Cuesta mucho leer un artículo sobre el aborto, cuando prensa y Tve nos bombardean con noticias sobre el mismo tema. Sin embargo casi nunca se llega al fondo del problema que subyace en esta controversia, que es una auténtica batalla cultural. Este artículo intenta discernir cuál es ese "fondo" con espíritu crítico.
Ya se ha dicho mucho últimamente sobre el proyecto socialista de despenalización de algunos casos de aborto y este artículo no se va a ocupar de hacer un extenso y profundo análisis de los argumentos contra la despenalización, ni mucho menos del complejo problema que conlleva cada uno de los tipos de aborto.
Intentemos ir más abajo. ¿Por qué más abajo? Porque realmente el problema del aborto y el debate que se ha desencadenado en torno a él manifiesta abiertamente una confrontación cultural, una confrontación entre dos formas de concebir el hombre y el vivir social. Detrás de la defensa del aborto está lo que el Papa ha llamado la "Anti-life mentality", una mentalidad de oposición a la vida que tiene su origen en una cultura peculiar, es decir, en una concepción del hombre, de la sociedad, y de toda la realidad que luego analizaremos: lo que podemos llamar cultura radical-burguesa.
EL PROBLEMA HUMANO
Pero antes de nada centremos el problema. ¿Cuál es el problema humano que se pone en juego en el aborto? Todos sabemos que al final, la disyuntiva del aborto siempre se plantea en estos términos: o se privilegia la vida nueva que se está gestando, o se privilegia la felicidad y el deseo de la madre que no puede aceptar por diversas causas un embarazo. La mentalidad abortista, pues, afirmará que es mucho más importante el privilegio a la vida real y concreta de la madre que no desea ese hijo por la razón que sea. Y que si llegara a tenerlo sería causa de infelicidad y sufrimiento para ella.
Por tanto el problema humano profundo y dramático que se da en el aborto es el del sufrimiento. Una madre elimina a su hijo porque es incapaz de asumir y dar sentido al sufrimiento que le va a procurar.
La cultura contemporánea hace sin embargo una censura brutal del problema del sufrimiento. El engaño de la sociedad consumista es la negación del sufrimiento en la vida: todo se puede comprar, siempre podemos tener éxito, la felicidad y el placer se ponen en nuestras manos... Esta es la mentira vulgar a que nos lleva la mentalidad contemporánea.
Esto es ignorar al hombre real. Vivimos en el sufrimiento, el hombre está hecho de necesidades y ningún gesto fundamental de la vida del hombre está exento de sufrimiento. Por eso es necesario desenmascarar este engaño que trata de ocultar lo más posible esta realidad, para constituir en valor absoluto el bienestar y la felicidad material. Realmente una civilización que oculta el sufrimiento en vez de buscar su sentido es una civilización de la desesperación y la violencia.
Cuando una sociedad sólo reconoce el valor de la felicidad y el placer, pero no afronta la realidad del sufrimiento; cuando una sociedad no sabe proporcionar a una madre en serias dificultades otra salida que la del aborto, se trata de una sociedad que se ha quedado sin recursos, sin razón de ser. Es una sociedad enferma.
EL ENGAÑO DE LA CULTURA BURGUESA
Aquí está el centro y la raíz de la cultura radical. La cultura radical es el último paso de la mentalidad burguesa y se caracteriza especialmente por su individualismo: naturalismo, hedonismo, libertarismo absoluto. Resumiendo un tema que sería muy largo de analizar, podemos decir que detrás de esta cultura abortista, de esta cultura radical podemos descubrir tres rasgos.
El liberalismo. Se trata de una cultura liberal porque no conoce más límites que la libertad de los demás. El viejo tópico de que "puedo hacer lo que quiera siempre que no me inmiscuya en la libertad del otro", es una pura moral egoísta, que ha renunciado a reflexionar sobre lo que es bueno que se haga. La única norma es libertad, mi voluntad, mi hacer, mi...
Pero podríamos preguntar a esa "moral" liberal (mejor pseudomoral) por qué en última instancia hay que respetar la libertad de los demás, cuando mi propia libertad me impele a no respetarla. En la misma lógica liberal está la consideración de que sólo soy libre cuando soy más fuerte, cuando los demás están a mi servicio, cuando estoy solo. El horizonte del bien ha desaparecido, hagamos lo que deseemos, nuestra libertad no tiene límites.
