Va al contenido

Huellas N.1, Enero 1985

CULTURA

Galileo y la filosofía de la ciencia

Alfonso Pérez de Laborda

Es el único de los grandes científicos al que llamamos por el nombre de pila, pues, como todo el mundo sabe, su apellido es Galilei. No sólo fue un gran científico, creador de lo que se ha venido en llamar «ciencia moderna», sino que todavía hoy sigue siendo pieza clave en eso que se denomina filosofía de la ciencia.

Recuerdo que, no hace mucho tiem­po, un conocido catedrático de fí­sica de una importantísima universi­dad italiana, para demostrar que la ciencia es experimental, y sosteniendo que Galileo es el padre de la ciencia tal como hoy la en­tendía él, llevó ante el numerosísimo audi­torio que le escuchaba un tubo de vacío, con objeto de demostrar experimentalmente, como exposición del hacer galileano, que, en el vacío, una pluma de ave y una esferi­lla de plomo caen a la misma velocidad. Lo único que olvidó el ilustre catedrático -porque no es fácil saber mucho de lo que uno lleva entre manos y también haber leído los 20 gruesos tomos de las obras de nuestro autor, como él decía haber hecho- es que la «máquina de vacío» es un invento posterior a Galileo, que Otto von Guericke (1602-1686) produjo entre los años 1632 y 1641, pero que no se cono­ció hasta 1654. Es obvio que Galileo, «su­po» que la pluma y el plomo caerían en el vacío a la misma velocidad, sin que su sa­ber fuera un saber experimental, evidente­mente. Tenemos aquí uno de los puntos clave de la importancia de nuestro físico italiano, muerto en 1642.
También es conocido de todos el cele­brado progreso de Galileo, que le condenó según sentencia romana del 22 de junio de 1633. Y es conocido este asunto como una lucha de buenos y malos, que pone al pro­greso científico en un lado y a la regresión a las cavernas del oprobio y la represión en el otro. Habrá que hacer el proceso a esta imagen del proceso, y decir de manera cla­ra que fue, en su final, un proceso para que sea claro quien es el que en última instan­cia tiene la «autoridad» -como explicaré enseguida-, y que ganó el que la tenía, claro es.
Galileo Galilei (nacido en 1564) fue un extraordinario científico, a la vez que un ensayista empeñado en hacer ver a todos que las ideas que él defendía en lo que podríamos decir filosofía de la ciencia, eran las únicas que podían salvar de manera de­finitiva a la Iglesia de cualquier dificultad posterior.
Galileo, como sucesor de los grandes in­genieros del Renacimiento que era, tenía sólidos conocimientos del funcionamiento de múltiples mecanismos y, sobre todo, te­nía ingenio, imaginación creadora. Pero él no empleaba ésta únicamente en la crea­ción de artilugios, de bolas perfectas que ruedan perfectamente por perfectos cami­nos tallados en perfectos planos inclina­dos, ni de péndulos construidos cuidadosamente en los que contamos exactamente los tiempos de su movimiento. Esto Gali­leo lo sabía, como tantas otras cosas. Pero su interés era un interés teórico. Quería de­sentrañar el movimiento que hoy decimos uniformemente acelerado, es decir, el mo­vimiento de caída de los graves. Siempre se había dicho que éste comenzaba a grandí­sima velocidad, pero él, por medio del ex­perimento imaginario que ahora veremos, demostrará que parte con una velocidad nula, sabiendo también que le acusaban de que, si el móvil comienza con velocidad nula, quiere decir que nunca comenzará a caer, luego nunca será un grave, lo que es absurdo.
Galileo -como en ocasiones innumerables- imagina lo siguiente: pon­gamos una bola a caer desde distintas altu­ras sobre una superficie bien nivelada de parafina. Es evidente que la huella que produzcan las diversas caídas sobre la pa­rafina se deberán al «impulso» que la caí­da ha dado a la bola. Cuanto más alta sea la caída, mayor será la huella; cuanto me­nos alta sea la caída, menor será la huella, hasta el punto que si la dejamos caer desde altura nula, la huella es nula. El impulso de caída, es decir, la huella sobre la parafi­na, depende de la altura, la cual hace que la velocidad de caída vaya siendo, en el momento que toca a la parafina, mayor cuanto mayor es la altura de caída. O, lo que es lo mismo, la altura de caída se con­vierte en velocidad de llegada. Ahora bien, cuando la altura es nula, esto es, en el ins­tante mismo en que comienza el móvil a caer, la velocidad es nula por tanto. Y, sin embargo, el «afán de crecer» (la acelera­ción) que esa velocidad tiene en cada ins­tante es siempre grande. Supondremos que ese afán de crecer de la velocidad es siem­pre constante. ¿Por qué razón?. Por una razón elemental, porque si el mundo es creación de Dios, como lo es, las leyes de­ben ser sabias y sencillas: la aceleración de caída de los cuerpos debe ser constante.
