. Antes solo le decía: “anda, vete”… Se sentó y le pregunté: “¿Quién eres? ¿Quién es tu padre? ¿Y tu madre?”. Él me miraba y se enterneció… Empezó a contarme. Por un momento, habló de sí mismo de verdad. Y ese momento fue para mí un regalo: una ternura que no era mía y que era capaz de cambiar a uno que no se ama». Se quedó allí mucho rato, con la cabeza apoyada en la mesa. «Casi sentí vergüenza por nuestra historia», dice Mireille. «Tenemos entre manos la posibilidad de aprender qué es el hombre, nuestra humanidad, quiénes somos… y no somos capaces de vivir así cada instante».
Este amor es lo único «creíble», como dice justamente la última frase del libro. No en sentido intelectual. Puede tocar lo más íntimo de cualquiera, rescatar cualquier situación. «Todos los días hay cosas que nos hacen decir: el Verbo se ha hecho carne. Y si no llegamos a decirlo, no somos sinceros». Cosas cotidianas, concretas, tal vez pequeñas en su forma, pero enormes por lo que llevan dentro. Los tres chicos que el año pasado se presentaron al examen de tercero aprobaron. Los 67 que volvieron a sus familias de origen, una especie de doble milagro. Uno ha empezado a estudiar música, cuatro han llegado a estudiar Derecho, Economía, Agronomía. Hace unos días, uno se acercó a un profesor y le dijo, lleno de ímpetu: «Señor Bidias, he decidido pedirle al presidente de la República que intervenga para abrir una escuela de secundaria en este Centro». Parece nada, pero dentro lo lleva todo. Dentro lleva a un hombre que dice «yo». Más aún, «yo soy oro puro», como dijo otro chico durante un encuentro.
Cuando Mireille mira ahora todo esto se sorprende. «No es nada obvio». Nunca lo ha sido, pero mucho menos en los últimos tiempos. El padre Maurizio regresó a Italia hace dos años por motivos de salud y le confió a ella la responsabilidad. «Cuando alguien que ha generado una obra se marcha, no está claro que todo permanezca unido, que prevalezca el deseo de continuar y seguir juntos sus pasos. Para mí ha sido un auténtico milagro».
Hay un pequeño videoclip circulando por Facebook, un recorrido por el centro escolar, con unos cuarenta chavales divididos por grupos y seis o siete educadores de Edimar que se dirigen a la cámara en italiano para saludar a sus amigos. Hay uno que lo dice de manera explícita: «solo seguimos los pasos de un gran hombre», otro abre aún más ese vínculo: «No os conocemos, pero la fuerza de vuestra amistad con el padre Maurizio y Mireille se nota aquí. Gracias».
Y para ti, ¿qué significa ser hija? «Seguir. He seguido durante mucho tiempo sin entender. Pero las cosas que seguía me decían: ven». Igual que cuando conoció CL. «No tenía ninguna expectativa ni programa… No tenía nada. Solo tenía delante a dos chicas que eran amigas y estaban contentas por serlo. Cuando quise entender por qué eran así, me dijeron: “Ven y lo ves”. Esas palabras me abrieron un camino sin fin». Ven y lo ves. Mientras las pronuncia, las acompaña con un gesto de las manos, como una obstetra que aferra a un bebé para traerlo al mundo. «Esa llamada es la fuerza que te hace salir de ti mismo. Vence mi resistencia, es más fuerte. Y entonces sigo».
Es impresionante ver cómo ese método está presente en ella. No solo al principio, sino siempre. «He tenido la gracia de participar en muchos momentos, como el Meeting de Rímini y otros encuentros. Pero hace años oí una frase de Carrón: “Todas las circunstancias son para nuestra vocación”. Con el tiempo, esas palabras me hicieron amar y buscar, mucho. ¿Qué quiere decir “todas las circunstancias”? ¿“Todas”, de verdad? Y empecé a mirar la realidad así. También las dificultades». ¿Por qué? «Él decía que el Misterio está en la realidad. Entonces yo soy mendigo de este Misterio y todos los días trato de verlo, de conocerlo… Si Dios está en la realidad, debo abrazar la realidad. Debo buscar ahí para verle a Él».