En segundo lugar, se trata de una cultura burguesa. Una cultura burguesa sólo me dice "¡haz lo que quieras!", pero no me da ninguna razón para vivir o para actuar. Y no la da porque es importante, porque ha renunciado a ello. La verdad, la responsabilidad, la moralidad, la fidelidad, la autenticidad, son palabras que repelen al espíritu burgués que renuncia por principio a la búsqueda del bien, si éste es a costa del propio deseo del individuo.
Y de aquí, enlazado íntimamente, se desprende el último rasgo: individualismo. La cultura radical es individualista porque en el fondo hay una filosofía incapaz de creer en la comunidad, y ni siquiera en la persona. Lo real es el individuo. Nada importa la cooperación y el amor, sólo importa el individuo, el absoluto y omnipotente individuo. Sobre el individuo no habría nada y él es la única fuente de normatividad.
Pues bien ¿cuál es la alternativa a esta respuesta abortista? En general podríamos decir que la alternativa será una cultura capaz de potenciar y acoger siempre la vid, una cultura al servicio de la persona, que recuperase para la sexualidad la dimensión de la donación. Se trata por tanto de luchar por una mentalidad favorable a la vida, por una cultura para la persona en que se considere el derecho a la vida no como un precepto moral sino como principio esencial y primario.
UNA CULTURA NUEVA, RESPONSABILIDAD DE LOS CRISTIANOS
La alternativa nuestra, es la lucha por una "civilización de la vida". Frente a una "civilización de la muerte". La auténtica respuesta es la construcción de una sociedad en la que sea posible reducir y vivir juntos la realidad del sufrimiento, dándole un sentido. Esto es una labor cultural amplia y difícil, que sus presupuestos y en sus fines se revela hoy como una alternativa verdaderamente revolucionaria. Se trata de construir una civilización a la medida del hombre, un humanismo integral que sea capaz de afirmar siempre el valor y la dignidad absoluta de la persona humana.
Por tanto el aborto no es sino un aspecto más dentro del marco amplio de la defensa del hombre y de la lucha por una cultura verdaderamente humana. Se entiende por esto, que la coherencia de este argumento nos lleva a defender al hombre allí donde su dignidad no es respetada. Por eso la lucha anti-abortista es paralela a la lucha contra las dictaduras, contra la carrera de armamentos, contra toda forma de violencia y de guerra, contra toda alienación de los derechos humanos, contra la pornografía, contra el divorcio, contra la tortura, contra las injusticias sociales, contra la marginación...
Esto no es simple palabrería. Si la defensa de la vida no nacida no se corresponde con una defensa global del hombre, es que se trata de una defensa ideológica y parcial, interesada y partidista. Es incoherente por tanto un anti-abortista que sea incapaz de criticar las dictaduras, y no mueva un dedo contra la injusticia social o bien que defienda la pena de muerte o haga oídos sordos a ciertos tipos de tortura. Lo cual no quiere decir que no se pueda colaborar en la lucha contra el aborto con estos incoherentes anti-abortistas.
Por todo lo dicho hasta aquí, es evidente que la lucha anti-abortista no es un asunto de los católicos, sino de todo verdadero hombre, de toda persona empeñada en construir una civilización mejor, un mundo más humano. Defender la vida es labor de todo hombre. Sin embargo los católicos, como tales, tenemos una enorme responsabilidad histórica ante el problema del aborto, porque pone a prueba de una forma radical nuestra capacidad de juicio y de compromiso real con el hombre. Los cristianos estamos llamados a jugar un papel importante en la creación de una civilización para el hombre, defendiendo integralmente la dignidad de la persona y comprometiéndonos con la historia real de nuestro pueblo.
Pero refugiándonos en un cristianismo que sólo se manifiesta a nivel privado y con un carácter moralista, los católicos no seremos capaces de construir y hacer progresar una civilización a medida del hombre.
Para ello es necesario vivir conscientemente la fe como una experiencia humana que genera una cultura, es decir, una visión crítica y sistemática de la realidad. Por eso urge el descubrir que la responsabilidad y la autenticidad cristiana se pone en juego en la universidad, en la escuela, en el barrio, en la fábrica, en la política, en la presencia social donde el cristiano es capaz de juzgar y valorar la realidad de una forma distinta.
Los católicos debemos sentir el peso y la responsabilidad de comprometer nuestra propia vida para construir una sociedad más libre y más justa.
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