En un mundo que sufre y huye de los dogmas, para poder esperar hay que «prestar atención» a los caminos que Dios elige para salir a nuestro encuentro. Hablamos con Erik Varden, cisterciense, obispo en la ultrasecularizada Noruega
«Nuestro tiempo es desconfiado con respecto a las palabras». Esta expresión sencilla y contundente de Erik Varden, citada en el libro Un brillo en los ojos, de Julián Carrón, nos recuerda de manera profunda, aunque quizás implícita, que nuestro mundo sufre dolores de parto y necesita una esperanza encarnada, una «credibilidad». Varden es noruego, tiene 46 años, abad cisterciense y desde octubre obispo de Trondheim, donde la suya es la cuarta ordenación episcopal en cinco siglos, desde la Reforma protestante. Más que en otros lugares, en esta tierra ultrasecularizada, la esperanza cristiana no tiene alternativas: o es «un andamio construido alrededor de la sed existencial del ser humano», o bien «se corresponde efectivamente con su sed».
La fe entró así en la existencia de Varden, como «respuesta a mis preguntas, no como una serie de preguntas correctas que plantear». Desde el primer hecho, totalmente imprevisible. Tenía dieciséis años y pasión por la música. Empezó a interesarse por Gustav Mahler y se compró una grabación de Bernstein: la segunda sinfonía, Resurrección. El tema cristiano le dejaba totalmente frío. Aunque estaba bautizado en la Iglesia luterana, nunca había seguido la fe, de hecho «más bien me resultaba hostil». Pero esa noche, solo en casa, escuchando a Mahler sucedió algo. Una conmoción que «nunca me habría esperado», ante las palabras del quinto movimiento: Ten fe, corazón mío, no has nacido en vano. No has nacido ni sufrido en vano. «Aquella insistencia –no en vano– era irresistible», afirma. «Sonaba tan verdadero que en ese momento cambió mi conciencia. Gracias a una certeza, no por una emoción exagerada ni por un frío análisis, fui consciente de que no estaba solo. Ya no podía dudar de la verdad de lo que había encontrado, no más de lo que pudiera dudar de mi propia existencia». Tuvo también la certeza de que la angustia del mundo estaba «abrazada por una bondad infinita que la acoge con un objetivo». Aquella noche «me encontré con esa bondad, pude reconocerla como una presencia personal. Quería buscarla, conocer su nombre, distinguir su aspecto».
Aquella experiencia inesperada fue el inicio de su búsqueda, hasta su encuentro con la Iglesia católica.
Empecemos por esa cita de Un brillo en los ojos, tomada de su libro La solitudine spezzata (La soledad rota, ndt.): «Nuestro tiempo es desconfiado con respecto a las palabras, huye de los dogmas. Y sin embargo, conoce el significado del deseo. Desea confusamente, sin saber qué es, con la sensación de llevar dentro un vacío que necesita ser llenado». ¿Por qué interpreta nuestro tiempo partiendo del deseo?
Cuando hablo del deseo, me refiero sobre todo a una sensación muy sencilla que todos conocemos, porque nos sucede en la vida, reflexionando o por una intuición sorprendente: «¡Esto no me basta! ¡Quiero más!». Es una experiencia prometedora, es la posibilidad de alzar los ojos hacia un devenir infinito, la posibilidad de reconocer en este cri de coeur, en este grito del corazón, una llamada que Otro me dirige. Hasta el punto de preguntar a ese Otro: ¿quién eres? Pero a muchos esta trascendencia les parece fantasmagórica. Un sueño. Pero verse así, como seres finitos, limitados por múltiples circunstancias pero habitados por un deseo infinito, puede generar una enorme frustración. Trágica. Por eso creo que la tarea imperativa del cristiano es sencillamente testimoniar que nuestro deseo más profundo tiene un sentido.
¿Puede explicarlo mejor?
Nuestro deseo indica una meta que podemos experimentar, que corresponde a la sed más íntima de nuestro corazón y es capaz de satisfacerla. En su regla, san Benito ofrece un único criterio para considerar la vocación: «¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días felices?». En otras palabras, «¿eres un hombre de deseo? Si lo eres, te propongo un camino a seguir». Claro que el deseo no basta, pero es su fundamento imprescindible. Por tanto, hay que escuchar nuestro deseo más profundo con mucha atención. Y con respeto.
