Es el único de los grandes científicos al que llamamos por el nombre de pila, pues, como todo el mundo sabe, su apellido es Galilei. No sólo fue un gran científico, creador de lo que se ha venido en llamar «ciencia moderna», sino que todavía hoy sigue siendo pieza clave en eso que se denomina filosofía de la ciencia.
Recuerdo que, no hace mucho tiempo, un conocido catedrático de física de una importantísima universidad italiana, para demostrar que la ciencia es experimental, y sosteniendo que Galileo es el padre de la ciencia tal como hoy la entendía él, llevó ante el numerosísimo auditorio que le escuchaba un tubo de vacío, con objeto de demostrar experimentalmente, como exposición del hacer galileano, que, en el vacío, una pluma de ave y una esferilla de plomo caen a la misma velocidad. Lo único que olvidó el ilustre catedrático -porque no es fácil saber mucho de lo que uno lleva entre manos y también haber leído los 20 gruesos tomos de las obras de nuestro autor, como él decía haber hecho- es que la «máquina de vacío» es un invento posterior a Galileo, que Otto von Guericke (1602-1686) produjo entre los años 1632 y 1641, pero que no se conoció hasta 1654. Es obvio que Galileo, «supo» que la pluma y el plomo caerían en el vacío a la misma velocidad, sin que su saber fuera un saber experimental, evidentemente. Tenemos aquí uno de los puntos clave de la importancia de nuestro físico italiano, muerto en 1642.
También es conocido de todos el celebrado progreso de Galileo, que le condenó según sentencia romana del 22 de junio de 1633. Y es conocido este asunto como una lucha de buenos y malos, que pone al progreso científico en un lado y a la regresión a las cavernas del oprobio y la represión en el otro. Habrá que hacer el proceso a esta imagen del proceso, y decir de manera clara que fue, en su final, un proceso para que sea claro quien es el que en última instancia tiene la «autoridad» -como explicaré enseguida-, y que ganó el que la tenía, claro es.
Galileo Galilei (nacido en 1564) fue un extraordinario científico, a la vez que un ensayista empeñado en hacer ver a todos que las ideas que él defendía en lo que podríamos decir filosofía de la ciencia, eran las únicas que podían salvar de manera definitiva a la Iglesia de cualquier dificultad posterior.
Galileo, como sucesor de los grandes ingenieros del Renacimiento que era, tenía sólidos conocimientos del funcionamiento de múltiples mecanismos y, sobre todo, tenía ingenio, imaginación creadora. Pero él no empleaba ésta únicamente en la creación de artilugios, de bolas perfectas que ruedan perfectamente por perfectos caminos tallados en perfectos planos inclinados, ni de péndulos construidos cuidadosamente en los que contamos exactamente los tiempos de su movimiento. Esto Galileo lo sabía, como tantas otras cosas. Pero su interés era un interés teórico. Quería desentrañar el movimiento que hoy decimos uniformemente acelerado, es decir, el movimiento de caída de los graves. Siempre se había dicho que éste comenzaba a grandísima velocidad, pero él, por medio del experimento imaginario que ahora veremos, demostrará que parte con una velocidad nula, sabiendo también que le acusaban de que, si el móvil comienza con velocidad nula, quiere decir que nunca comenzará a caer, luego nunca será un grave, lo que es absurdo.
Galileo -como en ocasiones innumerables- imagina lo siguiente: pongamos una bola a caer desde distintas alturas sobre una superficie bien nivelada de parafina. Es evidente que la huella que produzcan las diversas caídas sobre la parafina se deberán al «impulso» que la caída ha dado a la bola. Cuanto más alta sea la caída, mayor será la huella; cuanto menos alta sea la caída, menor será la huella, hasta el punto que si la dejamos caer desde altura nula, la huella es nula. El impulso de caída, es decir, la huella sobre la parafina, depende de la altura, la cual hace que la velocidad de caída vaya siendo, en el momento que toca a la parafina, mayor cuanto mayor es la altura de caída. O, lo que es lo mismo, la altura de caída se convierte en velocidad de llegada. Ahora bien, cuando la altura es nula, esto es, en el instante mismo en que comienza el móvil a caer, la velocidad es nula por tanto. Y, sin embargo, el «afán de crecer» (la aceleración) que esa velocidad tiene en cada instante es siempre grande. Supondremos que ese afán de crecer de la velocidad es siempre constante. ¿Por qué razón?. Por una razón elemental, porque si el mundo es creación de Dios, como lo es, las leyes deben ser sabias y sencillas: la aceleración de caída de los cuerpos debe ser constante.
