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Huellas N.4, Junio 1985

AYER

El carlismo en el siglo XIX: las guerras carlistas

Almudena Cediel

Fernando VII fallecía el 29 de septiembre de 1833. En su testa­mento disponía la regencia de su viuda, M. ª Cristina de Borbón, mientras durase la menor edad de su hija Isabel. La regencia se inauguraba en medio de una si­tuación grave, con los liberales exigiendo reformas inmediatas y D. Carlos, hermano de Fernando VII, disponiéndose a hacer valer sus pretendidos derechos a la corona.
El 5 de octubre D. Carlos publicaba un manifiesto en Santarém proclamándose Rey de España. A este manifiesto sucedie­ron levantamientos militares en Bilbao y Vitoria apoyando la proclamación de D. Carlos y originando la primera guerra car­lista.
No existe en esta época, 1833, una for­mulación teórica del Carlismo, ni siquiera el partido carlista formaba un cuerpo homogéneo ni coherente: en él se aunaban varios sectores de pensamiento e intereses que incluían desde los que rechazaban la nueva uniformidad administrativa españo­la (defensores de los Fueros), hasta los que luchaban por defender la «legitimidad de la causa», manifestando los sentimientos monárquicos más tradicionales de muchos españoles, pasando por los que querían ol­vidar o negar la revolución liberal burgue­sa.
Los defensores de los Fueros pretendían asegurarse el gobierno autónomo que éstos le concedían, exigiendo al rey el juramento de los mismos; el llamado Pase Foral, por el cual la legislación dictada por el monar­ca debía llevar la aprobación de la autori­dad local; el uso de una justicia privativa tanto en lo civil como en lo criminal, y la exención del régimen tributario castellano y de las levas militares que el gobierno de­cretaba para el resto de España.
Por lo tanto, una amplia gama de pensa­mientos e intereses se dan cita en el carlis­mo haciendo engrosar sus filas. El enfrentamiento entre cristianos ó isabelinos, y carlistas, se centrará fundamentalmente en dos zonas. Una, que abarcaba el País Vas­conavarro, y otra, que comprendía parte de Cataluña, País Valenciano y la zona del Maestrazgo. Las razones que se aducen pa­ra explicar el éxito del carlismo en estas zo­nas tan determinadas, es la tradición fora­lista de las mismas; este hecho obliga a re­celar de la labor gubernamental empeñada en una centralización administrativa de Es­paña.
La guerra estalla en los primeros días de octubre de 1833; el gran organizador del ejército carlista es Zumalacárregui que creó un potente ejército vasconavarro con el que logró apoderarse de Tolosa, Vergara y Villafranca. Era el cénit del avance car­lista; éste domina las provincias pero no está presente en las capitales, y de ahí el in­terés del general Zumalacárregui por aco­meter la conquista de una gran ciudad que le permitiera incrementar la popularidad de. D. Carlos en España, e infundir confianza a las potencias del Antiguo Régi­men, simpatizantes con sus principios, pa­ra que les otorgaran préstamos con que fi­nanciar las empresas militares. La muerte de Zumalacárregui, el quinto día del ase­dio a Bilbao, inició el fin de los éxitos mili­tares carlistas, en julio de 1835; desde este momento hasta julio de 1836 la guerra se mantuvo prácticamente invariable.
Poco a poco el ejército gubernamental fue reduciendo las posiciones del ejército carlista a las bases navarras. En 1839 el país estaba ya exhausto y los partidarios carlistas (divididos en apostólicos y tran­saccionistas) luchaban entre sí. El carlismo se ve obligado a suscribir el «Convenio de Vergara» (1839), donde se aprueba el reconocimiento de los grados obtenidos en el ejército carlista a quienes entrasen al servi­cio del ejército gubernamental, y el mante­nimiento de los Fueros siempre que no contravinieran al sistema liberal. En este convenio, el carlismo abandona las aspira­ciones de las masas campesinas (disminu­ción de la presión fiscal, quejas de los arte­sanos ante la disolución de los gremios, re­sistencia campesina a la penetración del capitalismo liberal en los medios rurales) y los aspectos más populares de su ideología, para quedarse con los más tradicionalistas de la divisa: «Dios, Patria, Rey».
