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Huellas N.1, Enero 1985

CINE

Cine

Alfonso Pérez de Laborda

Querido Raúl,
He visto con agrado Tasio de Montxo Armendáriz. Acontece en un pueblecito de las estribaciones de la sierra de Urbasa, en su lado sur, no demasiado lejos de donde yo pasaba las vacaciones de mi niñez. El productor es Elías Querejeta, preocupado desde siempre por el buen cine.
Lo pasé muy bien viéndola, pero quiero escribirte las razones por las que no puedo decirte que me «guste», que la considere importante. Lo tiene de principio casi to­do. Una labor soberbia en fotografía (José Luis Alcaine) y en música (Angel Illarra­mendi), de lo mejor que pueda verse en el cine español. Unos actores de gran efica­cia, con esa eficacia de la sencillez. Entre todos logran algunas escenas de gran belle­za, sobre todo las del comienzo, cuando Tasio es aún niño y adolescente. La bajada de los niños corriendo el aro, el primer baile bajo el árbol, el segundo baile en el «rebote» -¡que no frontón!-por su luz, su sonrisa, por el movimiento del conjun­to, son una preciosidad. Muchos de los momentos en que nos paseamos por la sie­rra, están bien logrados.
Y, sin embargo, todo ello queda, en mi opinión, alicorto. Voy a intentar explicarte por qué lo pienso y lo siento así. En el con­junto lo que se transmite son «seriales» va­gamente ideológicas, en primer lugar para que recuerde mi propia niñez veraniega; luego, para que en todo el tiempo sienta una neblinosa nostalgia de un tiempo pasa­do ya, pero que sigue siendo presente en la ilusión de lo que a la postre no configura mi vida, nuestra vida: vida noble, vida sen­cilla, amar sencillamente en un contexto primario, de nobleza campesina, de amor al monte, de caza que no es saqueo sino lu­cha entre casi iguales. Seriales que, cierta­mente, tocan mi sensibilidad, pero -repito que en mi opinión-lo hacen en lo que ésta tienen de más superficial, de menos empeñado, de más aéreo, gaseoso, irreal.
No pude dejar de pensar al comienzo en el impacto que todavía perdura en mí de Los cuatrocientos golpes de Francois Truf­faut, que vi entonces y que luego he vuel­to a ver una vez. Aquí todo mi ser -mi corazón, mi sensibilidad, mi imaginación creadora, mi inteligencia-corre por la vi­da con Antoine; aquí se me ofrece la visión del mundo desde un punto de vista. El jue­go, pues, va mucho más allá del mero jue­go, para convertirse sin más en una obra de arte que transfigura el mundo ante mí y conmigo (aunque no siempre sea necesario el acuerdo, la simpatía, pues entre creador y recreador puede darse la mirada recelosa, la guerra frontal). Esto no lo puedo de­cir de Tasio, pues en él encuentro sólo «utilización» de la luz, del sonido, del mo­vimiento, del sentir, para construir junto a mí una mirada «ideológica», y no un mo­vimiento de creación en lo bello que me dé un punto de vista entero del mundo, por­que ahí haya una expresión del conjunto de la vida, del pensar, del hacer, del mirar, del sentir, del amar.
En lo que ahora te voy a decir, es evi­dente que todo estará repleto de subjetivi­dad mía, pero la delicia de la primera esce­na del baile me lleva sólo a decir: qué bien, qué bonito, sin mayor finalidad, sin contexto, sin profundidad. La extraordinaria calidad de la escena en las falsas de la casa, cuando Tasio vende unas pieles que allí tie­ne colgadas, no señala más que eso: nada, en vez de significar la profunda estructura reticular de un carácter, de una vida, de un pensamiento. Y, sobre todo, la presencia visual y musical de la carbonera humeante -insólita, amenazante (y no porque un ni­ño caiga dentro), recursiva, pues vuelve una y otra vez, domeñada, presencia mis­teriosa de lo de dentro-está ahí casi pa­ra nada; no llena nada, no dice nada, no ocupa nada, excepto unos minutos de tiempo; sólo visualmente ocupa lugar, pe­ro no lo ocupa en lo más importante, en la historia que es la película.
Quiero volver a la calidad de la fotogra­fía, aunque también ella queda fuera de la historia, del punto de vista al que antes me refería. ¿Recuerdas aquella escena casi fi­nal de La muerte de Mikel, imagen aluci­nadora en su fijeza, con la blancura del mantel y del servicio del desayuno, con la negrura de la madre, con el hermano ma­yor que abre una puerta tras otra, en don­de va apareciendo una luz dorada, cálida, enfrentada a la blancura llena de presenti­mientos del primer plano, mientras allá en el fondo, en esa luz adivinamos la tragedia última de Mikel?. Todo esto, que de ma­nera continuada hace una obra de arte, un gran film, falta a mi parecer, según mi gus­to, en Tasio. Lo siento.
Como ya te he dicho, no soy capaz de ver cine en televisión, lo encuentro aquí tan restringido de cosas tan esenciales, que termina por nada decirme. Por eso no he seguido el ciclo de Jean Renoir, del que guardo un extraordinario recuerdo por lo poco que de él conozco. En cuanto pueda ver sus películas en un cine, me abalanzaré a él.
Para gran diversión mía, anuncian la re­posición de Los pájaros, de uno de los más grandes. ¡Qué ilusión!.
Un abrazo

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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