Falta todavía algo importantísimo. ¿Có­mo se hace ese crecimiento de la veloci­dad?. Sí es verdad que la velocidad va aumentando con la caída, pero queda por ver qué magnitud es la que, con su creci­miento, hace crecer la velocidad. Durante años optó Galileo por lo que aparecía co­mo evidente. El móvil al caer se va alejan­do de su punto de arranque, luego esta dis­tancia es la que hace crecer, con su propio crecimiento, la velocidad de caída. Plan­teadas las cosas así, no se obtenía resulta­do alguno. Por fin, el viejo Galileo cae en cuenta de que esa opción no es la única, aunque sí la que es más obvia. Queda la opción impensada de que el crecimiento de la velocidad se debe al incremento cons­tante del tiempo que ha transcurrido desde que el móvil dejó su punto de arranque. Será así el crecimiento de los instantes -por igual- el que dé crecimiento a la ve­locidad de caída.
Queda el pequeño problema de ir su­mando esos crecimientos de velocidad ins­tante a instante -¡sin haber estudiado cál­culo infinitesimal!-, lo que Galileo reali­zó con ingenio, y tenemos ya que el espa­cio recorrido por el móvil en su caída es proporcional al cuadrado del tiempo de caída.
Lo que acabo de exponer es ciertamen­te sólo un apunte, pero que nos bastará para que nos preguntemos, con Galileo, por el papel que en la ciencia ocupa el ra­zonamiento, la conjetura, el ingenio, la ma­tematización de la naturaleza y la experimentación. Una cosa aparece clara, como mínimo, podrá discutirse horas enteras so­bre cuál es el intríngulis último que pone en marcha el proceso del descubrimiento de leyes y de teorías científicas, pero, a te­nor de lo que afirmaba el catedrático de fí­sica al que me refería al comienzo, una co­sa es cierta: La Ley de caída de los graves no es fruto de la experimentación.
Para no confundir demasiado al «expe­rimentalista» y por no ocupar más espacio (que lo importante aquí es el espacio y no el tiempo), dejo de lado el sorprendente razonamiento galileano, previo al anterior, por el que se decide a pensar que hay «graves» y no éste o el otro grave, o, lo que es lo mismo, que la caída de los graves en un medio que no oponga ninguna resistencia -el vacío- es siempre idéntica.
Volvamos ahora al otro aspecto al que me referí más arriba al proceso. Fue pe­noso y brutal, sin duda alguna. Entonces no se andaban con chiquitas, aunque hay que recordar que las penas impuestas a Galileo fueron de una extraordinaria bene­volencia, un verdadero «agravio compara­tivo» para lo que en Roma y en Europa entera se estilaba. La primera noche tras la humillante condena, Galileo durmió en el palacio que el arzobispo de Siena tenía en Roma, que puso a su disposición. Luego, hasta su muerte, dispuso de una villa -a la que estaba vedado entrar, excepto para muy poquita gente, entre los que pronto se contó un discípulo que le servía de ayudante-, y dedicó su vida, llena de tris­teza por tantas cosas, a la investigación. Incluso pudo publicar, aunque fuera de Italia, su último grandísimo libro.
Pues bien, todo comenzó muchos años antes, en 1616, cuando la Inquisición ro­mana decidió, tras áspero proceso, conde­nar estas dos proposiciones: 1. ª) que el sol es el centro del mundo, y en consecuencia es inmóvil de movimiento local. 2. ª) que la tierra no es el centro del mundo ni está in­móvil, sino que se traslada y gira sobre sí. Era el día 19 de febrero. El que la condena fuera así constituyó un resonante éxito para Galileo, porque los tiros se habían disparado contra él, y sólo tocaron a esas proposicio­nes y a las personas -muertas muchos años antes- de Nico­lás Copérnico y el agustino es­pañol Diego de Zúñiga, que las defendían.