Enseguida (1839-1841) el gobierno adop­ta medidas que recortan el sistema foral: definitivo traslado de la frontera vasca al litoral (antes se situaba en el límite con Castilla) y supresión del Pase Foral.
Desde esta época hasta 1845 no ocupa el carlismo un papel destacado. En 1845 «Carlos V» cede sus derechos a la corona a su sucesor el Conde de Montemolin, y éste protagoniza, en 1860, una nueva intentona carlista en Tarragona. El gobierno detiene al pretendiente y a los principales conjura­dos. Más tarde son amnistiados, hecho que provoca críticas y descontentos.
En 1861 «Carlos VI» cede a su hermano D. Juan sus derechos a la corona por no tener hijos, D. Juan es rechazado por la opinión carlista debido a su liberalismo. En 1861 escribió a Isabel II reconociéndola como tal y negando sus pretendidos derechos para él y sus descendientes.
Los carlistas escogen como pretendiente a D. Carlos, Duque de Madrid, quien sin legítimos derechos se comporta como el auténtico pretendiente. A éste llegan em­bajadas para que el carlismo, como fuerza política, se incorpore al frente revoluciona­rio que en 1868 destronó a Isabel II, emba­jadas no aceptadas por el carlismo ante las exigencias de Sagasta: el carlismo debía someter sus derechos al trono español a un sufragio universal. A partir de esta fecha el carlismo desarrollará sus propias vías para llegar al trono consistentes en su fuerza parlamentaria. Se presentan a las eleccio­nes, una coalición de grupos políticos, en­tre los que figura el partido carlista, que forman la oposición al partido gubernamental. Esta derrota provoca que el día 8 de abril, D. Carlos, hijo de D. Juan, decla­re la guerra. El lanzamiento carlista se ini­cia en Cataluña, seguido el 21 del mismo mes por el resto de España. Alzamiento de poca duración y ningún éxito, pues el 5 de mayo tiene lugar el desastre de Oroquieta y el fin de la segunda guerra carlista.
El 2 de enero de 1874 tiene lugar el golpe de Estado del general Pavía, que triunfa sin ninguna oposición parlamentaria. El pretendiente carlista intenta aprovechar la situación de crisis interna española para re­llenar él, Carlos VII, el vacío de poder: Manifiesto de Morentín y su coronación, en Loyola, como rey de España. En este Manifiesto aparece cierta renovación ideológica, apoyada por el pretendiente, pero todavía se mantienen, fuertemente, las dis­crepancias internas: los que se aferraban al Antiguo Régimen (carlistas viejos) y los que querían la renovación (carlistas nue­vos) entre los que se encuentran el preten­diente.
Por tercera vez vuelve a estallar la gue­rra en el Norte; los carlistas prevalecían en sus reductos tradicionales, hasta el punto que D. Carlos tenía establecido su cuartel general en Estella. En cambio, en Catalu­ña, las columnas carlistas, aisladas por las montañas, no avanzaban mucho en sus campañas. Tan sólo en el Bajo Aragón la causa carlista parecía prosperar.
En Cataluña la guerra contra los carlis­tas quedó prácticamente terminada en 1875, mientras que en el Norte las hostili­dades se prologan todavía unos meses más. Tras la Batalla de Elgueta el pretendiente carlista debe huir de España y se refugia en Francia con algunos seguidores. El «Manifiesto de Somorrostro» pone fin a la gue­rra y a los Fueros.
En definitiva, el carlismo supone la última reacción de aquellos que intentan defender una monarquía de Antiguo Régimen en la que el rey es la máxima autoridad, negan­do al pueblo la posibilidad de intervenir en la vida política de una forma organizada, junto con el interés de determinados pue­blos por defender sus Fueros, que les con­ferían la posibilidad de mantener sus dere­chos históricos.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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