El día de su entrada en Trondheim habló de atención y escucha. Dijo que «la revelación de Dios es en gran parte silenciosa». ¿Qué quería decir?
La revelación de Dios es un soplo. Lo importante ahora para nosotros, el desafío cristiano –el perpetuo desafío cristiano– es tomar en serio ese soplo. Necesitamos prestar atención porque la verdad siempre es más grande que nuestros conceptos. En el Evangelio la gente rechaza a Cristo precisamente porque no acepta el método de Dios para revelarse. Esa es nuestra tentación: tener ideas tan claras de lo que Dios “debería” hacer, según nuestro pensamiento, que nos cierren ante su Presencia portadora de vida. Escuchar ese soplo hoy resulta complicado porque hay muchas impresiones y se imponen casi con violencia. Por eso hay que tener los sentidos bastante afinados… Hace falta apertura: un espacio de escucha profunda, de espera.
Debido al miedo y a la rabia por el malestar de la situación en que nos encontramos, hoy también hay mucha cerrazón.
El tiempo nunca es desesperado. Esta es la perspectiva con la que debemos aprender a entrar, la perspectiva de Dios, que «tanto amó al mundo que entregó a su Unigénito». Hace poco me llamó la atención una pequeña coincidencia. En la misma mañana, leí en distintos periódicos entrevistas a dos médicos, uno en Francia y otro en Estados Unidos, que decían lo mismo: «Estamos viviendo una situación apocalíptica». Se referían naturalmente a la emergencia sanitaria, de proporciones inconcebibles. Pero me fijé en ese adjetivo, apocalíptico, que significa “revelador”. Cuando la realidad excede de nuestras categorías, el horizonte tiene que ampliarse porque ya no cabe en sus límites habituales. Los momentos “excesivos” son potencialmente momentos de despertar porque la novedad aporta la pregunta: ¿qué sentido tiene? Esta pregunta habla del sentido último de todo. Habla del Logos, que se ha hecho carne en la historia y que, en la Iglesia, mantiene su misterio de encarnación.
¿Qué ve en la situación actual?
Es un momento de mucho sufrimiento. Es impresionante la falta de seguridad ante el mañana. Me duele especialmente lo que viven los jóvenes, chavales de 16-18 años que están bloqueados: llenos de deseo de construir, pero frustrados. Pero lo que estamos viviendo también porta una semilla nueva: el reconocimiento –en un mundo hiperindividualista– de que somos dependientes unos de otros. Hay una sed de relación, de encuentro, que espero que marque la construcción del mundo. Creo que este despertar es muy significativo y necesario. Lleva dentro una fuerte vocación eclesial. Mientras los elementos de la sociedad secular y laicista tienden a estallar, la Iglesia –por su llamada sobrenatural y por su energía de comunión– tiende al encuentro. En este momento se confía a los cristianos una tarea elevada y solemne, la de vivir la comunión. Como dice la Gaudium et spes, «la Iglesia está llamada a hacer presente y concreta la semilla de una nueva humanidad». Se trata de un desafío enorme, muy exigente. Y alegre.
¿Por qué alegre?
El verdadero encuentro porta alegría. No hablo de la alegría sentimental sino ontológica: sentirse comprendido, amado, querido. Creo que la sed que está estallando, esta sed de encuentro, de amistad, es, aunque de manera implícita, una sed espiritual. Si con nuestra vida llevamos al Espíritu al encuentro con el mundo que le está esperando, la alegría será inevitable. Incluso en el sufrimiento. Ante el sufrimiento hace falta un gran respeto. Reverencial. Fácilmente los cristianos tendemos a presentar una especie de retórica consoladora, pero lo que hace falta es un corazón vulnerable, abierto, para acoger el sufrimiento del otro. Si esto se comparte de verdad, si quien sufre lo acepta y sucede este encuentro, hasta el sufrimiento podrá convertirse en un lugar luminoso. La alegría no es solo una prueba muy convincente de la eficacia de la gracia sino también una verificación de la experiencia cristiana. Porque no podemos engañarnos diciendo que estamos alegres si no lo estamos, no podemos fingir que estamos en paz si no es así. No se trata de sentimientos sino de un respiro profundo del ser.
Igual que para usted supuso un «encuentro» escuchar a Mahler.
Aquel despertar interior en mí sigue siendo un misterio. Pero con el tiempo –han pasado treinta años– compruebo que una experiencia que podía parecer fugaz ha sido en cambio algo sustancial. Y eso es interesante, no solo para comprender mi historia sino también para comunicar el misterio de Dios a otros.