Esto es lo que, según cuenta, «empezó a barrer el miedo. Algo feo no lo puedo mirar por su belleza sino porque lleva dentro el Misterio. Para verlo, tengo que abrir los ojos. Así es como empecé a mirar también las cosas realmente duras». Como ese día de finales de octubre en Kumba, al suroeste de Camerún, cuando hubo una masacre en una escuela: siete niños muertos, trece heridos. «Había un video con los niños gritando, se veía la sangre… Antes no habría podido resistir. Pero ahora me hacía preguntar: ¿dónde estás Tú, oh Cristo, ahora? Y eso me hacía mirar a mis hijos con lágrimas en los ojos y amarlos aún más. A ellos y a mi país. ¿De quién somos, qué pueblo somos? ¿Cómo podemos crecer?».
Es la misma pregunta que tiene sobre su trabajo diario, que en los últimos tiempos ha cambiado. «Todos estos años, mi problema no era gestionar una obra sino vivir. Acoger a los chavales, quererlos. Responder enseguida a mi corazón. Ahora hemos crecido y tenemos la urgencia de organizar mejor el Centro, la administración… Es otro trabajo. He tenido que dejar aún más espacio a la sorpresa. Me gusta mucho vivir la sorpresa. En el imprevisto siempre está el Misterio diciéndome: “Soy yo”».
Así fue cuando llegó la propuesta de AVSI de insertar el Centro Edimar entre los proyectos de su campaña anual de Navidad, para ayudar a un centenar de jóvenes a aprender un oficio. «Pero lo que yo quiero sobre todo es que ayude a nuestra humanidad, que haga que todos conozcan la educación de la que vivimos, el método de don Giussani». Cuando se enteró de que los habían elegido para la campaña navideña, se quedó en silencio. «Pensaba cómo es posible que gente tan golpeada por el Covid, en Italia, tenga esta pasión por mirar aquí, a Camerún. ¿Por qué nos quieren ayudar a nosotros? Sentí vértigo, pero veo que esta amistad, que llega hasta mí, es lo que me da la fuerza necesaria para mirar a estos chicos». Sus ojos resplandecen mientras sonríe y toma aliento. «En parte, me doy cuenta de lo que debió sentir la Virgen, ¿sabes? Cuando algo es muy grande, te da vértigo. No puedes decir: “ok, entendido”. Lo único que puedes decir es: hágase según tu voluntad. Solo me sale quedarme en silencio, como la Virgen, para mirar. Es muy fuerte. Mucho».
Mirar y seguir. «Sentir arder el corazón por una amistad cuya única razón es Cristo», dice más tarde. No hace falta más para generar. «El Verbo se hizo carne, eso es todo. Nosotros solo queremos ser esta presencia, dejando que nuestra humanidad se abra de par en par a su Presencia. Estoy llena de gratitud por este lugar que nos ayuda a no perder nada. Así seguimos caminando para que ninguna humanidad quede abandonada. El cómo no lo sabemos, pero que no se pierda nada».
Hace unos días, en el Centro se presentó Claude. Ronda los veinte años, ha estado varias veces en la cárcel por robo. «Me dijo: “Mireille, mi novia ha dado a luz”. Yo sabía que solo estaba de cinco meses. “¿Dónde está el bebé?”, le pregunté. Y me dijo: “Aquí, en esta bolsa. Está muerto”». Silencio. «Llevaba una bolsa de mano. Me levanté, cerré la puerta y agarré la bolsa. La abrí muy despacio. Tomé en mis brazos ese cuerpo tan pequeño. Me senté y le miré bien: la cara, las manos… Luego miré el calendario: “Hoy es este santo –ahora no recuerdo ni cuál era–, pongámosle su nombre”. Le hice la señal de la cruz en la frente e invité a su padre a rezar conmigo». Se quedó allí mirando. «Luego le di dinero y le dije: ahora ve a enterrar a tu hijo».
Al cabo de unas horas, Claude volvió al Centro. «Mireille, ya no voy a robar más ni a tomar drogas. Se acabó, te lo juro por Dios. He visto cómo has mirado a este bebé, que es sangre de mi sangre. Lo has tratado como yo no he mirado nunca nada mío». Mientras hablaba, recuerda ella, «yo no dejaba de pensar en aquel momento, ni siquiera sabía si estaba lúcido… pero estaba ahí mirando. Vio algo. Y yo también vi algo en él». ¿El qué? «Un corazón que quiere vivir».
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