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Huellas N., Junio 1983

ACTUALIDAD

Vamos a la playa

Antonio Mª LÓpez-Martínez

Ya lo comprobamos el año pasado, pero es cada vez más generalizado. Eso que llaman desnudismo se ha hecho costumbre y, aunque todavía es más que nada producto importado, lo vamos convirtiendo en mercancía propia. Por fin, dirán muchos, vamos alcanzando "nivel europeo".
De manera espontánea, como consecuencia lógica de la cultura en que vivimos, surge una corriente de opinión pública favorable a ese fenómeno, o, al menos, condescendiente. Por eso parece inútil, equivocado y trasnochado el enfrentarse con ese "progreso" irreversible. La televisión, la prensa, la radio y los anuncios en la calle van dando al asunto un halo de "normalidad", de naturalidad, hasta hacerlo algo casi divertido, un fenómeno banal por el que sólo se preocupan los curas y las señoras de derechas.
Así hemos podido oír por televisión cómo un sociólogo afirmaba que el llevar bañador y rechazar ese desnudo integral era una trasnochada manifestación de purita­nismo.
Tratemos de profundizar en las posturas de fondo que han dado lugar a este fenómeno:
Lo primero que se suele es­grimir como argumento a favor del desnudismo es el naturalismo. Según esto habría que ser naturales, tener naturalidad en nuestras formas de com­portarse, y, ¿qué cosa más natural que ir desnudo? Lo contrario -muy freudiano ello-seria represión, con­dicionamientos sociales, etc... Pare­ce muy razonable decir que hay que hacer lo que es natural y evitar las represiones; y, efectivamente, hay que insistir en el valor positivo y fundamental del cuerpo (nosotros no tenemos un cuerpo, somos un cuerpo) para evitar todas las deformaciones; pero el problema es que aquí se suele confundir lo que es bueno para el hombre con lo que no cuesta esfuerzo: lo natural es lo espontáneo en ese sentido blando y artificioso tan pro­pio de los anuncios. Por eso es natu­ral ir desnudo, y acostarse con él o la que te guste (¡me lo pide el cuerpo! )...y también es natural ser egoísta, y ser comodón, y ponerse por encima, y no aceptar correccio­nes...
A base de "naturalidades", y en nombre de la liberación del ser humano, hacemos de ese mismo hombre un pelele, incapaz de reconocer que no siempre buscamos lo bueno, que hacemos el mal, y que llegar a ser lo que verdaderamente somos (en eso consiste nuestra moralidad, nuestra realización personal) exige un esfuer­zo constante por vencerse a sí mismo. La tarea de plenificar nuestras posi­bilidades nos está encomendada a noso­tros: todavía no se ha realizado, pero sentimos la necesidad de seguir desarrollándonos, de potenciar todo lo que en nosotros hay de bueno y de verdadero.
No podemos lograrlo sin es­fuerzo, y sin embargo comprendemos que el no esforzarnos nos produce in­quietud y desasosiego: nos sentimos insatisfechos.
Uno de esos esfuerzos, qui­zá de los más importantes, dada la trascendencia del amor y del sexo en nuestra vida, y visto el ambiente tan poco favorable en que nos move­mos, es el de capacitarnos para tener una relación con personas del otro sexo sin reducirlas a objetos, sin despersonalizarlas. Hoy eso no nos resulta fácil porque hay una preten­sión no se sabe si inocente o estúpi­da de ignorar que somos seres sexua­dos y que eso condiciona nuestra mane­ra de ser y estar en el mundo. Esta "ignorancia" hace perder el pudor del cuerpo, que no es ni vergüenza, ni temor, y mucho menos pusilanimidad, sino deseo de ser persona y no ser percibido por los otros como un mero objeto de placer, pues es claro que a nuestra conciencia el sexo aparece como una posibilidad de placer. En un agudísimo análisis, el cardenal Wojtyla (1) señala que una forma de comportarse, de vestir (o desvestirse) es impúdica cuando al subrayar lo sexual contribuye cla­ramente a encubrir la realidad y el valor de la persona, provocando inevi­tablemente una reacción hacia la per­sona como hacia un objeto posible de placer a causa de su sexo.
En vista de esto cuando una mujer o un hombre están desnudos ante un grupo tan absolutamente diverso como el de las playas públicas, es evidente que se convierten (o pueden convertirse) en puros objetos de pla­cer, en pura expectativa de placer para otros muchos y no son percibidos en su carácter total de persona. En realidad el impudor es la pérdida de la intimidad de la persona, que es un valor esencial. La falta de pudor, la manifestación de lo sexual sin ningún tipo de "intimidad", produce un inevitable ambiente de banaliza­ción del cuerpo y de las relaciones afectivas. Y hay un paso bastante evidente desde la banalización de lo sexual a la permisividad en este cam­po. Porque banalización no significa que deja de importar, todo lo contra­rio; se crea un ámbito de hipersensi­bilización de la sexualidad, y hacia todo lo sexual, entendido como mero instrumento de satisfacción.
Existe otro argumento muy poderoso en favor del desnudismo en las playas: "Yo hago lo que quiero y no me meto con nadie, que los demás hagan lo que quieran, que yo no se lo voy a impedir".
Esta afirmación, que hace furor entre todos los que se consideran a sí mismos progres, parece una defensa apasionada de la libertad: atreverse a atacarla sería una aberra­ción. Sin embargo, lo único que consa­gra es el egoísmo individualista como criterio para la actuación en socie­dad. Esto supone que la influencia que tenga la conducta propia sobre los demás, o se niega o simplemente se considera como un problema del otro; no se pueden poner barreras a la voluntad soberana porque nadie tie­ne autoridad (palabra desterrada del diccionario) para corregir o decir si eso es bueno o malo. Se desprecia todo sentido social o comunitario en el propio obrar, y, así, se convierte la vida social en una especie de carrera en la que todo el mundo pre­tende sacar la mejor tajada al precio que sea. Lo más curioso del asunto es la contradicción que esto supone para los defensores de este tipo de libertad, que creyéndose las avanza­das del progreso y la liberación de la humanidad, razonan de la misma forma que cualquier explotador "man­chesteriano" del s. XVIII: sólo les preocupa el interés individual y los demás que se las arreglen como puedan.
Las consecuencias de estas situaciones no repercuten solo en ca­da uno, a título individual sino que hay una influencia social muy grande: se renuncia a construir una moralidad social, se niega la posibilidad del "bien común", y, así, se va reduciendo el terreno común, en el que basar las relaciones humanas: no se acepta ningún parámetro y todo queda a la voluntad (al capricho muchas veces) de cada uno.
Nuestra sociedad, europea, española, se va quedando sin fuerza moral para proponer con ilusión ese desarrollo integral del hombre del que ya hemos hablado y que consti­tuye su única posibilidad de vivir plenamente en felicidad. Parece que sería responsabilidad nuestra el con­tribuir a esa "remoralización" (en el sentido más noble de la palabra) ofreciendo criterios que permiten la confrontación razonada con otras pos­turas. Ocasiones no nos van a faltar.

(1) Wojtyla K.-Amor y responsabilidad Razón y Fe. Madrid 1978

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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