Querido Raúl,
Quiero proseguir en esta quinta entrega con eso que llamo la musicalidad, que, como te apuntaba en otras cartas, es un aspecto para mí muy importante del cine. Ya te decía a propósito de Amadeus que eso a lo que me refiero no es sólo ni primordialmente cuestión de una buena banda sonora con preciosa música de Mozart, sino algo mucho más interno y estructurante del cine mismo. Es una musicalidad visual y auditiva, pero sobre todo es una musicalidad en la «formalidad» en la que el espectador recrea la obra que contempla ante sí. Como si dijéramos, es la musicalidad que recibimos como sugerencias del creador de la película (sujeto complejo ese al que llamo creador), que él nos regala como partitura visual y auditiva, sensible y luminosa, y que nosotros recreamos -en el mismo instante en que vemos lo que se nos ofrece dotándola de una forma unitaria, que nos hace posible el acceso a un mundo distinto, el de una experiencia novedosa, abierta, dirigida a la creación de futuro, mundo de la belleza. (Algún día -pronto- te escribiré sobre algo que es todavía muy importante y a lo que nunca me he referido explícitamente -digo todavía no por referencia a los tiempos que vivimos, sino a que es uno de los puntos cardinales y todavía no me he referido a él-, el aspecto transformador, en lo individual y en lo colectivo, de la belleza).
Una espantosa película, por casi todos sus conceptos -falsa, aburrida, cartónpiedra, justificatoria, sin ritmo, mal hecha, etc.- tiene, milagrosamente, una escena de fuerza, sobre todo de esa fuerza musical a la que quiero referirme. Es ella Los gritos del silencio (The Killing Fields, ¿por qué cambiarán los títulos?), de Roland Joffré. La escena que digo es la de la evacuación de la embajada USA. Es un juego en el tiempo de la inminencia del fracaso, la cercanía del peligro, la inexorabilidad de la tardanza, con el ensordecedor ruido -ruido para la vista en el eterno girar de los rotores de los helicópteros, negros pájaros de la guerra, ahora de una episódica salvación, y ruido para el oido, casi imposible de aguantar, de sus motores de la música maravillosa de Mike Oldfield. Todo ello es como la partitura que el espectador recrea y da forma musical en el instante de su cuerpo y de su alma, instante que así comienza ya a integrarse en el continuo del tiempo.
Falta casi absoluta de esa musicalidad de la que quiero hablar en La vaquilla, soporífera película de Berlanga, cuando parecería que se coaligaban todos los elementos para lograr algo acertado. Ha faltado en ella el instrumento musical: el actor. Es necesaria la presencia del viejo Pepe Isbert en las películas de Berlanga para que se nos ofrezca eso que sin él parece imposible. Y el punto clave está dicho en una palabra: presencia. Mensajes también nos los quieren hacer llegar los José Sacristán, los Alfredo Landa y los Adolfo Marsillach; sopo-· ríferos balbuceos que transmiten y rezuman provisional mentira y -de nuevocartón-piedra, con guifios a todos los bandos de la guerra civil. Pero falta una presencia que haga verdad todo eso que allí simplemente se nos dice. La presencia de un actor, tan atípico en este caso como José Isbert Uunto a Fernando Fernán Gómez, uno de los pocos actores con «presencia» que ha producido nuestro país), que con su aspecto cochambroso, sus gestos y cara resplandencientes, y su voz, sobre todo su voz, sean instrumento de una creación, frases en las que se escribe; porque el creador necesita formalizar su creación en un soporte (múltiple y complejísimo en el cine), y conseguir la forma adecuada en que eso se realiza. No valen los suefios, no valen las buenas intenciones, no valen las palabras y los guifios al margen que «dicen» lo que no se ha sido capaz de ofrecer. El fracaso de esta película es que no está en ella Pepe Isbert. Y de cierto que, como desgraciadamente ya ha muerto, era necesario resucitarlo o sumirse en el silencio expresivo de lo que nos falta. Pero, espero que estés de acuerdo conmigo porque es evidente, a Berlanga le tocaba buscar sus instrumentos de escritura, porque el mundo está lleno de Pepes Isbert.
Por fin, dentro de esta carta sobre la musicalidad en el cine, quiero referirme a una película de Francis Ford Coppola que, conforme pasa el tiempo, cada vez me gusta más: La ley de la calle (Rumble Fish, ¿por qué cambiarán los títulos?). Es una partitura truncada, que yo, espectador, no puedo recrear con gozo, como hubiera sido mi deseo. Blanco y negro lleno de infinito colorido, brillante, esplendoroso, como hacía tiempo no veía, al menos causándome tanto placer. Vago recuerdo nostálgico de los sesenta y del cine de los cincuenta (Elia Kazan, Nicholas Ray); una cámara con la insidiosa y fascinante movilidad de ésta nos lleva derechos a Samuel Fuller. La presencia neblinosa de un actor (Matt Dillon), porque pocas veces un blanco y un negro tan nítidos han dado un resultado tan lleno de grises de una esperanza que no llega, que se ahoga en el grito sin reflejo de una muerte cruel (¡mundo cruel, sociedad perdida y sin futuro!), pero sin necesidad interna, porque Coppola no domina el relato. La razón se me aparece muy sencilla: nada tiene que decirnos, precisamente cuando nos hace patente que dispone de las herramientas creativas más fascinantes del cine de ahora. Es una pena, pero no hay melodía; al menos están casi todas las demás cosas. Un abrazo
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