¿Por qué?
Porque el Dios en el que creemos es un Dios que se comunica. El Verbo se ha hecho carne. Y se ha hecho carne para compartir. Siempre halla nuevas vías y busca caminos particulares, no se queda bloqueado. Creo que en la tarea de evangelización de la Iglesia dependemos mucho de los caminos tradicionales, donde ahora sencillamente hay demasiado “tráfico”. Mientras que Dios se pregunta en primer lugar cuáles son las posibilidades de apertura, cuáles son las vías libres, y luego se hace comprensible de una manera adaptada, personal. Es lo que me pasó a mí. Por eso siento un gran respeto por la obra del Espíritu en la vida de los demás. El Señor prepara caminos nuevos. Nuestra tarea consiste en colaborar con Él.
¿Colaborar con esos «soplos»?
Sí. Pienso en la experiencia que viví en Francia el verano pasado. Durante un viaje a Normandía, me paré en la abadía de Fontgombault y un día acompañé al abad a celebrar un funeral en el burgo de Le Blanc. Era el funeral de una monja de las Hermanitas del Cordero, una comunidad fundada recientemente, en 1985, para hacer posible la vida monástica a mujeres con síndrome de Down. Había muerto una de las primeras, Marie Ange, que llevaba treinta años en esa comunidad. A los ojos del mundo, su vida oculta no tenía ningún significado. Ninguna utilidad. Ningún valor. Pero ese día, en aquel funeral, yo fui testigo privilegiado de una biografía esencial.
¿Esencial?
En el sentido de que su vida encarnaba una palabra de Dios esencial para nuestro mundo. Una palabra de ternura, de paciencia, pero también de gran autoridad. El caso de esa monja corresponde a un soplo, sí, pero los que han tenido la gracia de sentir la dulzura de ese soplo en su rostro saben que es transformador. Yo no la conocí, pero en aquella asamblea llena de gente que la había amado profundamente pude reconocer la fecundidad y nobleza de su vida. Del don de su vida. Un don muy, muy lúcido. Y luminoso.
¿Qué le sucedió después de aquel primer “encuentro” con Mahler?
Cuando empecé a estudiar la historia del cristianismo, me impactó su continuidad presente en el catolicismo. Cuando salí de Noruega para ir a un instituto internacional en Gales, encontré amigos pero puedo decir que me sumé a la Iglesia cuando conocí la vida monástica. Para mí son dos descubrimientos inseparables. A los 17 años estuve una semana en un monasterio y vi personas cuya vida me impresionó, me atrajo: encarnaban un ideal. Dos años después me admitieron en plena comunión. Pero no se trató de cambiar de credo pues yo no tenía raíces en la Iglesia luterana, no pertenecía.
Fue una conversión.
Fue volver a casa. Donde muchas cosas me resultaban familiares, conocidas, queridas.
Eso suena misterioso.
Sí, pero también es lógico. El hecho de ser creados a imagen de Dios no es una abstracción, es una realidad muy encarnada que estamos llamados a descubrir cada uno personalmente. Cuando más descubrimos la realidad personal de este arraigo a imagen de Dios, más nos sentimos en casa.
¿Este descubrimiento personal es la raíz de la credibilidad de la fe?
Fácilmente corremos el riesgo de convertir a Dios en ídolo, de petrificar la fuente de toda la vida en algo sin vida, encogido. Lo primero que damos por descontado es que Dios es real. Está presente. Y nos habla. ¡Ahora! Esta es mi certeza: que, en mi vida concreta, Él utiliza lo que me sucede como instrumento para mi conversión. Incluso para mi santificación. Lo importante es abrir los ojos para ver la enormidad y belleza de esta posibilidad inaudita: despertarnos para alzarnos a la altura de lo que Dios ambiciona para nosotros, para usted y para mí. El discurso cristiano se tiene que concretar: el Verbo se ha hecho carne. Este es el corazón del misterio de la fe, un misterio que también se realiza hoy, si queremos, en nosotros. Eso es posible porque la gracia de Dios es capaz de salirme al encuentro allí donde estoy. La salvación se dirige a mis aporías, debilidades y esperanzas. El Señor me salva, es verdaderamente Dios con nosotros, no se esconde en un vago y misterioso “más allá”. El Evangelio no propone una existencia alternativa. Transfigura nuestra propia existencia, y lo hace ahora.
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