Vivimos sin decidir. Posponemos una y otra vez las ocasiones en que debemos optar. Y cuando irremisiblemente se plantean, delegamos nuestra responsabilidad en lo "que se hace", "lo que se piensa"...
Y lo más curioso es que nos hemos acostumbrado: no nos sorprende lo más mínimo ver a los demás, vernos nosotros mismos actuando como si todo fuera indiferente, como si nada pudiera afectar nuestra vida de forma radical. La consecuencia es que, al producirse una situación fuera de lo normal, nos llevamos las manos a la cabeza: "¿Pero cómo le ha podido pasar eso a Fulano, con la educación que ha tenido, y con lo buenos que son sus padres? ¡qué disgusto!" A diferencia de los anima- les, que no tienen capacidad para distanciarse de la realidad y de ellos mismos, nosotros nos estamos encomendados. Tenemos la posibilidad de reflexionar sobre lo que hacemos, y juzgar si nos gusta o no. Por una cruel (o maravillosa, según se mire) paradoja, no podemos abandonarnos, y sin embargo es posible que lo que somos y lo que hacemos no nos guste. Porque siempre aspiramos a más, y parece que nada de lo que hacemos nos deja totalmente satisfechos. Todos experimentamos la tensión entre lo que somos ahora y lo que nos gustaría ser. Y lo sentimos no como algo irreal, hipotético y lejano, sino como algo que en cierto modo nos pertenece ya, que aún no hemos adquirido pero en lo que encajamos admirablemente. La plenitud de vivir (en libertad, en verdad, en amor), resultándonos muchas veces un sueño atractivo pero inalcanzable, corresponde con demasiada exactitud a lo que ahora somos como para que nos permitamos el lujo de renunciar a ello.
¿Cómo pasamos de nuestra situación actual a ese poder-ser-en plenitud? De nuevo otra paradoja (cruel maravillosa, según se mire): reconocemos donde está la plenitud, pero no la obtenemos automáticamente; hay que alcanzarla por el ejercicio de nuestra libertad. La relación entre lo que soy y lo que me gustaría ser es, pues, una relación moral. Una relación moral con la que, quiera o no, tengo que cargar siempre, porque si hay algo de lo que no puedo prescindir es de mí mismo. Podemos tomar distancia de nosotros mismos, la suficiente para juzgar nuestra vida y nuestro ser, pero no la suficiente como para dejarnos definitivamente en manos de otro. Siempre nos acompañaremos (por poco que nos gustemos).
Este proyecto moral (convertirnos en personas integrales, en personas felices) nos está encomendado irrevocable e intransferiblemente. Para llegar a esa plenitud se nos ofrecen distintas realizaciones, distintos caminos, y los únicos que determinamos cuál va a ser el nuestro somos nosotros. Nadie puede meterse en nuestro pellejo para resolvernos la papeleta. Lo que vayamos a ser (para bien o para mal) está en nuestras manos, desde ahora mismo, no cuando sea mayor: nadie nos puede privar de nosotros mismos. Cabe otra posibilidad, ciertamente, y es decidirse a no decidirse: dejar que el paso del tiempo y las circunstancias nos vayan empujando. No pensemos que podemos eludirnos; si nosotros no vivimos, la vida nos vive, con la desventaja, además, de que hemos perdido la dirección, el control en esa tensión a la plenitud.
Sobre nada tenemos tanta influencia como sobre nosotros mismos sobre lo que queremos ser. Esta realización se verifica en la actividad. Ya lo hemos apuntado antes: si alguno tiene la tentación de permanecer inactivo no se crea que el tiempo no pasa por él y que siempre estará en las mismas condiciones para elegir; simplemente ha elegido lo opción que tiene el fracaso final asegurado.
Ese nexo moral entre lo que somos y a lo que tendemos se lleva a cabo en la actividad, en todas nuestras actuaciones, que van precedidas siempre por decisiones.
Ya nos encontramos en el quid de la cuestión; vivir es elegir, es hacer una de las múltiples cosas que se nos presentan (siempre hay que hacer una, y nada más que una). Para realizar nuestro proyecto viviendo tenemos que ir poniendo decisiones, unas pequeñas y otras grandes, que orientan nuestro proyecto en un sentido, y no en los demás posibles.
Cada decisión marca, orienta el camino para los siguientes, y así vamos concretando nuestra vida. Por eso es tan importante ser conscientes de la trascendencia de nuestras decisiones: no vivimos impunemente, como si fuésemos invulnerables, sino que toda nuestra actuación es una forma (buena o menos buena) de acercarnos a ese ideal al que aspiramos. Aún más, es muy importante ser conscientes de que tenemos que decidir, que somos nosotros quienes debemos llevar la dirección de la vida, de nuestras aspiraciones. Lo contrario es instalarse en la vaciedad y la superficialidad de "lo que se hace". Todavía no conozco a nadie que, viviendo así, diga que vive en plenitud; sí conozco, en cambio, a más de uno para los que su propia vida les es un infierno porque no se soportan y no pueden abandonarse. Curiosamente cuando uno no se soporta a sí mismo tampoco soporta a los demás. Con algunos ejemplos podemos comprobar la cercanía y la urgencia de este "rollo metafísico": entre las actividades del hombre hay dos que son las más fundamentales: trabajar, (en el caso de muchos de nosotros estudiar) y amar.
1. Las decisiones sobre el estudio o el trabajo las tomamos muchas veces a la ligera: qué escogen los de mi clase, qué carrera estudia mi amigo/a del alma, qué salida o especialidad da más dinero... Y lo hacemos con la alegría y la frivolidad del que escoge una película para el sábado por la tarde. Sin embargo es una de las actividades que más horas de nuestra vida se va a llevar, y en la que vamos a emplear la mayor parte de nuestra energía, tanta que si no estamos a gusto en lo que hagamos (por mucho dinero que se gane) muy difícilmente podremos llegar a ese vivir en plenitud que es nuestra aspiración. Lo mismo sucede si es un trabajo que no me ayuda a esa personalización sino que me deshumaniza, sean las causas que sean...
2. Mucho más importantes son las decisiones sobre la forma en que queremos amar.
A todos nos parece que es más humano, más personalizador un amor estable, generoso, entregado, para siempre. Y pensamos que cuando llegue el momento lo alcanzaremos, porque todo el mundo se casa y vive tan feliz. Por eso, decimos: "el día de mañana, cuando me vaya a casar, ya buscaré la persona ideal, pero ahora soy joven y hay que vivir". Y en la realidad de cada día seguimos tomando decisiones, haciendo cosas, que son el medio perfecto para no poder llegar nunca a amar de esa forma. Concebimos las relaciones entre los jóvenes como algo superficial, divertido, intrascendente. Nos permitimos "aventurillas" que no hacen daño a nadie; simplemente ponemos nuestra moral (nuestra realización humana) entre paréntesis, creyendo que está a buen recaudo. Cuando volvemos a buscarla, no somos capaces más que de balbucear excusas. Y así podríamos seguir con las demás actividades que constituyen, que son, nuestra vida.
Volviendo al principio: a Fulano quizá no pueden lanzársele grandes discursos sobre la moral y la realización personal porque ya no puede entenderlos. Sin embargo ¡Cuánto podemos aprender todos mirando cómo ha ejercitado la espléndida capacidad que un día tuvo de hacerse un hombre pleno! Es sólo un problema de calidad moral, de la hondura y riqueza de nuestras vidas.
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