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Huellas N.4, Junio 1985

CINE

CINE

Alfonos Pérez de Laborda

Querido Raúl,
Quiero proseguir en esta quinta entrega con eso que llamo la musicalidad, que, co­mo te apuntaba en otras cartas, es un as­pecto para mí muy importante del cine. Ya te decía a propósito de Amadeus que eso a lo que me refiero no es sólo ni primordial­mente cuestión de una buena banda sono­ra con preciosa música de Mozart, sino al­go mucho más interno y estructurante del cine mismo. Es una musicalidad visual y auditiva, pero sobre todo es una musicali­dad en la «formalidad» en la que el espec­tador recrea la obra que contempla ante sí. Como si dijéramos, es la musicalidad que recibimos como sugerencias del creador de la película (sujeto complejo ese al que lla­mo creador), que él nos regala como parti­tura visual y auditiva, sensible y luminosa, y que nosotros recreamos -en el mismo instante en que vemos lo que se nos ofrece dotándola de una forma unitaria, que nos hace posible el acceso a un mundo distinto, el de una experiencia novedosa, abierta, dirigida a la creación de futuro, mundo de la belleza. (Algún día -pronto- te escri­biré sobre algo que es todavía muy impor­tante y a lo que nunca me he referido ex­plícitamente -digo todavía no por refe­rencia a los tiempos que vivimos, sino a que es uno de los puntos cardinales y toda­vía no me he referido a él-, el aspecto transformador, en lo individual y en lo co­lectivo, de la belleza).
Una espantosa película, por casi todos sus conceptos -falsa, aburrida, cartón­piedra, justificatoria, sin ritmo, mal he­cha, etc.- tiene, milagrosamente, una es­cena de fuerza, sobre todo de esa fuerza musical a la que quiero referirme. Es ella Los gritos del silencio (The Killing Fields, ¿por qué cambiarán los títulos?), de Ro­land Joffré. La escena que digo es la de la evacuación de la embajada USA. Es un juego en el tiempo de la inminencia del fra­caso, la cercanía del peligro, la inexorabili­dad de la tardanza, con el ensordecedor ruido -ruido para la vista en el eterno gi­rar de los rotores de los helicópteros, negros pájaros de la guerra, ahora de una episódica salvación, y ruido para el oido, casi imposible de aguantar, de sus motores de la música maravillosa de Mike Oldfield. Todo ello es como la partitura que el es­pectador recrea y da forma musical en el instante de su cuerpo y de su alma, instan­te que así comienza ya a integrarse en el continuo del tiempo.
Falta casi absoluta de esa musicalidad de la que quiero hablar en La vaquilla, sopo­rífera película de Berlanga, cuando parece­ría que se coaligaban todos los elementos para lograr algo acertado. Ha faltado en ella el instrumento musical: el actor. Es ne­cesaria la presencia del viejo Pepe Isbert en las películas de Berlanga para que se nos ofrezca eso que sin él parece imposible. Y el punto clave está dicho en una palabra: presencia. Mensajes también nos los quie­ren hacer llegar los José Sacristán, los Al­fredo Landa y los Adolfo Marsillach; sopo-· ríferos balbuceos que transmiten y rezu­man provisional mentira y -de nuevo­cartón-piedra, con guifios a todos los ban­dos de la guerra civil. Pero falta una pre­sencia que haga verdad todo eso que allí simplemente se nos dice. La presencia de un actor, tan atípico en este caso como Jo­sé Isbert Uunto a Fernando Fernán Gó­mez, uno de los pocos actores con «pre­sencia» que ha producido nuestro país), que con su aspecto cochambroso, sus ges­tos y cara resplandencientes, y su voz, so­bre todo su voz, sean instrumento de una creación, frases en las que se escribe; por­que el creador necesita formalizar su crea­ción en un soporte (múltiple y complejísi­mo en el cine), y conseguir la forma ade­cuada en que eso se realiza. No valen los suefios, no valen las buenas intenciones, no valen las palabras y los guifios al mar­gen que «dicen» lo que no se ha sido capaz de ofrecer. El fracaso de esta película es que no está en ella Pepe Isbert. Y de cierto que, como desgraciadamente ya ha muer­to, era necesario resucitarlo o sumirse en el silencio expresivo de lo que nos falta. Pe­ro, espero que estés de acuerdo conmigo porque es evidente, a Berlanga le tocaba buscar sus instrumentos de escritura, por­que el mundo está lleno de Pepes Isbert.
Por fin, dentro de esta carta sobre la musicalidad en el cine, quiero referirme a una película de Francis Ford Coppola que, conforme pasa el tiempo, cada vez me gus­ta más: La ley de la calle (Rumble Fish, ¿por qué cambiarán los títulos?). Es una partitura truncada, que yo, espectador, no puedo recrear con gozo, como hubiera si­do mi deseo. Blanco y negro lleno de infi­nito colorido, brillante, esplendoroso, co­mo hacía tiempo no veía, al menos causán­dome tanto placer. Vago recuerdo nostálgi­co de los sesenta y del cine de los cincuenta (Elia Kazan, Nicholas Ray); una cámara con la insidiosa y fascinante movilidad de ésta nos lleva derechos a Samuel Fuller. La presencia neblinosa de un actor (Matt Di­llon), porque pocas veces un blanco y un negro tan nítidos han dado un resultado tan lleno de grises de una esperanza que no llega, que se ahoga en el grito sin reflejo de una muerte cruel (¡mundo cruel, socie­dad perdida y sin futuro!), pero sin necesi­dad interna, porque Coppola no domina el relato. La razón se me aparece muy senci­lla: nada tiene que decirnos, precisamente cuando nos hace patente que dispone de las herramientas creativas más fascinantes del cine de ahora. Es una pena, pero no hay melodía; al menos están casi todas las demás cosas. Un abrazo

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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