Poco antes, Galileo comenzó un amplio plan de defensa de la separación entre la teología y la nueva ciencia, porque, acep­tando, el heliocentrismo, como él y Kepler hacían, había que dejar claro que, en contra de las furibundas diatribas de mu­chos protestantes, especialmen­te de Lutero, contra el canóni­go católico polaco, la Sagrada Escritura en ningún momento defiende el geocentrismo, aun­que algunos quieran creer que en Josué 10, 12-13 se nos dice que de verdad el sol se mueve en torno a la tierra. Y lo hacía así porque, como filósofo de la ciencia, sabía bien que la reve­lación de Dios que nos ha en­tregado en la Biblia, es una re­velación religiosa, que tiene que ver con la fe, con la esperanza, con la caridad, pero que la revela­ción que Dios nos ofrece sobre la constitu­ción del mundo está escrita en el Libro de la naturaleza, que el científico tiene que es­tudiar con sus propias herramientas (como el teólogo tiene que estudiar el otro Libro con las suyas). Creía adentrarse Galileo en una campaña decisiva tendente a conseguir que la ciencia naciente surgiera poderosa en los países católicos, lo que él hacía co­mo firme hijo de la Iglesia que era y fue toda su vida.
Se inició una verdadera cruzada por nuestro autor, de la que poco faltó para que saliera trasquilado. Concitó contra sí múltiples enemistades. La de los teólogos y canonistas que se dijeron: Sólo faltaría que ahora alguien que ni siquiera es doctor en lo nuestro quiera darnos tan peligrosas lecciones. Pero sobre todo los aristotélicos, que entonces dominaban por todas las uni­versidades italianas, partidarios de la ex­perimentación (y no de esas peligrosísimas maneras de pensar galileanas), creyeron con razón que la imagen del mundo que era la suya, la de siempre, la tradicional, se ponía en gravísimas dificultades. Porque lo que Galileo proponía y defendía con ardor era la substitución de una «simbóli­ca» por otra. La «simbólica» del mundo antiguo estaba dominada por el círculo y los movi­mientos naturales. Con ella se construyó toda la comprensión del mundo, se hizo habitable el cosmos entero, se elaboró el arte y el pensamiento; todo se pensó con los símbolos del círculo, del cuadrado y de la cruz. La larga experiencia de los siglos daba la razón al universo así creado como cultura, hasta convertir a esa simbólica en una evidencia, la evidencia con la que todo es mirado, que promueve la experimenta­ción y queda corroborada por ella. Y, de pronto, con Galileo nos encontramos con el empeño decidido, hecho cruzada, de im­poner (con razones) una nueva simbólica: la de la línea recta infinita y del movi­miento inercial. Se entendió perfectamente que la representación entera del mundo cambiaba así. Y eso era peligroso, además de ser también mentiroso.
Gracias a los esfuerzos del jesuita carde­nal Belarmino, hombre sabio y ligado a sa­bios, en 1616 no se condenó a Galileo, in­cluso se le dejó en libertad absoluta de de­cir lo que quisiera, de seguir su empeño científico y propagandismo, sin más que dejar de lado el heliocentrismo, de no defenderlo, de no hablar de él.
Para Galileo, 1616 fue una victoria -así lo supieron todos-, y calló respecto al heliocentrismo durante años. Luego, su cruzada era tan ganadora, que creyó poder contar con el apoyo del mismo papa Urba­no VIII, su amigo el cardenal florentino Mateo Barberini publicó en 1632, con el permiso de la Inquisición florentina y romana, su gran diálogo sobre los máximos sistemas. No defendía en él directamente el heliocentrismo, sino que Salviati, el sabio que a él le representaba en el diálogo, era quien lo defendía y lo hacía prevalecer co­mo programa de investigación. Ahí estuvo su perdición, creyó contar con el apoyo de los más poderosos en su cruzada, pero estos siempre tienen múltiples intereses con­trapuestos, y abandonaron a su infeliz amigo, incluso -¡por tonto, por iluso!­se enseñaron con él. No fue condenado en sus teorías, ni en su peligrosa cruzada; sólo en un punto fue condenado Galileo Gali­lei: ¡Te dijimos bajo interdicto formal, y tu te comprometiste a ello, que no defen­derías el heliocentrismo, y ahora lo has he­cho!. El actuar así es ir en contra de la autoridad, y por eso la «autoridad» conde­nó a Galileo, porque a la «autoridad» se la respeta, se la obedece y se le acata en sus pliegues y deseos. ¡Y eso fue una vergüen­za!.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página