Falta todavía algo importantísimo. ¿Cómo se hace ese crecimiento de la velocidad?. Sí es verdad que la velocidad va aumentando con la caída, pero queda por ver qué magnitud es la que, con su crecimiento, hace crecer la velocidad. Durante años optó Galileo por lo que aparecía como evidente. El móvil al caer se va alejando de su punto de arranque, luego esta distancia es la que hace crecer, con su propio crecimiento, la velocidad de caída. Planteadas las cosas así, no se obtenía resultado alguno. Por fin, el viejo Galileo cae en cuenta de que esa opción no es la única, aunque sí la que es más obvia. Queda la opción impensada de que el crecimiento de la velocidad se debe al incremento constante del tiempo que ha transcurrido desde que el móvil dejó su punto de arranque. Será así el crecimiento de los instantes -por igual- el que dé crecimiento a la velocidad de caída.
Queda el pequeño problema de ir sumando esos crecimientos de velocidad instante a instante -¡sin haber estudiado cálculo infinitesimal!-, lo que Galileo realizó con ingenio, y tenemos ya que el espacio recorrido por el móvil en su caída es proporcional al cuadrado del tiempo de caída.
Lo que acabo de exponer es ciertamente sólo un apunte, pero que nos bastará para que nos preguntemos, con Galileo, por el papel que en la ciencia ocupa el razonamiento, la conjetura, el ingenio, la matematización de la naturaleza y la experimentación. Una cosa aparece clara, como mínimo, podrá discutirse horas enteras sobre cuál es el intríngulis último que pone en marcha el proceso del descubrimiento de leyes y de teorías científicas, pero, a tenor de lo que afirmaba el catedrático de física al que me refería al comienzo, una cosa es cierta: La Ley de caída de los graves no es fruto de la experimentación.
Para no confundir demasiado al «experimentalista» y por no ocupar más espacio (que lo importante aquí es el espacio y no el tiempo), dejo de lado el sorprendente razonamiento galileano, previo al anterior, por el que se decide a pensar que hay «graves» y no éste o el otro grave, o, lo que es lo mismo, que la caída de los graves en un medio que no oponga ninguna resistencia -el vacío- es siempre idéntica.
Volvamos ahora al otro aspecto al que me referí más arriba al proceso. Fue penoso y brutal, sin duda alguna. Entonces no se andaban con chiquitas, aunque hay que recordar que las penas impuestas a Galileo fueron de una extraordinaria benevolencia, un verdadero «agravio comparativo» para lo que en Roma y en Europa entera se estilaba. La primera noche tras la humillante condena, Galileo durmió en el palacio que el arzobispo de Siena tenía en Roma, que puso a su disposición. Luego, hasta su muerte, dispuso de una villa -a la que estaba vedado entrar, excepto para muy poquita gente, entre los que pronto se contó un discípulo que le servía de ayudante-, y dedicó su vida, llena de tristeza por tantas cosas, a la investigación. Incluso pudo publicar, aunque fuera de Italia, su último grandísimo libro.
Pues bien, todo comenzó muchos años antes, en 1616, cuando la Inquisición romana decidió, tras áspero proceso, condenar estas dos proposiciones: 1. ª) que el sol es el centro del mundo, y en consecuencia es inmóvil de movimiento local. 2. ª) que la tierra no es el centro del mundo ni está inmóvil, sino que se traslada y gira sobre sí. Era el día 19 de febrero. El que la condena fuera así constituyó un resonante éxito para Galileo, porque los tiros se habían disparado contra él, y sólo tocaron a esas proposiciones y a las personas -muertas muchos años antes- de Nicolás Copérnico y el agustino español Diego de Zúñiga, que las defendían.
