Son ya varios meses de trabajo. Una tentación fuerte y sutil puede amenazar desde dentro de nosotros mismos: el desaliento. ¿Es necesario recordar que somos débiles y continuamente vacilantes?
Naturalmente la tentación del desaliento sólo la puede tener aquel que vive lo que piensa, aquél que no se queda en las palabras, en las hermosas declaraciones de principio, pero que nunca están respaldadas por una vida, por una experiencia. El que no vive, sino que sueña, nunca se ve amenazado de desaliento; el que vive distraído, sin atención en la vida, pasando por ella como un espectador ante una película mediocre y bastante aburrida, ese es imposible que se desaliente, vive siempre en la más profunda (y engañosa) tranquilidad.
Pero para muchos de nosotros que intentamos diariamente mantener una tensión hacia nuestro ideal, aunque siempre con demasiada torpeza, los peligros son abundantes y continuos.
El primer peligro es acostumbrarse. Es decir, convertirnos en cumplidores fieles, en funcionarios eficaces, que saben muy bien todo lo que hay que hacer, pero que acaban por no poner el corazón en lo que hacen.
El cansancio, quizá es la tentación más humana, la que nos afecta a todos en mayor o menor grado, después de trabajar con entusiasmo y descubrir que nada cambia y que es infinito lo que tendría que cambiar.
Aún está el olvido, la falta de memoria del acontecimiento que mueve nuestra vida, el olvido de la presencia de Cristo en nuestro corazón.
Estos y otros muchos son los peligros que a estas alturas del curso nos pueden asaltar. Pero si de verdad creemos en aquello che estamos viviendo, si de verdad para nosotros el acontecimiento cristiano es lo más definitivo, no nos podemos permitir el lujo de mirar el éxito de nuestro trabajo. Nosotros hacemos lo que creemos que debemos hacer. Y no importa si fracasamos. Aun cuando estuviéramos seguros del fracaso recorreríamos el mismo camino porque no nos interesa en primer lugar el éxito ( que ne está en nuestras manos) sino la fidelidad a la verdad que se nos ha mostrado.
Perseveremos. Apoyémonos unos a otros, acostumbrémonos a valorar la amistad de los que creen nuestra verdad, y valoremos su compañía, su aliento. Tengamos fe. Vivamos con intensidad los instantes de nuestra vida. Vivir con intensidad que no es buscar sensaciones, que siempre terminan por degradarse y dejar insatisfechos, sino vivir en la realidad de una vida nueva y consciente que nos hace pensar, amar, trabajar, soñar, sufrir, de una manera distinta, mejor, más plena.
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