Poco antes, Galileo comenzó un amplio plan de defensa de la separación entre la teología y la nueva ciencia, porque, aceptando, el heliocentrismo, como él y Kepler hacían, había que dejar claro que, en contra de las furibundas diatribas de muchos protestantes, especialmente de Lutero, contra el canónigo católico polaco, la Sagrada Escritura en ningún momento defiende el geocentrismo, aunque algunos quieran creer que en Josué 10, 12-13 se nos dice que de verdad el sol se mueve en torno a la tierra. Y lo hacía así porque, como filósofo de la ciencia, sabía bien que la revelación de Dios que nos ha entregado en la Biblia, es una revelación religiosa, que tiene que ver con la fe, con la esperanza, con la caridad, pero que la revelación que Dios nos ofrece sobre la constitución del mundo está escrita en el Libro de la naturaleza, que el científico tiene que estudiar con sus propias herramientas (como el teólogo tiene que estudiar el otro Libro con las suyas). Creía adentrarse Galileo en una campaña decisiva tendente a conseguir que la ciencia naciente surgiera poderosa en los países católicos, lo que él hacía como firme hijo de la Iglesia que era y fue toda su vida.
Se inició una verdadera cruzada por nuestro autor, de la que poco faltó para que saliera trasquilado. Concitó contra sí múltiples enemistades. La de los teólogos y canonistas que se dijeron: Sólo faltaría que ahora alguien que ni siquiera es doctor en lo nuestro quiera darnos tan peligrosas lecciones. Pero sobre todo los aristotélicos, que entonces dominaban por todas las universidades italianas, partidarios de la experimentación (y no de esas peligrosísimas maneras de pensar galileanas), creyeron con razón que la imagen del mundo que era la suya, la de siempre, la tradicional, se ponía en gravísimas dificultades. Porque lo que Galileo proponía y defendía con ardor era la substitución de una «simbólica» por otra. La «simbólica» del mundo antiguo estaba dominada por el círculo y los movimientos naturales. Con ella se construyó toda la comprensión del mundo, se hizo habitable el cosmos entero, se elaboró el arte y el pensamiento; todo se pensó con los símbolos del círculo, del cuadrado y de la cruz. La larga experiencia de los siglos daba la razón al universo así creado como cultura, hasta convertir a esa simbólica en una evidencia, la evidencia con la que todo es mirado, que promueve la experimentación y queda corroborada por ella. Y, de pronto, con Galileo nos encontramos con el empeño decidido, hecho cruzada, de imponer (con razones) una nueva simbólica: la de la línea recta infinita y del movimiento inercial. Se entendió perfectamente que la representación entera del mundo cambiaba así. Y eso era peligroso, además de ser también mentiroso.
Gracias a los esfuerzos del jesuita cardenal Belarmino, hombre sabio y ligado a sabios, en 1616 no se condenó a Galileo, incluso se le dejó en libertad absoluta de decir lo que quisiera, de seguir su empeño científico y propagandismo, sin más que dejar de lado el heliocentrismo, de no defenderlo, de no hablar de él.
Para Galileo, 1616 fue una victoria -así lo supieron todos-, y calló respecto al heliocentrismo durante años. Luego, su cruzada era tan ganadora, que creyó poder contar con el apoyo del mismo papa Urbano VIII, su amigo el cardenal florentino Mateo Barberini publicó en 1632, con el permiso de la Inquisición florentina y romana, su gran diálogo sobre los máximos sistemas. No defendía en él directamente el heliocentrismo, sino que Salviati, el sabio que a él le representaba en el diálogo, era quien lo defendía y lo hacía prevalecer como programa de investigación. Ahí estuvo su perdición, creyó contar con el apoyo de los más poderosos en su cruzada, pero estos siempre tienen múltiples intereses contrapuestos, y abandonaron a su infeliz amigo, incluso -¡por tonto, por iluso!se enseñaron con él. No fue condenado en sus teorías, ni en su peligrosa cruzada; sólo en un punto fue condenado Galileo Galilei: ¡Te dijimos bajo interdicto formal, y tu te comprometiste a ello, que no defenderías el heliocentrismo, y ahora lo has hecho!. El actuar así es ir en contra de la autoridad, y por eso la «autoridad» condenó a Galileo, porque a la «autoridad» se la respeta, se la obedece y se le acata en sus pliegues y deseos. ¡Y eso fue una vergüenza!.
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